¡Lastimoso hermano! ¡Cuántas atroces veladas le
debo! «No podía cumplir fervientemente esta empresa. Habría tomado a juego su
invalidez. Por mi culpa volveríamos al exilio, a la esclavitud.» Me atribuía
una mala suerte y una inocencia muy extraña, y agregaba razones inquietantes.
Burlándome a carcajadas, le respondía a este
satánico doctor y terminaba saltando por la ventana. Más allá del campo
atravesado por bandas de rara música creaba los fantasmas del futuro lujo
nocturno.
Después de esta distracción vagamente higiénica, me
acostaba en un jergón. Y casi cada noche, apenas me dormía, el pobre hermano se
alzaba, la boca pútrida, los ojos arrancados —¡como él se soñaba!— y me
arrastraba por la sala aullando su sueño de sufrimiento idiota.
Con toda sinceridad de espíritu, me había hecho en
efecto el compromiso de devolverlo a su estado primitivo de hijo del sol —y
errábamos, nutridos del vino de las cavernas y la galleta del camino, apremiado
yo por hallar el sitio y la fórmula.
Poesía — Arthur Rimbaud — Una temporada en el
infierno, Iluminaciones, Carta del Vidente — © Común Presencia Editores, Bogotá
— Traducción © Marco Antonio Campos.
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