—por Gregory Zambrano—
Masahito Kawashima autor de Camino de flor Foto: Silvia González |
Los libros y el azar
Hace un tiempo, escudriñando en una biblioteca ajena
encontré un libro que llamó mi atención: Camino de flor. En la nota de contraportada se decía que en sus
páginas se encontraba una “amplia visión del coraje, la fuerza y la
determinación que se necesitan para salir adelante y exitosos en las
circunstancias más adversas”.
Comencé a leerlo imantado por la sinceridad del testimonio,
por la franqueza del lenguaje y por esa fuerza que tienen los que han vivido
experiencias límite y quieren dejar su impronta. Así fue que me atrapó la
historia de Masahito Kawashima, un japonés que decidió migrar a los diecinueve
años.
Me adentré en las páginas y fui atando los hilos de
una madeja que mostraba paso a paso una historia de vida y, sobre todo,
la transformación de una persona escindida entre dos espacios geográficos tan
distantes como diferentes: Japón y Argentina.
Camino de flor es, sobre
todo, un testimonio que puede leerse como un relato de aventuras. Pero también
es la voz de un sobreviviente para quien la vida sólo tiene sentido en la
medida en que se puedan seguir los impulsos del corazón, así esto conlleve al
sacrificio, al silencio, a la posibilidad de la derrota.
Panorama actual del puerto de Yokohama Foto: Gregory Zambrano |
El lector y el autor
Una tarde compartía en un café con una amiga, y por
una de esas casualidades, apareció el nombre de Masahito Kawashima en la
conversación, pues mi amiga lo conocía. Ese hecho fortuito me permitió poco
después conocer al autor del libro que acababa de leer. Luego, comenzamos un
diálogo que se ha convertido en agradables tertulias. Gracias a ello, he podido
enterarme de otros detalles que rodearon la decisión de aquel joven de
diecinueve años, cuando apenas terminaba sus estudios preparatorios y quería
asomarse al mundo.
Entonces Kawashima no sabía nada acerca de la lengua
castellana, ni de la vida en América Latina y sin embargo, se alistó en una
aventura de navegación que le llevaría, durante cuarenta y dos días, desde el
puerto de Yokohama hasta Buenos Aires.
A bordo del “Argentina-maru”, partió junto a un
grupo de jóvenes que como él querían un futuro distinto al que le aguardaba en
el Japón de la posguerra, entonces agobiado por el desempleo y las carencias
materiales.
Como todo comienzo, una vez que llegó a su destino,
nada fue fácil. Como aprendiz debió acostumbrarse a las extenuantes jornadas de
trabajo a pleno sol en el cultivo de las flores. Aprendió junto a las primeras
palabras del nuevo idioma, los principios de la convivencia entre peones
y caporales; pero, sobre todo, empezó a entender una visión del mundo y unos
principios del trabajo completamente ajenos a los suyos.
A los diecinueve años, lo que sí tenía era un
abundante deseo de superación, y sobre todo, la imponente determinación de
seguir sus sueños. Así fue como decidió aprender de la cultura y del idioma del
país que lo acogía. Se inscribió en la escuela nocturna para la cual tenía que
trasladarse varios kilómetros caminando cuando no encontraba quien le diera un
“aventón”. No le vencía el cansancio de una jornada extenuante, que se repetía
un día y otro en la dura faena de horadar la tierra. Entonces el cultivo de
flores en Argentina era un negocio próspero. Ese primer trabajo le abrió un
conjunto de posibilidades que en ese momento no tenían sus padres que, como
tantos japoneses, se habían quedado a la intemperie luego de la derrota de su
país en la guerra que terminó en 1945 con las explosiones atómicas.
El "Argentina-Maru" hizo la travesía entre 1958 y 1971 ®Museu Histórico da Imigração Japonesa do Brasil |
Comienzo de la travesía
Su padre había migrado a China, donde entonces se
encontraban más de dos millones de japoneses, que fueron obligados a regresar
a Japón después de la guerra. En aquel país había nacido Masahito,
segundo varón y tercero de cinco hermanos. En Japón la nacionalidad de los
padres determina la de los hijos y no el lugar de nacimiento. Su padre también
había salido de Japón con la esperanza de hacer fortuna y ahora regresaba con
una familia recién formada, obligado no solo por la derrota militar y política
de su país, sino también por la derrota moral que le dejó “vencido
espiritualmente”. Esto le impidió recuperar la fuerza para el trabajo y
el ímpetu para emprender. Por ello su madre tuvo que asumir el reto de levantar
los hijos, echar las raíces de la familia repatriada y aprender un oficio:
comenzó a pescar y vender conchas marinas en la zona de Inage, prefectura de
Chiba, contigua a Tokio.
En ese entorno creció Masahito, quien pudo hacer sus
estudios primarios y secundarios gracias al esfuerzo de su madre. El joven
Kawashima se destacó como deportista y buen estudiante e ingresó a la escuela
preparatoria de Inage, la mejor de la zona, pero consciente de que le sería muy
difícil seguir los estudios universitarios debido a las carencias económicas de
la familia.
