—por John
Montañez Cortez—
La espera es el relato número quince de
las diecisiete piezas fantásticas —excepto Emma Zunz e Historia
del guerrero y de la cautiva, según el propio autor— que componen el
maravilloso libro, del gran Jorge Luis Borges, El Aleph.
La espera —junto a otros tres relatos—
fue incorporado a la reedición de 1952. La edición original de 1949 constaba de
trece cuentos.
En el epílogo,
el propio Borges escribe acerca de este cuento:
«De “La
espera” diré que la sugirió una crónica policial que Alfredo Doblas me leyó,
hará diez años, mientras clasificábamos libros según el manual del Instituto
Bibliográfico de Bruselas, código del que todo he olvidado, salvo que a Dios le
corresponde la cifra 231. El sujeto de la crónica era turco; lo hice italiano
para intuirlo con más facilidad.»
Este
alucinante cuento es prueba suficiente de lo intrincado y profundo —ambigüedades
kafkaianas, quizá— del pensamiento dentro del laberinto borgesiano. En sólo
seis y media páginas, el señor Alejandro Villari —personaje central— espera su
fatal destino. Pero no es concluyente si el sujeto está soñando, ha sido una
pesadilla, o está pasando y es asesinado realmente.
El sujeto
vive cosas como: amistarse con un viejo perro lobo; ir al cinematógrafo y verse
reflejado en la trama; asistir a un consultorio dental en el barrio bonaerense
del Once por un dolor de muela repentino.
Borges nos
tiene acostumbrados a este juego mágico de interpolaciones con la realidad, el
infinito, el razonamiento cabalístico, los enigmas y los laberintos. ¿De qué huye el señor Villari? ¿de la policía? ¿de la mafia?¿cometió algún delito? ¿es
culpable o inocente? ¿se merece este final?, si es que en verdad hubo una
predestinación fatal. Quizá todo fue un mal sueño. Interrogantes que Borges
deja en la conciencia del lector, y claro, intercalando metáforas y aforismos
que son su marca personal.
Algunos que
extraje del cuento y que me gustaron sobre manera:
«No lo
sedujo, ciertamente, el error literario de imaginar que asumir el nombre del
enemigo podía ser una astucia.»
«A
diferencia de quienes han leído novelas, no se veía nunca a sí mismo como un
personaje del arte.»
«Oscuramente
creyó intuir que el pasado es la sustancia de que el tiempo está hecho; por
ello es que éste se vuelve pasado en seguida.»
Lo que sí
queda claro es que Alejandro Villari tuvo la clarividencia —o quizá fue Borges—
de leer una Divina comedia que
encontró en un estante con libros a ras del suelo, en la pieza que rentó. «Menos
urgido por la curiosidad que por un sentimiento de deber», como escribió Borges
en su cuento; dándole a Dante la excusa perfecta para condenar a Villari al último
círculo, «donde los dientes de Ugolino roen sin fin la nuca de Ruggieri.»
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