—Luis Fernandez-Zavala, Ph.D.—
“La gente que ha matado demasiado
ya no se arregla nunca”
Abril rojo.
De 1980 hasta más o menos 1990, Perú vivió una
virtual guerra civil. Sendero Luminoso le declaró la guerra al Estado Peruano y
éste respondió con la ferocidad de una guerra total. Los bandos desangraron
terriblemente al país por más de diez años, tal como lo demuestran las cifras
de muertos y desaparecidos: entre 69 mil y 77 mil, de los cuales un 40% son atribuidos
a Sendero, 30% a las fuerzas del gobierno y el restante 36% a otros. Las
tendencias suicidas y homicidas encordelaron
a la población civil —principalmente en las áreas rurales— en un abrazo macabro
que ha dejado hasta hoy huellas difícilmente resarcibles.
Muchos jóvenes escritores peruanos vieron su
juventud tempranera entre bombas, apagones, muertos y cierra puertas. Más de
uno aprovechó la inseguridad de estos tiempos para leer más y mejor; otros para
alimentarse de zozobras que luego plasmarían en poemas, novelas, cuentos y
películas. Se podría decir que se generó un temario difícil de omitir para
ellos: el trauma de la guerra.
Dialéctica del trauma de guerra en la literatura
En estricto sentido, la dialéctica del trauma de
guerra en la literatura intentaría reproducir, rescatar y articular las
vivencias de combatientes, víctimas y testigos de la guerra (Tracy Strauss, War, Literature & the
Arts). Los traumáticos eventos de la guerra crean una disociación entre los
individuos y la sociedad y sus instituciones. Se da una crisis de fe: la
sociedad no los protege, ni los sanciona. A nivel individual, la pérdida de
seres queridos y el riesgo de perder la vida propia genera un permanente estado
de alerta que afecta física y psicológicamente su vida diaria . Miedo, ira,
desconfianza y una desesperada necesidad de conexión humana guían los febles
pasos de la vida cotidiana de los individuos. Ellos saben que no tienen muchas
opciones y que la única libertad disponible es la de sentir lo tormentoso de la
situación. Los eventos que los envuelven dentro de una pesada nube imposible de
diluir, los lleva a idealizar aspectos de un mundo que creían seguro, “su vida
normal”. Hasta cierto punto, la imaginación de los individuos hace manejable la
situación que no pueden comprender y los ayuda a vivir confusamente.
el autor peruano Santiago Roncagliolo |
Santiago Roncagliolo (1975) es uno de estos
escritores testigos de la violencia que vivió el país, hijo de padres
profesionales no ajenos a la política progresista, compartió con ellos su preocupación
sobre el Perú, el exilio, y también el desencanto cuando Sendero enmugreció el
término revolución. Roncagliolo es un observador acucioso, un investigador de
detalles, pero por sobretodo un literato respondiendo a su época. Él fue un
testigo más entre millones de peruanos, pero su quehacer no es la de un
historiador o periodista, aunque su obra literaria se nutre de estos oficios. Como
escritor, él puede reinventar todo para poder presentarnos el factor humano de
las grandes tragedias. En su novela Abril
rojo (Premio Alfaguara de novela 2006), presenta brillantemente este mundo del trauma de guerra y la violencia
vivida en lo años ochenta en el Perú.
A través de la historia del fiscal distrital adjunto,
Félix Chacaltana, quien trata de cumplir la ley y las regulaciones al pie de la
letra como una manera de darle un orden al caos que lo envuelve, Roncagliolo
nos hacer revivir la ansiedad que los peruanos sentían por esta época. Todos querían
volver a la idealizada normalidad.
“El fiscal Chacaltana puso el punto final con una mueca de duda en los
labios. Volvió a leerlo, borró una tilde y agregó una coma con tinta negra.
Ahora sí. Era un buen informe. Seguía todos los procedimientos reglamentarios,
elegía sus verbos con precisión y no caía en la chúcara adjetivación habitual
de los textos legales.”
La acción transcurre en Huamanga, la capital del
departamento de Ayacucho (el lugar donde Sendero Luminoso empezó sus acciones
de guerra y que curiosamente significa: rincón
de los muertos) durante los días previos a la Semana Santa. Huamanga, es
famosa internacionalmente por la intensidad puesta en la celebración de la
Semana Santa y por contar con 33 iglesias alrededor de la plaza mayor.