Se enteró de que algunos jóvenes se estaban
preparando para salir de Japón a probar suerte en otros países. Entre las
opciones que tenía estaba la de tomar un curso intensivo durante tres
meses para aprender algunas técnicas de la agricultura y poder viajar a la
Argentina, donde necesitaban mano de obra para el campo.
Pero también probó su resistencia física, haciendo
un viaje a pie desde Chiba hasta Hakone, unos doscientos kilómetros, pasando
por Tokio. No llevaba dinero y debía sobrevivir por su cuenta, con apenas
tres onigiri (bolas de
arroz) como sustento. El viaje duró una semana, durmió prácticamente a la
intemperie y fue no sólo una prueba para su fortaleza física sino también para
acerar la entereza de su voluntad, lo cual le confirmó que su destino estaba
escrito. Al caminar por la zona montañosa de Hakone, cuenta, “podía ver cómo el
Monte Fuji mostraba su belleza espléndida y me pareció estar festejando mi
futuro”.
El largo recorrido del buque “Argentina–maru” le
permitió conocer algunos puntos de la escala: Los Ángeles (en un tour que le
costó catorce dólares pudo visitar el barrio chino, el teatro y la lujosa zona
de Beverly Hills); en el canal de Panamá vio hermosas chicas en bikini que
llamaron su atención; al igual le impresionaron La Guaira y la ciudad de
Caracas, donde notó que había “muchas señoritas de ojos oscuros”. Así va
contando los pormenores de las escalas que el barco hizo en Curazao, Belén, Río
de Janeiro, Santos y, finalmente, Buenos Aires.
El "Argentina-Maru", Museo de la migración japonesa (JICA), Yokohama Foto: Gregory Zambrano |
Las flores muestran el camino
La aventura del viaje, no exento de peripecias, es
la antesala a lo que le esperaba en la finca “Tokashiki”, donde pasó los
primeros tres meses. Fueron días de trabajo y aprendizajes acelerados. Allí
supo el significado de las primeras palabras que aprendió en español: la
expresión “de sol a sol”, en relación con las faenas del campo.
Para entonces, en 1965, Argentina tenía una
población de veinticinco millones de habitantes, en un territorio que es unas
ocho veces más grande que Japón; allí vivían unos treinta mil descendientes de
japoneses, de los cuales la mayoría se dedicaba a la floricultura.
El primer inmigrante japonés floricultor fue el
profesor Seizo Itoh, procedente de la Escuela de Agricultura de Sapporo, en
1910. Itoh se instaló en la provincia de La Pampa donde adquirió una estancia
en la que luego recibió inmigrantes. Los registros de inmigración anotan que el
primer descendiente del que se tenga noticia, Seicho Arakaki, nació en 1911,
formalmente el primer nisei argentino, hijo de okinawenses. Poco después, otra
porción de inmigrantes se dedicó al oficio de las tintorerías, que también
resultó ser un negocio lucrativo.
Durante la Segunda Guerra Mundial, los precios del
trigo y de la carne de res tuvieron un repunte que demandó de Argentina casi
toda su producción, lo que se tradujo en una bonanza económica que posibilitó
la inversión en la obra pública: avenidas, calles, edificios; expansión del
metro de Buenos Aires, que comenzó a funcionar en 1913 y solo había
desarrollado tres líneas; luego llegó una fuerte inmigración italiana,
auspiciada por el primer gobierno de Juan Domingo Perón, descendiente de
italianos.
Todos estos factores ayudaron a reimpulsar la vida
nacional. La riqueza también se manifestaba en la demanda de flores. Flores
para toda ocasión: fiestas, adornos, obsequios, todo esto hizo que los
inmigrante japoneses vieran en ese rubro un gran negocio, que duró hasta que
sobrevinieron otras necesidades y las flores comenzaron a tornarse un lujo.
Después de muchos avatares y varios episodios
frustrantes, Masahito Kawashima pudo seguir sus labores en otra plantación
florícola, la finca “Tanimura”, pero no encontraba lo que deseaba, que
consistía en juntar el dinero suficiente para independizarse e iniciar su
propio trabajo. Así probó suerte alistándose como grumete en un pequeño barco
camaronero, pero no se acostumbró a los vaivenes de la embarcación y a los
severos mareos por lo cual retomó sus labores en la floricultura. Luego se
trasladó a la finca “Ebi”, en Mar del Plata, donde pudo acordar el trabajo como
medianero, es decir, utilizar el terreno de otro propietario para encargarse de
la siembra para después repartir el producto de lo cosechado.
Eso le resultó una mejor opción que lo llevó a dar
un primer paso tras su sueño de hacerse propietario. Andando el tiempo y
gracias a diversos sacrificios, logró por fin reunir lo suficiente para
comparar un pequeño lote de terreo y comenzar la labor independiente. Poco
después su hermano Hiroshi siguió sus pasos y llegó a Argentina, pero él no
tenía vocación para el trabajo de la tierra. Lo suyo eran las artes marciales,
especialmente el judo, lo que le permitió prontamente y gracias a ciertas
peripecias azarosas convertirse en instructor de judo y ganar dinero con lo que
era su afición.
