—Alberto Hernández—
Sobre la misma tierra, como
decía el novelista, nos queda mucho terreno que pisar.
Anormales —o más allá de la certeza de serlo—,
lubricamos el discurso impelido por un país donde la locura cabe perfectamente
en el final de un poema escrito por un personaje de Faulkner. Que nadie lo
subestime, somos así, paranormales.
Todos los personajes de Gallegos eran la crisis que somos. Cada uno hizo de su parcela
nacional un trozo de vergüenza, de decoro o de misterio. Más allá de la
normalidad, nuestro novelista metió la mano en la carne podrida de un país que
no termina de saberse Nación. De allí que aún, a esta altura del siglo, seamos
el acento de esos personajes. Son nuestra representación.
La mano junto al muro revisa el
horizonte donde no queda lugar para pensar. Somos un país extraño, demasiado
pequeño para lo grande que nos creemos. Nos deslizamos con placer sobre la
brasa de un parloteo incesante. Paranormales, no sabemos si ser reales o un
invento clásico de nuestra desmesura.
Merecemos una crítica a nuestros enfermos asuntos.
Una mujer, una prostituta, roza la piel de un hombre que la busca. Era aquella
costa la visitada por el turismo sexual que bajaba de los mercantes y yates
provenientes del resto de la tierra. La miseria nos tatuaba a diario. El
novelista, Guillermo Meneses, sólo
nos dibujó en el vicio, en la traición, en el descuido, en la arrogancia de
quienes nos dieron la sangre de hoy. Eso hemos sido, una mano sucia contra un
muro derruido.
País portátil que nos lleva de
lado y lado.
Líquidos bajo el plomo de una guerra de verbos
gastados, terminamos en la penúltima página de una novela premiada. Adriano González León nos introdujo en
la maleta de una historia donde la violencia nos arrojó a muchos años de
atraso, los mismos que hoy nos apuntan con el hierro de marcar reses.
“Por entre los eucaliptos de la vieja estación
venían ellos: verdes, amenazantes, con metralletas y fusiles. De nuevo se
iniciaron las carreras, los empujones, el retroceso al cerro”. Esa ha sido nuestra
historia, un retroceso hacia el cerro, hacia la pobreza, hacia la violencia,
hacia el dolor, hacia nuestra más autóctona estupidez.
4
Las historias de la calle Lincoln se han quedado en la piel reseca del olvido. La mano que la escribió
es la artritis de un duende que camina entre botellas e indigentes tirados en
las calles de la gran ciudad. La mendicidad tiene sentido muchas veces. Carlos Noguera parece haber olvidado
los rincones de Sabana Grande, el Callejón de la Puñalada, los placeres con
aquellos que lo acompañaron, los que hoy son sombra y olvido. Aquel país metido
en la Lincoln se ha desdibujado. El autor pasó a ser parte de lo que confirmaba
como antiestético.
5
Cien años de soledad para
quienes despertaron frente al dinosaurio y no supieron que los edificios de la
gran ciudad no regaban cagarrutas en los parques del mundo. Gabriel García
Márquez regresa a su viejo lar. En el pueblo que lo vio nacer sólo quedan los
huesos de los monstruos prehistóricos que se han instalado en nuestro patio doméstico.
Varios títulos encerrados en una biblioteca que sólo
una sola mano podrá extraer escondido de Los
pequeños seres. Salvador Garmendia
supo retratarlos, hacerlos la parte que nos toca, la que somos realmente, esa
oscura materia que transita por las calles entrenada por la desidia, la
maledicencia y la celebración repentina. Somos seres anónimos con la pretensión
de pasar a la historia subidos en las ancas de un caballo. Somos simples seres
manipulables, hechos con papel maché y alambres para ser movidos en un
escenario de sonámbulos.
7
“Cuando en los lomos del siglo veintiuno el llano,
MdeJ., tío Ricardo, la tía Trina y la perra Anémona, lloren una vez más ante la
muerte aparente del desierto: Yo, Rey de los Chigüires, no dejaré huellas en
las arenas de mi reinado”. Así empieza Palabreus,
de José Vicente Abreu. Y comienza
como se comienza un siglo decadente como éste que nos ha tocado. Un siglo donde
caballos, asnos, perros y orangutanes han resucitado para regresarnos al
desierto, donde no quedarán huellas, marcas o pivotes para decir que se estuvo
allí. Sólo algunas palabras, algunos sonidos huecos, algunas groserías.
