M u l t i n a t i o n a l - B l o g - o f - A r t - a n d - L i t e r a t u r e - f r o m - D e n v e r

Sunday, July 21, 2013

Eduardo Casanova CUARTETO EN SOL: TODAS LAS MUERTES

—por Alberto Hernández—



1.-
Caminamos sobre la sombra.

Noción de una historia que corroe; gesto fácil de conocer porque las claves del espacio transitan trucadas y lanzadas a la mesa de juego. Noción de un país que se resuelve en las voces que no oye, supuestos equívocos que se hacen protagonistas de los secretos más extemporáneos.

Un hilo tenso, como el de una guitarra cubierta de polvo, agita el tiempo, lo verifica en el eco del memento mori. En reflejos difusos aparece Venezuela, un pequeño país amortajado, esa infamia de tantas decadencias.

En ese instante que es el país, llega Cuarteto en Sol (a la Generación Inútil), publicado por la Editorial Actum, Caracas 1993, una historia tan circular como el tiempo que la repite constantemente en la imagen de cuatro personajes que deambulan en igual número de movimientos. Cuatro sombras que nos pisan y nos hacen entrar en esta novela del escritor caraqueño Eduardo Casanova.


Eduardo Casanova
2.-
(Todas las muertes, la muerte)

A la espera de las conquistas, a la espera de que el tiempo pase y se haga en cuatro adolescentes de aquellos años finales de la década quinta del siglo pasado de nuestra historia reciente, de aquellos días de la que creíamos la última dictadura, esta obra de Casanova vierte toda su fuerza en cuatro tonos que recogen las vidas y las muertes de Boris Gonzaga, Francisco Monroy, Serafín Arjona y Antonio Villa, este último encargado de hacer de ella (de la muerte) un símbolo tecnológico adosado a la memoria de una máquina que se desdobla en los dedos de un personaje/ narrador.

Caracas es la matriz de la muerte: el relato comienza en la niñez, en una clara y a la vez opaca ciudad, cuando la sombra que aún es memoria hacía de los personajes visiones predestinadas: una violencia encajada en los dos primeros años de la década de los años noventa dejó al país envuelto en una guerra sin vencedores, toda vez que no logró superar la mentira, las promesas y las alusiones a la felicidad. Una ciudad, entonces, que se hizo país desde las heridas, desde los cadáveres, dolores, disparos y amarguras.

Abrimos el silencio. Cada uno de los personajes es una imagen que sugiere la presencia de otra, porque el carnaval, mímesis de muchas sombras y máscaras, también entrega el rictus del disimulo. La muerte es necesaria y veraz, tanto que existe en cada una de las cifras que aún no han sido aportadas por los organismos que se encargan de esas cuestiones. Una extraña peste respira la burocracia. La misma de Camus, pero en la sangre revuelta de quienes aún viven ensoñados por las consignas.

El país se ve en la muerte y huele el aliento que flota frente a un espejo. Toda ella en la violencia colectiva.

En Cuarteto en Sol es una sola: la memoria de cuatro sujetos que ocupan las páginas de un país desvirtuado. La simulación como engendro de una sociedad sin testimonios, sin posibilidades de desenmascararla.

Boris Gonzaga muere en plena calle, entre ruidos y espasmos, con la cabeza perforada. Una bala de Fal lo silencia en medio de una borrachera, luego de pasearse por los distintos mecanismos de la corrupción, por todos los caminos que llevan a la riqueza fácil, al poder.

Un hilo invisible conduce hacia Francisco Monroy, personaje que representa los valores ideológicos de los años sesenta. Fue encontrado en un hotel con la mirada fija y una sonrisa muy parecida al olvido.

El rostro de la ausencia se instala en Serafín Arjona, un invertido que prueba los sabores de la noche y el día. En el mar Caribe quedan sus huesos luego de la explosión de la lancha donde huía, acosado por sus propios errores y fantasmas.

Y Antonio Villa, el desprevenido escritor que anula la inutilidad, al menos desde esa decadencia dolorosa divisa sus propios adentros en esta novela, como la muñeca rusa, matriushka que se repite y se repite en una preñez casi infinita. El personaje/narrador hace del círculo la perfección de un final trágico, porque su muerte es la muerte de todos: borra (oculta) con premeditación la historia, la convierte en imagen difusa, lejana, en intimidad clandestina, en simple recuerdo. Permuta el borrón del diskette, amnesia de los signos por la suerte de una botella de whisky y por las emergentes notas del Cuarteto de las Reverencias o Cuarteto en Sol de Beethoven.

La sombra se instala en la pantalla. El país aparece en la ventana por la que Antonio Villa ve de nuevo el sol.