Cuando la venta de flores comenzó a decaer y
Masahito pensó en buscar otras opciones. Fue con su hermano a recorrer Buenos
Aires y la dinámica de la capital los atrajo de tal manera que al poco tiempo
decidieron dejar el campo, el judo y el trabajo con las flores. Masahito
provechó para contactar con algunos japoneses que había conocido en distintas
circunstancias. Así fue como logró emplearse como vendedor de baterías de
la marca “Hitachi”, que se abría espacio en el mercado argentino, mientras que Hiroshi
se las arreglaba en una empresa de comercio exterior.
Cinco años después Masahito decidió regresar a
Japón, dejándole a Hiroshi la responsabilidad de vender el lote de terreno.
Todo lo que había podido ahorrar con su trabajo de cinco años lo invirtió en el
boleto de retorno.
Hogar en tránsito
Luego del reencuentro familiar en Inage, comenzó a
desempeñar otros oficios, como vendedor de perlas, guía de turistas
latinoamericanos, y fue contratado como intérprete de una delegación deportiva
que acompañaba a un campeón mexicano de boxeo. El modo de ser de los mexicanos
era contrastante con lo que había aprendido de la idiosincrasia argentina, y
eso le llamó mucho la atención. Quería emprender una nueva aventura y decidió
aprender el arte de la digitopuntura (shiatsu).
Poco después decidió ir a México. Antes pasó por Los
Ángeles a donde su hermano Hiroshi se había trasladado, una vez que se cansó de
la vida argentina y vendió el lote de terreno que su hermano le había dejado a
cargo. En Los Ángeles Masahito se quedó un tiempo, allí fue chofer de
ricachones y vivió experiencias fuertes con personajes excéntricos vinculados
al espectáculo; también conoció a sujetos inexplicables que vivían la vorágine
hippie. No logró asirse a ese mundo de derroche y banalidad. Entonces decidió
proseguir su plan. Hizo el viaje hasta la Ciudad de México, en autobús, durante
tres días. Luego de visitar a sus antiguos clientes mexicanos y conocer el
entorno capitalino, decidió seguir hacia Argentina con la idea de aplicar allí
las técnicas de la digitopuntura recientemente adquiridas.
En Buenos Aires permaneció trabajando por un tiempo
corto, aunque logró una buena clientela las cosas habían cambiado y no se
sintió a gusto, por lo que de nuevo retornó a Japón. Continuó con su labor en
una empresa de turismo, mientras pudo optar a un curso del Ministerio de
Relaciones Exteriores de Japón que preparaba personal auxiliar para las
embajadas. Esa experiencia lo llevó de nuevo a México, a trabajar en la
embajada japonesa. Allí vivió divertidas aventuras, presenció hechos de
violencia, tuvo un accidente de automóvil que pudo haberle costado la vida y
conoció a Michiru Ohnishi, proveniente de la prefectura de Aichi, con
quien se casó. Cuando terminó su trabajo en la embajada, prosiguió como guía de
turismo y eventualmente organizador de peleas de boxeo. En México nació su
primer hijo, Daichi. Luego se trasladó con su familia a Guadalajara, donde
trabajó como administrador de una taquería y vivió las angustias del terremoto
que azotó la Ciudad de México, en septiembre de 1985.
Volvió a Japón en varias oportunidades, siempre en
plan de guía de turistas, recorrió los lugares más emblemáticos de su país
parar mostrarlo con orgullo a los visitantes. En el ir y venir de México a
Japón vivió otras muchas peripecias, todas fueron para él formas de
aprendizaje. Antes de cerrar su testimonio, dice metafóricamente: “Lo que más
necesitamos en Japón es el corazón. La amplitud y tranquilidad de corazón nos
hacen falta enormemente. Cuando tengamos el corazón más sano, podremos actuar
como un verdadero líder del mundo. Este orazón de los japoneses es lo más
solicitado por la gente de diferentes países”.
Por todos sus avatares, Camino de Flor, puede leerse como un relato autobiográfico, y nos
deja la certeza de que no hay camino imposible para quien posee una férrea
voluntad. Masahito Kawashima logró cursar una carrera universitaria, como lo
había deseado en su juventud. La Universidad de Estudios Internacionales de
Kanda (KUIS) le otorgó el título de licenciado en estudios hispánicos. Hoy día,
a los 67 años de edad, Masahito Kawashima vive en Inage, Chiba; todavía
no se retira de su negocio de almacenamiento y carga en el aeropuerto de
Narita. Tiene una nieta, hija de su primogénito. Su segunda hija Dawaka, nacida
en Japón, es aficionada al canto. Viaja constantemente, es un lector voraz de
periódicos para estar enterado de las peripecias de la política japonesa y
quiere emprender estudios de filosofía. Recuerda y se ríe de sus propias
ocurrencias, tiene un humor de niño inquieto, dispuesto a comenzar una nueva
aventura.
Camino se flor se publicó
originalmente en japonés, luego se difundió por entregas en un periódico local.
La edición en español se publicó en México en el año 2000 y actualmente se prepara
una edición en inglés. / G.Z. Tokio, mayo de 2013.
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