Saturday, March 23, 2013

El daguerrotipo del deseo - Foto y erotismo: orgasmos del mismo tiempo



—por Alberto Hernández—

Stéphanie, Macau, 2002, by Dahmane
(Dahmane.com)
1
Una foto desleída revela la carrera de unos muchachos desnudos hacia unos matorrales. El autor de la imagen —jamás registrada por cámara alguna— es del novelista francés Georges Bataille. La aventura se desliza preciosamente en las páginas de Historia del ojo, obra maestra de la literatura erótica. Bataille, surrealista de vocación, era también ferviente admirador de las gráficas donde los cuerpos y los olores del cuerpo se advierten a través del movimiento y el jadeo. Las fotos y dibujos bien logrados llevan sonidos, ruidos y certezas en los que la naturaleza humana, la naturaleza del deseo, es la protagonista.

Por supuesto, la imagen del autor galo suele reconocerse en la lectura de su prosa, como un engaño, o como la osadía de quien inicia un capítulo con esta travesura: “A partir de entonces, Simone adquirió la manía de romper huevos con el culo”, mientras —como lectores— volteamos la tapa del libro y vemos el rostro diabólicamente angelical de Simone. Eso no deja de provocar en nuestro bajo vientre alguna pasión erectiva. O un simulacro de crucifixión eucarística.

El pecado, el arrebato místico, las miradas inocentes o la presencia de Dios en la sudoración cutánea, forman parte de eso que solemos definir como erotismo. El hombre es vehículo de la obscenidad porque la mujer es sujeto de nuestros afectos y defectos. Nadie que se haya visto en un espejo haciendo el amor rompe el vidrio donde se refleja. O lanza la primera piedra cuando descubre un hilo de sorpresas en los pliegues o abotonaduras de los labios animosos de una Fanny Hill. La carnadura del goce, del deseo convertido en acción criminal, en el buen sentido de la lucha amorosa, en la tardanza de la penetración, con la mirada vidriosa, endulzada por el soslayo ocular, decúbito, hacia el espejo: superficie que espía en la totalidad de su ojo inocente. En esa escena del azogue está la foto de nosotros, en grupo, caballunos, asnales y asmáticos, en la entrepiernas de la eternidad.

2 
Aldo Pellegrini, escritor argentino que abre los fuegos en el libro Pornografía y obscenidad, donde Lawrence y Miller comparten almohadas literarias, dice: “La obscenidad designa una manifestación que se desarrolla en el plano social, y abarca el terreno del lenguaje, del gesto, de la expresión”, trípode con que sostenemos este trabajo, que más que labor agobiante es un disfrute para despertar los líquidos feudales. Y digo, sin rubor, líquidos feudales, porque el deseo, con o sin obscenidad, es la emisión deliciosa de los ríos y mares de nuestra patria erótica, el cuerpo y el alma, la vida y la muerte, patrimonios que designan las únicas propiedades verdaderas. No olvidemos la tragedia de aquellas mujeres que pasaban por la cama del señor feudal antes de ser parte del sueño de un matrimonio que, a la larga, resultaba castrado. Así, muerto porque, como señala Pellegrini: “Un falso erotismo sin amor constituye la base de la pornografía, y se presenta asociado a la fealdad. Tampoco el erotismo constituye una caricatura de la sexualidad”. Bien, sin rasgar vestiduras, sin embargo, el deseo, ese gusano sin control, reside en el pecado, en ese sabroso momento en que palabra y acción vulgarizan la carne. O la sacralizan, pero esa es otra discusión. De allí que la fotografía sea eso, un acto a veces incontrolado, fallido, de la entrega. Un orgasmo fabricado con las manos, con los líquidos que no se tocan porque desacralizan la piel, a oscuras en la cámara silenciosa e íntima del laboratorio (cuando éste existía, ahora ocurre frente a la computadora), suavizado con una luz roja como en aquellos santuarios donde nació el amor tarifado, el encargo sexual y el devaneo o desajuste de los sentidos. Una foto, y más si se trata del género donde el lenguaje es el cuerpo femenino, es la propuesta codificada del deseo. Tras la intención, la resequedad de la boca, la presión en las sienes y el abultamiento de la entrepierna, con la sudoración inminente, esa que nos guía hacia la autocomplacencia o al regusto del cuerpo que nos espera veleta abierta, brisa de los mares en la cama, en el rincón más discreto de la casa o en la imaginación de las arenas del desierto.

