–por Alberto
Hernández–
I
Acabo de cerrar el libro. Acabo de concluir una
historia. El mundo corretea allá afuera. Mi espíritu se agita en la cocina,
mientras el café hierve y la hora se acerca al mediodía. Los cerros de la
ciudad se calcinan. Un humo denso no me deja ver con claridad la última carta
de Marta. Una dilatada conmoción me hace regresar a la esquela, a la primera,
desde donde el personaje, el mismo Avelino Hernández, este pariente de Soria
que dejó en nuestro desierto Mientras
cenan con nosotros los amigos (Candaya, junio 2005), recorre paisajes
y vidas, la suya propia, tan dada a ser entregada.
El desayuno solitario, esta manía de la soledad para
rescatar del naufragio los últimos fantasmas, me anima a verme con Avelino
desde su eternidad: falleció en Selva, Mallorca, en julio de 2003, poco después
de escribir esta extraña novela en la que la amistad, la memoria y la muerte
tejen un diálogo entrecortado, fragmentario, hincado en un viaje permanente
donde siempre están los amigos, los invitados al patio del parral a mirar el
mar y saberse parte del cielo.
Acabo de morir con el libro. Una carta en la que
alguien (personaje/Avelino) le anuncia a Marta que va a fallecer, que el cáncer
consume sus vísceras, que “ahora sé que es verdad que duele todo amor, incluso
el consumado”. Desde aquí, desde esta confesión, la lectura confirma que
Avelino Hernández tenía en la muerte la vida que siempre supo amar.
©Teresa Ordinas |
II
Avelino Hernández nació en un pueblito de Soria
llamado Valdegeña en 1944. Estudió Filosofía y Letras y dejó incompletos
estudios de Filología Árabe y Derecho. La dictadura franquista truncó esta
aspiración. Dejó más de cuarenta títulos, entre los que destacan libros de
viajes, de poesía, de cuentos infantiles y juveniles y novelas.
La vida de Avelino Hernández transcurrió entre
Andalucía, Cataluña, Extremadura, Madrid, Valladolid y Mallorca.
De sus trabajos mencionamos Crónicas del poniente castellano, Donde la vieja Castilla se acaba, Una vez había un pueblo, El septiembre de nuestros jardines, El día que lloró Walt Whitman, Los hijos de Jonás, entre otros, y éste,
editado por la imprescindible editorial Candaya de Barcelona.
Mientras cenan con nosotros los amigos es un bello documento de despedida. Es una carta de navegación,
una bitácora donde Avelino muestra su vida, dedicada a ser humano, afectivo,
amigo. No en vano usó a Epicuro como epígrafe: “De los bienes que la sabiduría
procura para la felicidad de una vida entera, el mayor con mucho es la
adquisición de la amistad”. Y así fue, y así es en la novela, que más que un
esfuerzo literario se trata de una confesión donde los personajes, reales, se
convierten en iconos de la memoria. En parpadeos, cortes y referencias de una
existencia parecida a la ficción.
Para Hernández la preocupación está centrada en cómo
existir. De allí que en la carta que abre el libro, diga: “Todo cuanto vengo
escribiendo en el último tiempo. El único argumento de mi obra. Cómo vivir”.
Nota fechada en una casa en la orilla de un río el 27 de septiembre de 1998,
mientras Teresa Ordinas está en Smara.
De aquí en adelante, las ráfagas de la memoria van
haciendo el libro. Repito: libro raro, extraño, nada lineal: funciona como
trabaja la memoria, a fogonazos. Personajes de la vida que discurren frente al
Mediterráneo, en Castilla, en cualquier parte del mundo, en Grecia o
California, están frente a la mesa, prestos a cenar, a tejer la conversación, a
hacer la vida, a construirla con palabras y hechos.
©Teresa Ordinas |
III
Este subcorpus literario,
el de la amistad, confirma el indicio de una estructura narrativa. En efecto,
la intención del narrador es contar, redondear una
historia, no obstante, se prevale del fragmentarismo, o
mejor, un cuerpo de relatos compuesto por un juego de piezas, de trozos, de pedazos,
de pequeños recuerdos, de paisajes sacados de un álbum. El orden conferido,
abierto al lector, es una herramienta para que éste seleccione la manera de
leer o soñar.
La dispersión (atomización de un orden fragmentado)
aumenta en el lector la idea de que estamos al frente de un ardid. Pero no.
Avelino Hernández disfruta su forma de acercarnos a él. Y sabe hacerlo. La
urdimbre, la trama está centrada en el afecto y en la crítica a los borrones de
la historia donde la muerte triunfa, por eso no faltan Teresa, Marta (la
lectura de Las flores del mal toca
el abandono), Pedro Mangada, César Cayo, la perversión de la guerra, los
fusilamientos, la muerte en los ojos de un niño frente al paredón, el juez
Marcos Dañinos Fernández, responsable de crímenes tan terribles. El loco, el
ingenuo de un pueblo, un gato como núcleo sincrético de la soledad. Un país,
pues, en la sobremesa, en la lectura de una intemperie vital que supo
revelarlos a través de estos hermosos y a la vez duros fragmentos, unidos por
el ánimo de varias cartas, tres en la aproximación del contenido.
Podría afirmar que esta novela no tiene una
estructura. Lejos del palimpsesto, se trata de un texto aleatorio, construido a
través de una lectura carnal, medular, en lo que tiene que ver con la responsabilidad
de quien lee para “construir”, en presencia de una realidad que no huye de la
ficción. Metaficción tan real que escapa de la misma metáfora. Avelino
Hernández cuenta su historia y la de otros desde la metanovela: urde, teje,
simboliza, pero no deja nada a la imaginación; sólo el discurso, próximo a la
poesía, nos advierte de la gracia de este autor que maneja con maestría estas
circunstancias. Decimos: la lectura nos hace parte del mundo que se descubre en
la novela. Avelino ya no es Avelino, es un narrador que es Avelino pero
transmutado en el lector. Somos Avelino. Quizá fue eso lo que buscaba el
escritor: su conversión, su amistad, su modo de vida.
©Teresa Ordinas |
IV
Abro de nuevo el libro. Allá, sobre los edificios,
está la montaña. La sequía consume en candela y humo esta media mañana. Me
determinan las cartas de Avelino y Marta. El lector que soy (poco asertivo
muchas veces) me concentra en la última, en la despedida: el personaje que es
Avelino sabe que se va a morir, así como hemos muerto las veces que lo leemos.
Marta se ha quedado con su libro, con sus novelas, y también con Baudelaire en
el regazo. Avelino extrema la confesión: “Porque te escribo para decirte que
tengo cáncer, en el riñón, maligno, con metástasis en el hígado y alguna otra
víscera más de ahí dentro...”. Es decir, la realidad, la que está en la vida
que ahora es novela luego de la muerte del autor. Avelino Hernández vivió su
propia novela, la contó, la disfrutó por vida y la sufrió porque “ahora sé que
es verdad que duele todo amor, incluso el consumado”.
Quien lea este libro, este mundo tan personal y
compartido, se asomará a una ventana y verá el mar, aunque éste no exista.
Abrirá un libro de viajes. Verá un valle y unos animales en el monte. Verá el
cielo en la noche. Verá un murciélago tras las mariposas nocturnas. Verá los
ojos de quien tiene enfrente. Pero también será. Será este escritor que supo
vivir, escribir, amar y despedirse con la más hermosa dignidad.
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