—por Alberto
Hernández—
“Una hermosa maldición”, así pronuncia alguien cuya
fascinación por la locura indaga en los ciclos de la sombra. Pudo ser alguno de
los asesinos de García Ordóñez, el gordo crítico que se vengaba en cada nota
que escribía en una revista literaria de nuestro afamado tercer mundo. O un
remedo que la gloria dejó tendido en plena calle mientras Fujimori adelantaba
la nomenclatura del crimen, la corrupción y la derrota de Perú. Una “maldición”
deja salir la boca de un personaje, de un autor sin reflejo frente a una
botella de pisco, del lector que se afana en querer ser parte de los jóvenes
que planean, desde el Círculo pandillero,
matar a quien destrozaba libros, poemas, narraciones y reputaciones engreídas.
Ciertamente, Miguel Lautaro García Ordóñez no es más que una caricatura, una
imagen para revelar la presencia de ese grupo de muchachos alterados por la
realidad. O por la que creían superar.
¿Acaso se trata de una aproximación a la Sociedad
para el Fomento del Vicio o del Club del Fuego Infernal “que fundó el siglo
pasado Sir Francis Dashwood”, como afirma Thomas De Quincey al comienzo
de Del asesinato considerado como
una de las bellas artes? La labor homicida de Ganivet, el Chato,
Larrita, Casandra y por ese hombre invisible apodado
Alejandro Sawa, descubre una intemperie burda, propia del “clima” andino (que
Santiago Roncagliolo muestra muy bien en Abril
rojo) y de la poca infusión criminal, contraria al carácter místico que De
Quincey le imprime a su idea en la Sociedad para la Promoción del Asesinato,
cuyos miembros —como los de la novela de Trelles— son amateurs y dilettanti.
Probablemente las comparaciones —odiosas siempre— no pasen de ser parte de la
gazmoñería o de la confusión de quien esto escribe, a la hora de clavar el puñal
o de desnucar a quien se pasó de la raya.
La “hermosa maldición” construye El círculo de los escritores asesinos
(Editorial Candaya, Barcelona, España, 2005). Es más, Diego Trelles Paz, el
joven novelista peruano que la concibe, podría formar parte de ese ojo
revelador: el detective que dejó a mitad de camino la otra muerte de Roberto
Bolaños e intentó ahondar el encuentro con el escritor de Manchester. El
crimen, la elaboración de la muerte para prestigiar una obra que aún no ha
nacido, vislumbra la hermosa maldición que llevamos a cuestas, una vez
terminada de leer, con el asombro propio de los dilettanti, la novela Trelles.
Cuatro papeles, cuatro manuscritos, le dan cuerpo a
esta historia. Los comentarios de Alejandro Sawa alimentan el espíritu de la
ficción, la hacen —a decir de Roncagliolo— una historia colectiva. Se trata de
cuatro versiones sobre un mismo tema. Se trata del cuento de una aventura, de
la “hermosa maldición” de la vida de cuatro jóvenes que sueñan con ser
escritores, y por eso fundan, de la mano de uno de ellos, el Círculo, donde los vicios de esos pequeños
seres se juntan con algunos textos que luego se convierten en revista, la
primera y la última, blanco de las demoledoras críticas del futuro cadáver.
“¿Les dije ya que fue Casandra la promotora
del Círculo? Lo primero que me
vino a la mente fueron Horacio Olivera, la Maga y el Círculo de la serpiente celebrando tertulias parisinas de alto
nivel intelectual; me quise orinar de risa al pensar en nuestra versión
provinciana del asunto. Pero me equivoqué. Aunque Casandra estaba al tanto de
la novela de Cortázar, la idea del Círculo nació
de Mrs. Parker and the vicious
circle...”.Sawa, suerte de oráculo, ficha, cita y corrige. Este personaje,
doble por su condición de falso detective, deja todos los rastros de Diego
Trelles Paz. Si el Chato es el alter
ego del novelista peruano, ¿quién es Alejandro Sawa? Hay otro motivo
para pensar que los sospechosos, editados por el último miembro del Círculo, podrían ser una
representación del mismo Sawa, aunque no se descarta que la lectura de este
torpe cronista sea demasiado tremendista. Cada carta, cada escritura, cada
justificación, sea desde la cárcel en brazos del Quijote, desde una universidad
norteamericana, o de cualquier sitio donde no llegue la mano de la justicia,
convierten a Sawa en el depositario de una verdad que se revela muchas veces.
Es decir, la muerte es muchas veces, como muchas veces puede ser la verdad.