3
En la portada sagrada de Frivolidades parisinas, fotografía erótica hacia 1920, una muchacha de ojos vacunos, aislados por el sepia del tiempo, nos mira a la cara. La mano derecha reposa —objeto cercano, objeto medio— en los bulbos de las nalgas. La mano, reproducción icónica, referente de la realidad, que es la mano de todas las muchachas que son capaces de mostrarse así, no es, si se quiere, la mano de la muchacha que se toca el trasero, porque la mirada nos dice, aún traicionando el punto de vista del fotógrafo: “Pon la tuya aquí, entrometido, voyerista, méteme mano y hunde tu dedo de ginecólogo en mis humedades, en las estrías celestiales de este rito de encajes y sedas, sinuosidades y deseos”. Por supuesto, de allí en adelante no parece extraña la presencia de Bruno Braquehais, Roberto Doisneau, August Belloc, Willi Warstat, Eduard Fuehs, todos protagonistas de la Historia ilustrada de la moral, aquel fascinante compendio de voces, cuerpos retraídos, vulvas incesantes: Europa en una ilimitada locura sáfica, apolínea y elegante en las que sólo bastaba la punta de la lengua y el glande de las disipasiones culturales.

Fotos todas reunidas como apostillas a las gráficas de desnudos y al retrato erótico del siglo XIX y de comienzos del XX. En ese mismo inventario aparece Henry Miller, autocalificado el “americano cochino que soy”, aturdido de emociones y papeles en una pensión de Clichy. Larga historia que Benedickt Taschen ofrece en una desenfrenada relación pasional que rubrican Michael Koetzle y Uwe Scheid.

El ser humano es voyerista. O como se dice en venezolano, buceador. O para pronunciarlo como en aquellos tiempos románticos y onanistas de la adolescencia: busca picón, ayudado por el espejito para retratarnos en la cámara negra de alguna ausencia. En esta etapa la masturbación también era una fotografía. Pobre Marilyn Monroe, María Félix. O alguna Shakira de la época. Las conejitas de Playboy, las azafatas de las revistas inocentes. O la cocinera, muchacha de mandado de la casa del vecino. O la misma muchacha que nos miraba desde alguna ventana a medio cerrar. Todas, congeladas en una gráfica que la memoria conserva intacta y reproduce en cualquier texto de Dziga Vertov, páginas del cine que recogían la intimidad de una puesta en escena. Aún no andaba por la barriada de nuestra imaginación el loco Salvador Dalí.

4 
El fisgón, personaje exquisito de la literatura española, como el buscón o el simulador, siempre tiene una ventana por donde atisbar cuerpos desnudos, desatar los botones o bajar el cierre de estos tiempos de pantalones menos traumáticos. El “voyerista”, a quien atribuyen todos los males de nuestras sociedadeshembristas, es un experto en deseo. No tanto en belleza, en el erotismo oculto que posteriormente el cine, pero más la fotografía, nos ha revelado.

Kiki de Montparnasse by Man Ray
Fisgones como Man Ray, que se hizo el Kiki de Montparnasse, célebre modelo parisina de sólo veinte años, como Dios manda, porque la carne es fresca y amorosa, uno de los favores recibidos del afecto, así como los actos de Ray eran de entrega a la gráfica. Modelo de las locuras de Dalí fue Nusch Eluard, también resumida por Man Ray en su bitácora de cuerpos en cueros. Amante de Picasso, Dora Maar, recogida por la cámara del Man; Meret Oppenheim, Juliet Browner, entre otras, mitificadas, como las modelos de Belloc por allá en 1854, relamidamente románticas, envueltas por una luz disecada, pero en la que la gracia de la imagen —precisamente— estaba en dejar entrever un deseo que era colectivo. Que se hace plural. Todos queremos tener una aventura con aquellas mujeres que sólo son imágenes, pero que son reconstruidas en cada entrega real, en cada madrugada y trasnocho. Para el mismo Man Ray “una imagen de por sí no significa nada”, sin embargo, para el espectador es la ilusión, el sesgo animal, al tratarse de imágenes eróticas. Mientras esto dice Ray, Paul Strand agrega que “fotografía y realidad parecen ser una pareja indisociable no sólo en la historia de la reproducción icónica. El realismo icónico se halla anidado en el hacer mismo de los fotógrafos”, propuesta de Strand que embarga una cercanía, una relación en la que se observa el desarrollo hormonal del negativo expuesto a la luz de los descubrimientos, semiótica del acople, eyaculación del diafragma, el mismo obturador como esfínter de la imagen.