3.-
(Las claves del antihéroe)

Borrar la historia significa desnudar el fracaso, identificarlo con las distintas evoluciones que los dobles ejecutan (cada uno es una máscara, una oposición permanente: cuatro personajes que son ocho, por lo que la muerte se multiplica). La dualidad íntima e individual fracasa, porque el antihéroe se somete a un final claramente seleccionado. El fracaso, opuesto al héroe: la naturaleza de su condición terrena, su yo permanente, el viaje interior hacia él mismo.

Pero también resurge. Vuelta a la primera página, al círculo mareante que es el tiempo y a una historia que no se detiene nunca.

Blanchot dice del ocultamiento, la pantalla, la luz de la divinidad (los negocios sucios, la homosexualidad, la revuelta popular, el click del computador, el disparo, el infarto, la explosión, el click del computador): “portador de una claridad que no sólo triunfa de la noche”, el espejo oscuro, sin reflejo, que anula la pérdida, el fracaso del novelista, del hacedor/destructor de la historia dentro de la otra, taumaturgo que narra desde el vientre de la muerte, desde la muerte: “Héroe que no le debe nada sino a sí mismo, es por eso divino, pero, por eso, para siempre y desde siempre dios, y ya no es gloriosa su acción”, cuestión que despeja la presencia de este concepto en la medida en que una pequeña pantalla de computadora, renuente a romper su relación con la memoria de Antonio Villa, que también es la muerte. El héroe, según Blanchot, es una imagen en la que subsiste con el ciclo o con la tierra una connivencia maliciosa que no es unidad, pero supone un horizonte común: casi nunca está en lo vertical, sino en lo horizontal…

Héroe y antihéroe prometen acciones, pero no tienen futuro. El héroe busca alcanzar la gloria, la memoria de Dios. El antihéroe, por su parte, no asciende, baja a las sombras, al infierno, pero se queda en la memoria de los mortales, vive.

Aunque desaparezcan o no se sepa que ha muerto, sólo es, se queda en un sitio para ser sacralizado. El sitio (cementerio/ no lugar) para Antonio Villa es el monitor, la pantalla de la Samsung, el laberinto donde comenzó el temor, el miedo, la definitiva despedida de los nombres (digitalización contraria/ espejo invertido), ocurrencia que deviene número mosquetero, que no es tres sino cuatro, como en este caso no son cuatro muertes sino tres, pero a la vez cuatro por la desaparición del escritor al apagar la máquina que le permitirá retirarse hacia la botella de whisky.

El país y sus muertos, presos en una computadora en medio del fragor de un 27 de febrero. Muertos que sí manchan con sangre y letras, con sangre y miedo, con palabras y silencio. Ocurre que tanto el héroe como su contrario nunca mueren, se esconden en la memoria, en el mismo texto (intratexto, referente que no se lee), hasta debilitarse con la muerte de quien los crea o los intenta destruir.


4.-
(El imperio del Cuarteto  y la voz de La Paideia)

Cuarteto en Sol es Beethoven, también Mozart, Bach, los Thibauld, cuatro jóvenes del trópico que regresan a diario desde las sombras y se instalan bajo el sol de Caracas. En el laberinto, donde el miedo es la performance de una ideologización, se hace clara la búsqueda permanente del conocimiento: la referencia está en Rafael Vegas, fundador del colegio donde estudian y relevante pedagogo venezolano. Una expresión humana que logra sembrar la tradición musical, sobre todo en Francisco Monroy. La muerte ejecuta una danza de jaguar en medio de los tres músicos, los clásicos, los modelos a seguir, fortalecida por la energía de Werner Jaeger en esa monumental memoria: La Paideia: los ideales de la cultura griega. Otra máscara que justifica la presencia de un personaje que se hunde en la ausencia en medio de una alejada sinfonía, como si el país –el que está y no está en la novela- comenzara a ser desde este momento la ficción más dolorosa.

La sombra llegó para cubrir la consagración de los personajes, que aún resuenan en el silencio de la última página.





Thursday, July 18, 2013

Terredad - Eugenio Montejo - Caracas (1938-2008)

Estar aquí por años en la tierra,
con las nubes que lleguen, con los pájaros,
suspensos de horas frágiles.
A bordo, casi a la deriva,
más cerca de Saturno, más lejanos,
mientras el sol da vuelta y nos arrastra
y la sangre recorre su profundo universo
más sagrado que todos los astros.