¿Quién mató al gordo García Ordóñez? Pese a que hay confesiones, lo interesante
de nuestra lectura —la de muchos como muchas verdades— es que terminamos, los
lectores, siendo los asesinos, cuestión que se entiende en la medida en que no
hay detectives en
la obra. Y los son porque así lo desea quien desde la historia trata de librarse de un cadáver que habla desde su silencio, que gozó de testigos para que “alguien” asumiera esa muerte. Afirmo desde estas líneas: Yo maté al indeseable García Ordóñez, con permiso de los personajes, para vengarlos, y con la anuencia de Diego Trelles, quien se aleja cada vez más de esa realidad, tan ficción como él mismo. En definitiva, ¿quién termina siendo un autor? Una referencia, un silencio deseado, una fama lejana. Si Diego Trelles no es Sawa, podemos intuir que Sawa es un interventor, un copista, un corrector, un cómplice pedante que no toma parte del asunto, o que se olvida de que condujo el vehículo donde llevaban a García Ordóñez a su matadero particular. ¿Qué hace, entonces, un sujeto, nada exquisito por cierto, en las páginas de un libro donde unos dilettantimosqueteros le “dieron” muerte y lo convirtieron luego en castigo para todos? No debemos olvidar que Sawa también estuvo detenido algunos meses, pero salió libre mientras Gavinet lee el Quijote en voz alta a sus compañeros de prisión. El Chato, mientras tanto, se exilia y cuenta su historia a un anciano profesor que poco pone atención a su “hermosa maldición”.
la obra. Y los son porque así lo desea quien desde la historia trata de librarse de un cadáver que habla desde su silencio, que gozó de testigos para que “alguien” asumiera esa muerte. Afirmo desde estas líneas: Yo maté al indeseable García Ordóñez, con permiso de los personajes, para vengarlos, y con la anuencia de Diego Trelles, quien se aleja cada vez más de esa realidad, tan ficción como él mismo. En definitiva, ¿quién termina siendo un autor? Una referencia, un silencio deseado, una fama lejana. Si Diego Trelles no es Sawa, podemos intuir que Sawa es un interventor, un copista, un corrector, un cómplice pedante que no toma parte del asunto, o que se olvida de que condujo el vehículo donde llevaban a García Ordóñez a su matadero particular. ¿Qué hace, entonces, un sujeto, nada exquisito por cierto, en las páginas de un libro donde unos dilettantimosqueteros le “dieron” muerte y lo convirtieron luego en castigo para todos? No debemos olvidar que Sawa también estuvo detenido algunos meses, pero salió libre mientras Gavinet lee el Quijote en voz alta a sus compañeros de prisión. El Chato, mientras tanto, se exilia y cuenta su historia a un anciano profesor que poco pone atención a su “hermosa maldición”.
III
Los cuatro manuscritos, armados por Sawa, revelan
que quienes logren leerlos serán cómplices a lo Cortázar, pero más homicidas
cuya racionalidad se emparenta con la de quien narra en Los golpes a la
puerta de Macbeth: “La razón es que permite el predominio de su
inteligencia sobre sus ojos (...). Todos los demás asesinatos palidecen ante el
profundo escarlata de los suyos; como me decía en tono quejumbroso un
aficionado: ‘Desde aquellos tiempos no se ha hecho absolutamente nada o bien
nada de que valga la pena hablar’ ”. ¿Qué hace Sawa? Darle sazón a un homicidio
común. Convertirlo en una escena donde los protagonistas aparezcan como
símbolos, como recados de una aventura que se convierte en tragedia.
Foto: EFE |
Por cierto, ¿en qué parte de su memoria vive
Alejandro Sawa? ¿Cuántas veces Onetti, Micky de Cervantes, Oswaldo Reynoso,
Vargas Llosa, Bolaño, Vallejo o Borges volverán a ser parte de una aventura
como ésta en la Lima de aquellos años, en la Lima que sigue allí, habitada por
Ganivet, el Chato, Larrita, Casandra y el fantasma de Alejandro Sawa? ¿Continúa
vigente el Club de enemigos de Neruda? ¿Cuántos golpes necesita Vallejo para
seguir viviendo bajo la lluvia parisina?
La carta de Casandra a Eric Rohmer es una metáfora
del pasado. Del olvido. Una justificación intelectual, psicológica, un
despecho, una desgarradura superior a cualquier muerte. García Ordóñez —su
ahogo— no supera los amores del tío Manolo, hermosa maldición que sí habría valido la pena.