Foto por Félix-Jacques Moulin
5 
La elegancia del desnudo. La modernidad del pubis. El filtro/laboratorio de la imagen. El deseo de la actualidad. La lisura perfecta, la erección con mirada de ángel terrible. El meato ritual del siempre hacia adentro y hacia afuera. El ojo sin malicia, mientras —más abajo— entre pieles de bestias santificadas por la moda, el sexo, esa gruta de laberínticos tauros, ágora y santuario, brújula y testarudo y revolucionario, también fotografiado. Es Dahmane, otro logro recopilador de Taschen. La perversión de la elegancia erótica ya no reposa, en este ciclo, en el desnudo primitivo. Desnudas, sí, las mujeres, pero acompañadas de una escenografía que hace más artístico, extrínsecamente, el intento. Es como desarraigar el prehistórico ojo del cuerpo en cueros, a secas. Aunque no hay nada más hermoso que un cuerpo femenino, solitario, abandonado, abierto como verdura fresca, a la espera de la más sublime tensión carnal. En el caso de Dahmane nos vemos en la burguesa ornamentación/tentación de un gato que olisquea perfumes y riquezas, aunque convenimos en adivinar su fino olfato para detectar los olores del sexo, mientras la piel y la vulva se adocenan entre medias de extraña tersura, alfombras persas de sorprendente magia aerodinámica, rotundas y frescas representaciones de adoquines, escaleras, pisos eléctricos, espejos/espías, puertas artísticas, sillas y arquitectura, tacones y pantaletas, muslos y rodillas, sacrificio de Sísifo hacia los senos, la delgada e impúdica desnudez frente a los arcos eróticos de Nuestra Señora de París.

Abundosas pelambres, pubis deslumbrantes desde la Tour Eiffel, el Centro Simón Bolívar o desde la puerta de mi casa, desde la cual imagino batallas sexuales en los aviones que surcan el cielo. O un cuerpo acostado sobre un puente. Grafitis: una mano que se toca el sexo mientras los versículos traducen el día de una ciudad alocada en la mirada del rey Salomón.

Las nalgas son el universo gemelo de un laberinto. Con las manos la mujer se desliza el pantalón a rayas mientras el tren pasa. O el semáforo aturde la paciencia de los conductores. Todo esto ocurre, no en una escuela de periodismo. Pasa en calles, bares y esquinas. La imagen, definitivamente, es la salvación. O la palabra que se contiene en ella. No puede haber amor sin alguna palabra pegada de la oreja, o declarar que ellas andan por dentro, en un émbolo de sombras. Pero la moda, el vestido o el derrape de encajes y tejidos descubre la vulva de una elegante que recorre la muerte del deseo. Con esos trajes ostentosos, llenos de bombachas y simulaciones, el sexo podría ser una propuesta erótica, pero a veces la mercancía pasa por barata, y entonces el engaño, el blue jean o la falda ancha son frustración, como la foto velada. Porque si detrás de la fina opacidad está la frívola o frígida turgencia, entonces la erección podría ser demasiado salón, filosofía y poesía de la mala, tentación sin el diablo, simple fotografía que no invita a pecar.

Coryne, le Drouant, Paris, 1988
by Dahmane (Dahmane.com)
    
Una mujer se agacha y defeca. Imagen fea, que denigra de la imagen femenina. Pero es natural. No la imagen, la postura, el hecho mismo. Repetir esta realidad agrede la imagen en el papel. Pero si la imagen es la de una mujer con la pompa de Dios tocando los pétalos de un jardín, entonces la cuestión es distinta. Una mujer en un ascensor, desnuda y provocadora, es un sismo en la cara y más abajo. Una mujer desnuda, ataviada de novia: sólo las rodillas indican la gala de la ceremonia, representa un matrimonio perfecto, aunque irreal: la infidelidad, los cuernos y el dolor serán presencia también perfecta, amarga, pero la imagen, intemporal, existe y es de Dahmane. El registro erótico de nuestros tiempos, el pecado en un laboratorio de fotografía. La economía neoliberal de la vulva de nuestra modernidad. El deseo está oculto, allí, en el lugar que todos sabemos.

6 
Retomo las viejas imágenes. Regreso a la cultura, a esa borrosa y testimonial expectativa. Daguerrotipos, Lumière y auto de fe. Cartas astrales de los orgasmos del siglo pasado y los perdidos en éste que ya supera una década. Ya Belloc es clásico. Jacques Moulin nos responde con dos carnigones encendidos en una V de vaca y labial, con cámara frontal y manchas de líquidos en el encuadre.

