—por Alberto Hernández—
Pienso
que en la base de la escritura hay una especie de amor,
por un
lugar, por una gente, por un ideal. Estos barrios viejos
lo son
todo para mí, como una esposa única...
Naguib Mahfouz a Salwa Al Neimi
Magazine
Littéraire
1
He
entrado a El Cairo a pesar de la música estridente del vecino (me tiene harto
de malas rancheras, cantadas por sodomitas angustiados). He mirado con alegría
las callejuelas empedradas. Los perros de la ciudad azotados por la arena.
Sin
conocer Egipto tengo una idea del pensamiento del hombre de la capital. Naguib
Mahfouz me ha conducido con maestría por cada mirada, cuerpo o gesto de sus
personajes, construidos con extraordinaria paciencia. Cada rostro de Mahfouz es
un mosaico de su país. Sintetiza en El
callejón de los Milagros los vicios, virtudes y pasiones de un pueblo que
hoy hemos comenzado a conocer.
(“Muchos
son los detalles que lo proclaman: el callejón de Midaq fue una de las joyas de
otros tiempos y actualmente es una de las rutilantes estrellas de la historia
de El Cairo...”).
2
Mi
vecino de edificio insiste en elevar el volumen del aparato de sonido (extraño
es el café de Krisha lleno de la estridencia de Juan Gabriel, quien contorsiona
las caderas en una imitación a la danza del vientre). El vecino de enfrente
pega un alarido y cae al piso frente a su mujer que también bizquea de la
borrachera. Yo sigo con Mahfouz.
3
La
calle Sanadiqiya es la historia de El Cairo. Cerca de ella el núcleo que el
escritor árabe utiliza para hacer el universo: el Callejón de Midaq. Confluye
en conjunto de voces que no agotan las múltiples imágenes de los personajes.
Construir
un personaje de novela obliga a un oficio, al de narrar. Se trata de un
fabulador de conductas: Naguib Mahfouz. Cada capítulo es un retazo de acciones
escalonadas: un paisaje envuelve al sujeto y éste a la vez organiza la visión
de mundo del autor: personaje tan real que enceguece.
Rompe
la tradición del tiempo y el espacio. Es notoria la presencia de un imaginario
revelador. Si Sherezade contó para no dejar morir a su hermana, el Premio Nobel
egipcio lo hace para preservar la memoria árabe: tener presente que su pueblo
es una multiplicidad de caracteres y signos.
(“Los
ruidos del día se habían apagado y se comenzaban a oír los del atardecer,
susurros dispersos, un ‘Buenas noches a todos’ por aquí, un ‘Pasa, es la hora
de la tertulia’ por allá. ‘¡Despierta, tío Kamil y cierra la tienda’, ‘¡Cambia
el agua del narguile, Sanker!’, ‘¡Apaga el horno, Jaada!’, ‘Este hachís me
duele en el pecho’. Cinco años de apagones y bombardeos es el precio que hemos
de pagar por nuestros pecados”).
4
(Juan
Gabriel me ha convertido en un idiota. He llegado a mi límite. Saco la cabeza
por la ventana y grito la madre del vecino, quien sin inmutarse me saluda con
la cordialidad y humor de su cantante).
5
El
Cairo es un personaje. Un templo repleto de vocablos, intenciones, olores.
Personaje que respira con el aliento del “hachís escondido”. Transpira en el
pan de Jadada, en las mariconerías de Hussain Kirsha. Ovilla la coquetería
miserable de Hamida, la ociosidad inútil del tío Kamil, la “sabiduría” de
Booshy, la fabricación de mendigos de honorables y pingües profesiones. El
jeque Darwish representa la vieja caricatura de la ensoñación.
El
vecino, al fin, apaga el ruido y se sume en su propio callejón. El tío Kamil
reclama su mortaja. Abbas se burla y el jeque sentencia:
“Has
tenido suerte. La mortaja es el velo de la otra vida”.
Me
gustaría decirle lo mismo a mi vecino, pero me encuentro en la última página de
El Cairo y no quiero regresar.
(“Después,
el interés de los vecinos del callejón se concentró en la familia de carniceros
que fue a ocupar el piso de Booshy. La familia del carnicero consistía en su
mujer, siete hijos y una chica muy hermosa de la que Huissain Kirsha dijo que
era tan bonita como la luna en cuarto creciente...”).
A
esta hora, cuando han pasado varios años de esta crónica, El Cairo se debate
entre la vida o la muerte: es decir, entre seguir en dictadura o conocer la
libertad. En algún rincón del antiguo callejón Naguib espera, atiende, respira
su ausencia y se acerca a los eventos de las calles de su ciudad. Algo le
dirán, porque lo están mirando.
نجيب محفوظ
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