Estar aquí en la tierra: no más lejos
que un árbol, no más inexplicables,
livianos en otoño, henchidos en verano,
con lo que somos o no somos, con la sombra,
la memoria, el deseo, hasta el fin
(si hay un fin) voz a voz,
casa por casa,
Fotografía: Vasco Szinetar
sea quien lleve la tierra, si la llevan,
o quien la espere, si la aguardan,
partiendo juntos cada vez el pan
en dos, en tres, en cuatro,
sin olvidar las sombras de la hormiga
que siempre viaja de remotas estrellas
para estar a la hora en nuestra cena
aunque las migas sean amargas.




Monday, July 1, 2013

Abril rojo: La guerra, la paz y la literatura (Parte I)

—Luis Fernandez-Zavala, Ph.D.—

“La gente que ha matado demasiado
ya no se arregla nunca”
Abril rojo.


De 1980 hasta más o menos 1990, Perú vivió una virtual guerra civil. Sendero Luminoso le declaró la guerra al Estado Peruano y éste respondió con la ferocidad de una guerra total. Los bandos desangraron terriblemente al país por más de diez años, tal como lo demuestran las cifras de muertos y desaparecidos: entre 69 mil y 77 mil, de los cuales un 40% son atribuidos a Sendero, 30% a las fuerzas del gobierno y el restante 36% a otros. Las tendencias suicidas y  homicidas encordelaron a la población civil —principalmente en las áreas rurales— en un abrazo macabro que ha dejado hasta hoy huellas difícilmente resarcibles.

Muchos jóvenes escritores peruanos vieron su juventud tempranera entre bombas, apagones, muertos y cierra puertas. Más de uno aprovechó la inseguridad de estos tiempos para leer más y mejor; otros para alimentarse de zozobras que luego plasmarían en poemas, novelas, cuentos y películas. Se podría decir que se generó un temario difícil de omitir para ellos: el trauma de la guerra.

Dialéctica del trauma de guerra en la literatura

En estricto sentido, la dialéctica del trauma de guerra en la literatura intentaría reproducir, rescatar y articular las vivencias de combatientes, víctimas y testigos de la guerra (Tracy Strauss, War, Literature & the Arts). Los traumáticos eventos de la guerra crean una disociación entre los individuos y la sociedad y sus instituciones. Se da una crisis de fe: la sociedad no los protege, ni los sanciona. A nivel individual, la pérdida de seres queridos y el riesgo de perder la vida propia genera un permanente estado de alerta que afecta física y psicológicamente su vida diaria . Miedo, ira, desconfianza y una desesperada necesidad de conexión humana guían los febles pasos de la vida cotidiana de los individuos. Ellos saben que no tienen muchas opciones y que la única libertad disponible es la de sentir lo tormentoso de la situación. Los eventos que los envuelven dentro de una pesada nube imposible de diluir, los lleva a idealizar aspectos de un mundo que creían seguro, “su vida normal”. Hasta cierto punto, la imaginación de los individuos hace manejable la situación que no pueden comprender y los ayuda a vivir confusamente.

el autor peruano Santiago Roncagliolo
Santiago Roncagliolo (1975) es uno de estos escritores testigos de la violencia que vivió el país, hijo de padres profesionales no ajenos a la política progresista, compartió con ellos su preocupación sobre el Perú, el exilio, y también el desencanto cuando Sendero enmugreció el término revolución. Roncagliolo es un observador acucioso, un investigador de detalles, pero por sobretodo un literato respondiendo a su época. Él fue un testigo más entre millones de peruanos, pero su quehacer no es la de un historiador o periodista, aunque su obra literaria se nutre de estos oficios. Como escritor, él puede reinventar todo para poder presentarnos el factor humano de las grandes tragedias. En su novela Abril rojo (Premio Alfaguara de novela 2006), presenta brillantemente este  mundo del trauma de guerra y la violencia vivida en lo años ochenta en el Perú.

A través de la historia del fiscal distrital adjunto, Félix Chacaltana, quien trata de cumplir la ley y las regulaciones al pie de la letra como una manera de darle un orden al caos que lo envuelve, Roncagliolo nos hacer revivir la ansiedad que los peruanos sentían por esta época. Todos querían volver a la idealizada normalidad.

“El fiscal Chacaltana puso el punto final con una mueca de duda en los labios. Volvió a leerlo, borró una tilde y agregó una coma con tinta negra. Ahora sí. Era un buen informe. Seguía todos los procedimientos reglamentarios, elegía sus verbos con precisión y no caía en la chúcara adjetivación habitual de los textos legales.”

La acción transcurre en Huamanga, la capital del departamento de Ayacucho (el lugar donde Sendero Luminoso empezó sus acciones de guerra y que curiosamente significa: rincón de los muertos) durante los días previos a la Semana Santa. Huamanga, es famosa internacionalmente por la intensidad puesta en la celebración de la Semana Santa y por contar con 33 iglesias alrededor de la plaza mayor.

