—Por Alberto Hernández—
Confieso que, a mí, tanta serenidad en una persona
me impacienta
y me aburre un poco, pero no hay duda de que, en un
campo específico,
el de la política, si prevaleciera la juiciosa
actitud de Montaigne, habría
menos estragos en la sociedad y la vida de las
naciones hubiera sido más
civilizada de lo que fue y es todavía.
Mario Vargas Llosa
1
Largo otoño el de la Edad Media, como para oír la
voz de Johan Huizinga en tanto en cuanto palabra y silencio se ataron de la
misma mano. A través de una mirada periférica, el autor europeo atrapó el
dominio caballeresco de William James, quien en Las variedades de la experiencia religiosa se atrevió a
afirmar que “sentimentalmente, si no en la práctica, nos acogemos a la visión
de la vida militar y aristocrática. Glorificamos al soldado como el hombre
absolutamente llano, inencumbrado”, razonamiento que roza las orillas de ese
pasado del cual emergió aquella literatura “desbaratada” luego por Miguel de
Cervantes.
El sueño de heroísmo y amor, como titula el mismo
Huizinga en su tratado de historia, se convirtió en una prueba para derribar
con sorna, o con la seriedad del silencio, todo el aparataje de esa oscura
época, en la que y de la que, para felicidad de todos, nacieron los textos
fundamentales de nuestras letras.
El contacto clásico sigue siendo base para recrear y
fundar proposiciones que hoy están a la mano con nuestras angustias y embargos
humanos. De allí que Miguel de Montaigne (1533-1592), quien, en clara oposición
a la Edad Media, rechazó todo conocimiento absoluto, lo que le imprime fuerza a
la denodada pasión de quienes lo leemos y apreciamos por conocer sus propias
limitaciones. Oportunidad que nos brinda el autor gascón para decir que
sus Ensayos tienen la
facultad de analizar, medir y aquilatar, cualidad ésta que nos remite al
origen, a la etimología latina, ligada ulteriormente al griego y al sánscrito,
en el sentido de aplicarse a cualquier ingenio, pero sobre todo al estudio y
análisis de los minerales, específicamente al de los metales oro y plata, “para
determinar la ley —lo fino, lo puro— de las monedas”. Pero Montaigne va más
allá en su reconocida humildad: escribió por hábito de habla, “sin estudio ni
artificio”, en su estilo “natural y ordinario”.
La curiosidad del ensayista francés se aproxima a
todo: lo que está cerca y lo que está lejos le conciernen. Nada es desdeñable.
Todo lo mirado, tocado, saboreado, olido, acariciado, intuido, enseña algo. De
modo que lo absoluto se convierta en afán de multiplicidad.
Escepticismo, inclusive contra su propia búsqueda:
terreno fértil para librarse de complacencias y orgullos, soberbias y miopía
introspectiva. En medio de esta atmósfera, Montaigne vive para ejercer la
“libertad para opinar de todo”. La Iglesia lo convirtió en carne de juicio por
ser un escritor peligroso, de cuidado. Antidogmático, el genio de este
traductor del tiempo continúa atado a la vigencia de su indagación.
Se desprende de su porfía, una declaración que lo
fija definitivamente: “Yo no afirmo ni niego”. Ensaya, experimenta, recorre
fértiles e infértiles lugares, sin teoría alguna: renace de una sombra que lo
marca en otra, pero sin abandonar el aliento de la antigüedad clásica.
Este género, el ensayo, que no tiene en Montaigne su
inventor, se remonta a tiempos alejadísimos, perdidos en la memoria. La
antigüedad nos reseña su raíz en elucubraciones morales: diálogo entre los
hombres que expresa una definición casi implícita.
Michel de Montaigne (1533-1592) |
Paralelo a su desarrollo y crecimiento, la sociedad
se ha visto envuelta en la madeja de los modelos comunicacionales, desde
Aristóteles pasando por Shannon-Weaver hasta la tecnología japonesa y las
llamadas redes sociales, tan caras hoy en todos los senderos del hombre.
