—Alberto
Hernández—
En enero de 1976, Elías Canetti pronunció un
discurso en Múnich. Entre otras cosas dijo: “Pues lo cierto es que, hoy en día, nadie puede llamarse escritor si no
pone seriamente en duda su derecho a serlo”. De esta manera, el Premio
Nobel de Literatura 1981 liquida la idea del hombre encerrado en una cripta,
rodeado de libros, absorto en sus fantasmas.
El título de esta crónica es el mismo de un ensayo
contenido en La conciencia de las
palabras, del autor búlgaro y, precisamente, recoge la angustia sobre los
peligros en los que se encuentra el mundo. De allí que sean los escritores los
que salen a tragarse el humo de los vehículos, los insultos del poder y el gas
de la represión, así como las protestas de quienes sobreviven entre el
sobresalto diario y la muerte.
“Quien no tome
conciencia de la situación del mundo en que vivimos, difícilmente tendrá algo
que decir sobre él”. ¿Cómo se vive en cualquier paisaje si quien se dice
escritor mira desde su miopía el polvo de unas letras que contamina la realidad
y la misma imaginación? No se trata del viejo tema del compromiso y la llamada
realidad. Se trata de saberse parte del universo, de sus movimientos, de las
revelaciones humanas, de la decadencia de los dioses, de la ascensión de la
muerte en bombas y disparos. Se trata de ser parte de la política, aun cuando
sea para registrarle los bolsillos.
Los escritores que viven en castillos de cristal
amasan la fortuna del silencio. Atajados por el temor a ser colocados en el
sitio de la realidad, presumen de puros, de estar más allá de los pecados
humanos, toda vez que los ángeles que escriben tienen alas y revolotean
alrededor de la vida y de la muerte.
“Tal vez valga
la pena preguntarse si, dada la situación actual de este planeta, existe algo
en virtud de lo cual los escritores —o los que hasta ahora han sido
considerados como tales— puedan ser de utilidad”.
En efecto, ¿Para qué sirve un escritor si la
conciencia que tiene de las palabras es solamente lúdica, estrictamente
literaria, ficción pura, poesía abstracta? El mundo, tan dinámico, cargado de
estupideces y crímenes, bien vale la participación de la presencia de los
escritores. Por supuesto, no bajo la batuta ideologizante del poder, porque
éste tiene sus intereses bien fundados. Así, “la literatura podrá ser lo que quiera, pero muerta no está, como
tampoco lo están quienes se aferran todavía a ella”.
Se escribe sobre la piel de los hechos, sobre el
cuerpo vivo de un mundo agitado por la política, la pobreza y los cataclismos
naturales. En ese juego, calcado por la inteligencia humana más sensible, se
debe colocar el ojo de quien usa las palabras como arma, como reflexión.
En estos días de tomas de decisiones, es bueno
retomar las páginas de los escritores que vivieron los momentos más terribles
de la persecución. Los que murieron en nombre de su oficio y de su conciencia,
plasmaron la evidencia de que valió la pena, de que la libertad es el don más
preciado del ser humano. Es decir, el uso de las palabras no exime al escritor
de formar parte de los hechos, de las acciones que intentan convertirse en
absoluto. Un escritor debe tener la libertad para tratar todos los temas, para
abordar la luz y la sombra, para luchar por la vida y pelearse a muerte con la
muerte. Un escritor no es un héroe, pero tampoco debe ser presa del miedo. “Un escritor sería, pues —tal vez hayamos
encontrado la fórmula con excesiva rapidez—, alguien que otorga particular
importancia a las palabras; que se mueve entre ellas tan a gusto, o acaso más,
que entre los seres humanos; que se entrega a ambos...”. Palabras para los
hombres, la humanización de la escritura, sin olvidarse de la calidad de éstas,
porque la mediocridad, el poco cuido, la falta de pulitura ensucia la libertad
que éstas ofrecen al acercarse al lector, quien deberá ser siempre el objetivo
de la escritura.
Recibiendo el Premio Nobel de Literatura en 1981 |
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