En Huamanga-Ayacucho (un Macondo bizarro)  la espiritualidad católica, la mitología andina y la violencia pre y post-guerra se mezclan como la escenografía fantasmagórica que esconde un asesino cruel y ritualístico. La búsqueda del asesino se convierte en  la columna vertebral de esta historia donde las instituciones (Iglesia, Estado, Ley) se vuelven más gelatinosas y sus personajes representativos actúan como fantasmas tambaleantes.

Ayacucho, Perú
El cura Quiroz guarda en el sótano de la iglesia un horno para incinerar cadáveres; el comandante Carrión, que por ratos parece el más adaptado a la situación tenebrosa que envuelven los asesinatos, es el que confiesa su miedo y su cinismo. El agente de inteligencia Eléspuru, que no dice mucho pero está en todas partes, es el nexo con el poder central y su plan maestro de pacificación. El juez Briceño, coludido con la jerarquía militar, no acepta las evidencias de la investigación de Chacaltana, su función  no es otra que  filtrar justica en favor de sus aliados. Todos los personajes, y aún las víctimas de los asesinatos, están ligados a un pasado violento. Los “terrucos”, o Senderistas, supuestamente derrotados, siguen apareciendo, matando y muriendo entre las sombras, no se sabe mucho de ellos, pero ahí están, con miles de ojos en todas partes.

El divorciado fiscal Chacaltana regresa a Ayacucho durante los años que se creía haber derrotado a Sendero. Él pertenece a la clase media provinciana, en Lima donde estuvo trabajando, no era nadie. Vive solo, hablando con su madre muerta. Ella representa el mundo ideal de su infancia, de los sentimientos nobles, la buena conciencia, pero la infancia de Chacaltana también esconde un pasado violento.

Chacaltana quiere hacer las cosas bien, avanzar en su carrera, servir a su país, inclusive volver a enamorarse, con la aprobación de la madre, por supuesto. Edith aparece como la tabla de salvación, es joven, lo entiende y lo aprecia; ella representa la oportunidad de arreglo frente al caos presente.

“—Es solo que contigo me siento menos absurdo. Tú eres una de las cosas que no entiendo, pero la única que me gusta no entender.”

Sin embargo, en una situación de violencia generalizada, las emociones positivas, como el amor y el sexo, también se pervierten y la relación tendrá un derrotero violento.

La artesanía de Roncagliolo hilvana pulcramente la historia individual del fiscal Chalcatana con el desenvolvimiento de las instituciones en el ambiente anterior y posterior a la guerra. La fluidez narrativa atrapa rápidamente al lector en la trama para descubrir quién o quiénes son los asesinos dentro de un ambiente  donde todos los personajes están inmersos y salpicados por la brutalidad de la guerra. En los momentos en que las emociones de amor, pasión, soledad, frustración y miedo aparecen, éstos son tratados con una fineza y delicadez íntimas que no se diluyen en la oscuridad de eventos mayores.

En el Ayacucho de Roncagliolo todos los personajes se mueven como fantasmas y la religiosidad y el misticismo se mezclan con ellos. No hay una idealización del mundo de la pre-guerra, donde la violencia ya tenía otras aristas. Se podría sociológicamente admitir que la violencia cultural y la de la capital originaron un mayor exabrupto y barbarie. El machismo existía antes de la guerra, el desprecio por lo provinciano existía antes de la guerra, el centralismo existía antes de la guerra, el desprecio por el indígena ya era anterior. La guerra exacerba todo esto, lo lleva a su extremo. Sin embargo, cada uno sufre la guerra desde su raíz social clasista, desde su propia biografía violenta y muchas cosas no dependen de ellos sino de las altas esferas del poder; otro gran fantasma omnipresente.

La imagen que nos queda al terminar la novela es que el autor, como testigo urbano, siguió muy de cerca el desenvolvimiento del conflicto y logra recrear inteligentemente las angustias del trauma de la guerra (como personas ordinarias responden al acecho, al peligro, a la muerte) dentro de un mundo con personajes que se mueven como fantasmas. Cada uno vive su drama personal de la violencia, inserto en ella y sin poder escapar. La única salida es convertirse en otro fantasma más. Eso es lo que el trauma de la guerra trae, personas que viven como fantasmas.

Con Abril rojo, Roncagliolo ayuda a procesar este trauma bélico como una totalidad, es decir, buscando y restableciendo las conexiones entre la deshumanización, el caos, desolación individualizada y la sociedad. El lector accede a los horrores de la guerra, los dimensiona, y así, de alguna manera, se exorciza. La memoria ficcional presenta el horror de la guerra como “entendible”, pero sin salida.