Las primeras escuelas de periodismo, más de ensayo
que de otra cosa, revelaron el carácter individual de una práctica alejada de
los cánones de la universidad contemporánea, del academicismo tradicional, tan
vapuleado en estos días. Si bien la función del periodismo es indagar,
interpretar e informar, también es cierto que el ensayo transita por esos
caminos. De allí que en 1903, Pulitzer se convirtió en el primer editor de un
diario que ofrece financiamiento para la fundación de una escuela profesional
de periodismo. Escuela que ya existía en Breaslau, Alemania, la cual ofrecía
los cursos de Ciencia del periodismo, por 1806, intento que estudiaba la
relación entre el periodismo (un ensayo) y la opinión pública (otro ensayo si
nos atenemos a los cambios de una sociedad emergente).
En este punto podemos enlazar la opinión de
Montaigne y de otros ensayistas en el sentido de que ese periodismo, que sigue
siendo el de hoy y será el de mañana con algunos cambios, informa, explica,
interpreta y critica. Aproximación al fin, esté llena de detalles equívocos y
anómalos que precisan de un estudio más pormenorizado, calmado y tenido como
fuente de búsqueda permanente. En América Latina, sin querer mirar muy atrás,
nos topamos con “periodistas” que han sido ensayistas: el roce los convierte en
practicantes y oferentes de un oficio afín. Henríquez Ureña, Mariátegui, Martí,
Picón Salas, Briceño Iragorry, Octavio Paz, Borges, Sábato, Otero Silva, Sanoja
Hernández, representan, entre otros, el signo más representativo de este
carácter que en el fondo busca un solo objetivo: ensayar el mundo.
Pero así como la forma de ensayar amplía la manera
de decir, también el periodismo busca fórmulas de avance. La información, como
base empírica, nacida así, convertida en estudio, en indagación, tiene en la
modernidad lo que los norteamericanos denominan el “new journalism”, el nuevo
periodismo, o periodismo de investigación. El nuevo diarista o el escritor
ocasional en periódicos desecha en tanto la información, ya de por hecho
contenido en el cuerpo de la nota, para convertirse en una opinión que toca la
realidad, la especulación y hasta la ficción. Viene al pelo el experimento
informativo de Orson Welles a través de la radio. O los trabajos de Bolch y
Miller,
Carl Bernstein y Bob Woddward, quienes, en un alarde de labor
investigativa, escriben verdaderos ensayos para dar a conocer los pormenores de
un evento que conmociona al mundo. No se descarta la especulación, la
indagación, la búsqueda y hasta la curiosidad ingenua que lo acerca a la
literatura. Ese periodismo americano entrega —con dudas por doquier— piezas de
creación, donde la información real se confunde con los giros de la más
descarada coloración ficcional, como las de Mario Puzo, John Seigenthaler, Jack
Newfield, quien laboraba en el diario The
Village Voice, en Nueva York; Ed Bok y Mark Sullivan, quienes
reventaron el tema de los narcóticos con verdaderos trabajos ensayísticos de
contenido ficcional, ambos para el diario Ladies Home Journal.
Edward Bok en su oficina de redacción de la revista Ladies' Home Journal en 1889 |
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En El
Cojo Ilustrado, pintoresca y voluminosa publicación venezolana
(1892-1915), encontramos los nombres, entre otros, de Lisandro Alvarado, Eloy
González, Cabrera Malo, Miguel Eduardo Pardo, Eugenio Méndez y Mendoza, Eduardo
Calcaño, Sales Pérez, Alejandro Urbaneja, quienes hacían labor de ensayo con la
más ingenua de las tradiciones. Nuestros diarios, décadas después, comenzaron a
proporcionar otros contenidos, más allá de lo meramente informativo, lo que
hace repetir la expresión del viejo Montaigne: “Yo no afirmo ni niego”, a lo
que se podría agregar: El ensayo, tonto, el ensayo. Ensayar: entrar y salir del
error. Pensar.
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