Victoria de Stefano desató la
memoria. En La noche llama a la noche
hizo de la novela un personaje. Noveló la novela, la cabalgó con personajes que
aún suben y bajan las escaleras de un país romántico, asido de la nostalgia. No
se detuvo en el andamiaje aunque le dio cuerpo con huesos firmes. Una novela
del país que ella vivió con la densidad de los gritos y susurros de aquellos días
de los años sesenta.
Ese país, el dibujado aquí, el siempre a la orilla
de un precipicio, no aprendió la lección. No entendió el cuento de Monterroso.
O como dibujó alguien por allí: el dinosaurio no nos entendió, en la creencia
de que quien trazaba la hora menguada estaba en el Paraíso. Y de lejos veía a
los demonios, vestidos con el traje de un tiranosaurio rex de metal.
Lo dijo Manuel Bermúdez en el pórtico que abrió en El invencionero de Denzil Romero: “El lector... va a tener la dicha de ver la
reconstrucción de paraísos derribados por el tiempo”, y no falló el dictum de quien vio y leyó este país,
porque Bermúdez y Romero lo pasearon, lo tuvieron al alcance de sus
reflexiones, lo amasaron con manos amorosas y lo dejaron para que otros le
siguieran los pasos. Sin embargo, la invención de país, la invención de esta
anécdota, sigue siendo un estadio alucinante. Nada de lo que nos queda se puede
decir que nos pertenece. Estamos de paso sobre el filo de un cuento, como en la
saliva del tonto de la novela de Faulkner.
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“Por El Valle del Lucero no se va a ninguna parte”,
excelente entrada para leer Los caballos
de la cólera, donde Eduardo Casanova
nos vierte completos. Novela paisaje humano en el que destaca una tierra de
espanto y miedo, crímenes y desolación. Un boceto de país que nos arrastra y
nos ahoga. “Tierra pisada con dolor de siglos”, dice el autor. Los personajes
recorren todas las páginas y se salen de ellas para someternos a las lecciones
de una realidad emergente, tiesa, como el cuero aquel, como la porfía del poema
hecho cantata, como una marca en la frente. Son los caballos de la ira, los del
apocalipsis, los de las tantas escaramuzas que se convirtieron luego en una
épica enfermiza.
Israel Centeno parece venir de
las sombras. Acosado por tantos personajes, ha recreado un país, el que carga a
diario en cualquier parte del mundo. Criaturas
de la noche lo empuja a decir de los extraños que se mueven en la niebla y
corren hacia la luz en búsqueda de cómplices. La soledad los aturde, los hace
innecesarios. Caracas es un cuento de miedo. En el Ávila alguien siempre
espera. No sabemos.
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Hay tantas tierras y una sola. En La otra isla hay siempre una sola isla,
aunque Coche y Cubagua se peleen el derecho a ser llamadas como la Isla Madre. Francisco Suniaga la ha descubierto
para este país que no termina de decirse como tal. Una navegación literaria que
abarca los sueños y la realidad bajo el intenso sol testigo de un crimen. La
noche también la vio a la orilla de la playa, desnuda y con algunos signos para
investigar. La muerte, lo forense, nos ha hecho socios del miedo.
Un libro de notas. Un tomo que compendia un país, lo
dibuja con sangre, con pólvora, con las huellas digitales de un grupo de
hombres cuyo apellido era Falke. Federico Vegas lo traduce desde el
presente, desde el ADN de un pariente que dejó su cuerpo, la piel y sus huesos,
en medio de la invasión, aquella de la década de los 20 del siglo XX. Una
historia en libretas, entregadas el 13 de julio de 1929, un poco antes de aquella
fallida aventura, como las tantas procuradas en esta tierra de ya poca gracia.
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Aquí está un final, Los invencibles, de Rodrigo
Blanco Calderón, un libro ciudad que calca la rutina, los pasos de unos
personajes agitados por el fracaso, los sueños, la invención, lo fantástico,
suerte de pelotica de goma con guante profesional. Una línea de trabajo que
ofrece el país de casi todos los días.
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