—por Alberto Hernández—
La senda de la palabra nos
revela que al final hay un desencuentro con la certidumbre. Todo es cierto
cuando sabemos que un significado nos enfrenta con la realidad, esa “cosa”
abismal.
El arte, sobre todo ese que nos
toca tan de cerca, la poesía, es sólo una justificación. En medio de ese
tránsito vamos dejando trozos, voces muertas, sobras de frases, equipajes y
monederos vacíos, cuerpos adoloridos, reflejos, ecos. Pérdidas que enriquecen y
alejan el fondo de lo que nos ahoga, lo que nos rodea. La realidad es una
simple fantasía inventada por los sentidos. Más allá del espejo, en su allá
inescrutable, está la razón de ese desencuentro, el sabernos hechos de
“verdades”, de paradojas.
Una lectura universal sin
pasión de todas las páginas revisa cada paso adelantado, cada abismo rozado por
el miedo. De esa desordenada vocación, ¿qué nos queda? Pequeños destellos, una
larga desmemoria que se metamorfosea, nos acompaña.
Todas las lecturas definen esa
larga soledad con el texto. Pero no todas las soledades definen los textos. Sí,
un texto, digamos Tirant lo Blanc, el primer invento literario de
caballería de los íberos. La revelación cuestiona la alocada perfección de
Cervantes.
2.-
No se termina nunca de leer,
sobre todo si nos movemos en la tesitura de la sugerencia de Italo Calvino en
su libro Por qué leer los clásicos, pieza extraña en estos tiempos
cuando el afuera ha invadido los lugares del espíritu, el aposento del
pensamiento, ha desalojado sus secretos, golpeado febrilmente las sombras de
cada quien. Una vieja página perdida, irrecuperable, como un cadáver a la
orilla de una carretera intransitable.
3.-
En la extrañeza de una pupila
caben las preguntas: ¿Ganamos en tecnología si dejamos de leer la Odisea?
¿Se nos caerían las alas de los demonios cibernéticos si nos aproximamos a
Jenofonte, Ovidio, Cardano, Galileo, Cyrano, Crussoe, Diderot, Sthendal,
Balzac? ¿Dejaremos de ser posmodernos si nos aposentamos en un laboratorio
de microchips con la memoria cercana a Dickens, Flaubert,
Tolstoi, Twain, James, Stevenson, Conrad, Borges, Onetti?
Estas preguntas no las formula
Calvino, pero en estos momentos de virus y apotegmas tecno-biológicos quien
esto rasguña se las formula. Las polémicas han sido de gran virtuosismo en medio de
tanto scanner y nerds apostados en la
imaginación virtual. ¿Somos hombres en la medida de nuestra memoria
o seremos más hombres en la medida de nuestras habilidades virtuales?
Italo Calvino.foto:laRegione.ch |
4.-
Una hoja antigua se nos queda
en el hombrillo de la ruta que seguimos. Hemos saltado la verja y alguna herida
nos marca las rodillas. Sin embargo, la caída no ha sido sentida. ¿Todos los
Clásicos caben en la desmesura de una pantalla de computador? ¿Todos los
hombres cavilan desnortados como para someterse al escarnio del silencio de esa
máquina que lo copia y lo “perfecciona”? Nuestro extravío vive, lentamente, la
búsqueda del lugar señalado en los sueños, el website donde
las fantasías se consagran por la lectura. La tecnología —esa inteligencia que
fabrica edenes temporales— es, ya se afirma con regusto, un mal necesario, para
usar el más lugar común de Dios me salve el lugar. La fuerza de la palabra
desatará un larguísimo silencio. La mudez volverá a los libros, extraños
instrumentos de hechicería. Módulos de estancos, archivos de mampostería,
inventario de museos. Así dicen los tecnócratas. Reflexión triste para aquellos
que estamos de este lado, persiguiendo fantasmas con Italo Calvino. A ver si de
algún lado emerge alguien y nos sorprende con los olores virtuales de Don
Quijote.
5.-
La última página. O la
extraviada en medio del miedo y los asuntos de la calle. La burocracia, el
fracaso, la rutina, la abulia, el fastidio: Juan Carlos Onetti nos revienta en
una esquina. Mario Benedetti en una oficina. “Para rendir pasablemente en la
oficina, tengo que obligarme a no pensar que el ocio está relativamente cerca.
De lo contrario, los dedos se me crispan y la letra redonda con que debo
escribir los rubros primarios, me sale quebrada y sin elegancia”, dice un personaje
de La tregua del fallecido escritor uruguayo. He allí una
pérdida, la estrategia de la artritis del temor al fracaso. Es el mismo sujeto
que se aferra al diagnóstico de Montevideo.
¿Cuántas páginas nos quedan por
diseñar, por escribir, sin necesidad de que la muerte nos aparte a un lado, nos
haga su cómplice? ¿Qué puede sacar en provecho cada uno de los que hacen vida
en el cuento “El presupuesto”? Allí habitan quienes no encuentran cómo
reconstruir sus vidas, un país, un microclima que los lleva al silencio, a la
muerte.
Benedetti y Onetti, 1980 foto:DollyOnetti |
¡Cuán parecidos los personajes
de La tregua y los personajes de La vida breve!
Tanto Onetti como Benedetti saltan la cuerda de una pequeña nación predestinada
a ser un juicio: la parálisis de alguien asomado a una ventana, la de un hombre
que se detiene en la calle y allí permanece hasta el desgaste del día. Alguien
sabe que va a morir y se sienta en una plaza, a la espera de que el médico, su
ex compañero de estudios secundarios, le diga que no tiene la muerte instalada
en los intestinos, la misma que acabó con el escritor nacido en el sur. ¡Qué
distancia tan larga para predestinar, para saberse el mismo personaje del
cuento “La muerte”; parte del libro La muerte y otras sorpresas!
Aquí, en esta línea, perdemos
el equilibrio. Ha muerto quien inventó y borró, quien supuso la felicidad y se
perdió en una biblioteca de utopías. Todos terminamos siendo personajes de una
sola novela. Y así como él, otros han muerto. La página vuela agitada por el
viento en medio de una calle tocada por una ventisca. La página borrosa es la
misma que ha quedado oculta en el computador, la misma que una noche perdió
algún monje de la Edad Media. El copista que alojó en sus ojos la sombra del
futuro.