—Alberto
Hernández—
Nunca imaginó quien con inquina pasó un bisturí por
el trabajo de John Hoyer Updike, luego de aquella crítica de Contemporary Literary Criticism, que el
norteamericano de 50 años se hiciera del Premio Pulitzer. Corría el año 1982 y
ya Updike había publicado exitosamente Corre,
conejo (Rabbit, run),1960; Parejas
(Couples), 1974; Golpe de Estado
(Coup), 1979, y El centauro (The
Centaur), 1980, entre otros.
El juicio enarbolado contra aquel autor de medio
siglo escuece:
Updike no tiene ninguno de los atributos que
convencionalmente se asocian a un verdadero talento literario.
No tiene una mente provocativa. No posee dotes
notables de narrador, ni tampoco un estilo elegante. No crea personajes
dinámicos, coloridos o profundamente significativos. No confronta al lector con
situaciones dramáticas que lleven la impronta de una manera original o única de
observar la experiencia y responder a ella. No desafía la imaginación, ni la
estimula, ni la escandaliza, ni la educa. En efecto, uno de los problemas que
Updike plantea a los críticos reside en que él compromete la imaginación tan
poco, que uno tiene verdadera dificultad en recordar sus escritos el tiempo
suficiente para pensar con claridad respecto a ellos...
Es decir, un verdadero fiasco, un mediocre.
La imagen madura del narrador nacido en 1932 en
Shillington, Pennsylvania y egresado de la Universidad de Harvard, nos
inclinaba a pensar, por aquellos umbríos 1982 y 1983, que Updike alcanzaría,
pese a los augurios de cierta crítica, los logros de muchos de sus
compatriotas.
José Domingo, de la Gaceta Semanal de las Artes de Tenerife, afirmó que “Entre los
jóvenes novelistas norteamericanos que aspiran a suceder a Faulkner en su
puesto indiscutible de primer novelista de su país, aparece John Updike como
uno de los mejores dotados...”. No se equivocó, Updike pasó a formar parte del
grupo de escritores más publicados y leídos de su país y de casi todo el mundo
civilizado.
Los que comenzábamos a leerlo a finales de aquella
década venezolana —el “viernes negro” hacía estragos a favor del silencio y de
la nadería— pensábamos que ya estábamos frente a un talento que no pararía de
escribir.
La revista Time,
tan dada a ofrecer portadas y rasguños, le añadió al guiso crítico que Updike
se parecía más a un atleta que a un escritor: “Hace jogging, es decir, corre y
corre por el campo literario, diciendo muy poco, pero diciéndolo muy bien”.
Traducción: el sujeto es vacío, poco imaginativo,
pero conoce el idioma. Algo así, para no empastelar más la consigna según la
cual era poco atractivo.
Para Richard Locke la orquesta narrativa de Updike
suena distinto. Un trabajo aparecido en The
New York Times lo agregó a un pequeño grupo, a “un puñado de autores
norteamericanos contemporáneos con talento”. Es “uno de esos escritores hacia
quienes regresamos a buscar y encontrar algo”. La tortilla se volteó. Esta
opinión y el otorgamiento del Pulitzer dejaban muy mal parado al crítico que no
se identificaba en la nota de Contemporary
Literary...
4
La imaginación del creador de Rabbit is Rich se aferra a lo diario, a la cotidianidad, a las
menudencias que la totalidad revela en cada mirada. Ficcionador con gracia,
Updike es un verdadero representante de lo contemporáneo, de lo que se pasea
por el presente entre el frío y el calor de la rutina. Es un reportero
literario. Un cronista que refleja las contradicciones de un mundo donde el
fracaso se suma a los sobresaltos del éxito. Pero sobre todo es un narrador que
no suelta la presa hasta que la relata completamente, la desnuda y la ofrece
como el cadáver de un animal listo para ser colocado sobre el fuego.
Pese a que muchas veces la agudeza no forma parte de
su salida a la página, John Updike siembra dudas. Las deja allí, frente al
lector. Las disipa con la insistencia: Harry
Rabbit Angstrom, su personaje en serie, es una de ellas.
Crítico de la clase media, su “gran acierto consiste
en haber plasmado” —en casi toda su obra— una imagen detallada y real “de un
mundo anclado, con demasiada frecuencia, en unos modos de comportamiento que se
consumen entre el vacío y la desolación”.
Con su muerte, a los 76 años, y con 50 libros a
cuestas, se marcha el llamado “cronista del adulterio urbano”, como fue
calificado por mucha gente cercana a su diaria relación con esa sociedad donde
la separación conyugal representó la escisión entre el norteamericano común y
su propia cultura.
Provocador efectivo, no exaltó el ánimo de la calle ni derribó mitos. Su verbo se encargó de desnudar la mediocridad, la monotonía y la emergente apatía de aquellos años.
Faulkner le pasa por un lado. Nuestro Onetti lo mira con sus ojos bizcos.