Foto por Louis Camille d'Olivier
Louis Camille d’Olivier en sus modelos, unas gordas, otras pálidas, retocadas, sentadas en la ironía de la invitación. O aquella damisela que se regodea en el espejo, mientras de espalas ella misma se ve en los ojos del espectador lascivo. Richbourg y las fotos en serie, en una clara alusión cinematográfica. William Thompson y sus tigresas anémicas, rescatadas en una película de granos invisibles, de lamparones en el negativo. El tiempo ha hecho su trabajo. Retocadas, maquilladas, safriscas de ayer, anónimas muchas: una muchacha vulgar, con cara de hetaira barata, le abre las nalgas a otra que acomoda la cara en la almohada. Tiene ojos de ternera sacrificada. Nos vemos en esa pupila roja, húmeda, ciclópea, y surge la pregunta: ¿quién fotografía a quién? La vulva, entretejida y ahora abierta, es una vieja cámara de pata del fetichismo, en contraposición a los retratos abiertos, panorámicos, odaliscos y clásicos de Carl Heinrich Stratz.

Cámara vulvar versus cámara fotográfica. Ojos frontales, enfrentados. Líquidos, fijadores de deseos. ¿Cómo se portó el ojo del fotógrafo? ¿Qué punto de vista asumió en el instante en que el cuerpo de la mujer abierta sacudió el universo con un orgasmo? ¿Es el ojo del sexo multiplicador de imágenes?

La maja desnuda, Museo del Prado, Madrid
circa 1797-1800, by Goya
Una mujer es tibia, suave, molino de viento en las caderas. La foto de una mujer desnuda es tibia, suave, molino de viento en la imaginación.
La desnudez femenina ha promovido muchas reflexiones. Ya no es la pobre Maja Desnuda, ese salto goyesco, la que nos interroga con la mirada seductora y cabaretera de la Gioconda. Cualquier pintor, fotógrafo o poeta, una artista, puede imaginarle los muslos, los senos y hasta los glúteos a la Gioconda. Probablemente no oculten nada. O no tengan nada que ofrecer. Un reto fallido. La fotografía de la Gioconda a cuerpo entero podría ser una gran decepción.

Verte desnuda es un libro que reúne diez voces de la literatura ibérica. Cada escritor fue llamado para tratar una parte del cuerpo femenino. Por gusto personal me sumo al tema de Francisco Umbral: Elogio y memoria de los glúteos. De ellos dice: “La fascinación del culo femenino no puede ser otra, para mí, que ésa: los glúteos son un lujo de la Naturaleza, mera sexualidad, una llamada de la especie, no sé. Hay mujeres de culo plano que, naturalmente, realizan todas las funciones vitales y sexuales como las otras. Así como los pechos son funcionales, nutricios, el culo es pura gratuidad, equivale a la cola desplegada del pavo real, a un mero signo de sexualidad. Y a partir de aquí podría estudiarse toda la gestualidad del culo”. El voyerista busca los movimientos y volúmenes de las nalgas. Para nadie puede ser un secreto el hecho de que las mujeres tienen dos puntos de vista. Las tetas, los senos, las pechugas. Dos promontorios de espionaje que nos hacen mirarlos y desearlos con pecado. Todo culo es fotografiable, como todo seno. Todo bamboleo de los glúteos es un espectáculo que los fotógrafos, cineastas, dibujantes o pintores han tratado más que las naturalezas muertas. El culo es una naturaleza viva, masticable, terriblemente conspiradora. Siempre estará aquí, en la cabeza, como para mover de postura al Pensador del Rodin.

Francisco (Paco) Umbral
Y triunfa, finalmente, el voyerismo, en los registros y calcos de la Belle Époque, con marca casi comercial desimili verre, vidrio repetidor del daguerrotipo. Pierre Louÿs, Agelou, Mante y Goldschmidt, y en nuestra cercana tierra de aforismos y poesía sin pernocta: Jean Camille Duprat, M. X., Yves Richard rompiendo con la cronología en la que el deseo y la eyaculación orgásmica, la imagen rescatada, la alusión a los cuerpos ausentes y urgentes confirman hoy, el hoy de la docilidad, el hoy de sólo la mirada y la caricia rápida, toda una antología del desnudo, de la porno/erotografía universal.

De los cuerpos, en mente. Del deseo, el montecito de Venus. Y para cerrar con seguro obturador, la carnalidad de una imagen vital: “Teta, la que en la mano quepa”, como dice el refranero. O para gusto más íntimo, de la mano de una mujer, sus ansias. Que después nos hacemos las fotos.




2 comments:

  1. ni una sola imagen para deleite femenino. Hasta en las fantasías, las mujeres se las apañan solas

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  2. Me gustó y las sonrisas fueron gratis gracias a una cohesión de ideas muy buena. =)

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