En Huamanga-Ayacucho (un Macondo bizarro) la espiritualidad católica, la mitología
andina y la violencia pre y post-guerra se mezclan como la escenografía fantasmagórica
que esconde un asesino cruel y ritualístico. La búsqueda del asesino se
convierte en la columna vertebral de
esta historia donde las instituciones (Iglesia, Estado, Ley) se vuelven más
gelatinosas y sus personajes representativos actúan como fantasmas
tambaleantes.
Ayacucho, Perú |
El cura Quiroz guarda en el sótano de la iglesia un
horno para incinerar cadáveres; el comandante Carrión, que por ratos parece el
más adaptado a la situación tenebrosa que envuelven los asesinatos, es el que
confiesa su miedo y su cinismo. El agente de inteligencia Eléspuru, que no dice
mucho pero está en todas partes, es el nexo con el poder central y su plan
maestro de pacificación. El juez Briceño, coludido con la jerarquía militar, no
acepta las evidencias de la investigación de Chacaltana, su función no es otra que filtrar justica en favor de sus aliados.
Todos los personajes, y aún las víctimas de los asesinatos, están ligados a un
pasado violento. Los “terrucos”, o Senderistas, supuestamente derrotados,
siguen apareciendo, matando y muriendo entre las sombras, no se sabe mucho de
ellos, pero ahí están, con miles de ojos en todas partes.
El divorciado fiscal Chacaltana regresa a Ayacucho durante
los años que se creía haber derrotado a Sendero. Él pertenece a la clase media
provinciana, en Lima donde estuvo trabajando, no era nadie. Vive solo, hablando
con su madre muerta. Ella representa el mundo ideal de su infancia, de los
sentimientos nobles, la buena conciencia, pero la infancia de Chacaltana también
esconde un pasado violento.
Chacaltana quiere hacer las cosas bien, avanzar en
su carrera, servir a su país, inclusive volver a enamorarse, con la aprobación
de la madre, por supuesto. Edith aparece como la tabla de salvación, es joven,
lo entiende y lo aprecia; ella representa la oportunidad de arreglo frente al
caos presente.
“—Es solo que contigo me siento menos absurdo. Tú eres una de las
cosas que no entiendo, pero la única que me gusta no entender.”
Sin embargo, en una situación de violencia
generalizada, las emociones positivas, como el amor y el sexo, también se
pervierten y la relación tendrá un derrotero violento.
La artesanía de Roncagliolo hilvana pulcramente la
historia individual del fiscal Chalcatana con el desenvolvimiento de las
instituciones en el ambiente anterior y posterior a la guerra. La fluidez
narrativa atrapa rápidamente al lector en la trama para descubrir quién o
quiénes son los asesinos dentro de un ambiente
donde todos los personajes están inmersos y salpicados por la brutalidad
de la guerra. En los momentos en que las emociones de amor, pasión, soledad,
frustración y miedo aparecen, éstos son tratados con una fineza y delicadez
íntimas que no se diluyen en la oscuridad de eventos mayores.
En el Ayacucho de Roncagliolo todos los personajes
se mueven como fantasmas y la religiosidad y el misticismo se mezclan con
ellos. No hay una idealización del mundo de la pre-guerra, donde la violencia
ya tenía otras aristas. Se podría sociológicamente admitir que la violencia
cultural y la de la capital originaron un mayor exabrupto y barbarie. El
machismo existía antes de la guerra, el desprecio por lo provinciano existía
antes de la guerra, el centralismo existía antes de la guerra, el desprecio por
el indígena ya era anterior. La guerra exacerba todo esto, lo lleva a su
extremo. Sin embargo, cada uno sufre la guerra desde su raíz social clasista,
desde su propia biografía violenta y muchas cosas no dependen de ellos sino de
las altas esferas del poder; otro gran fantasma omnipresente.
La imagen que nos queda al terminar la novela es que
el autor, como testigo urbano, siguió muy de cerca el desenvolvimiento del
conflicto y logra recrear inteligentemente las angustias del trauma de la
guerra (como personas ordinarias responden al acecho, al peligro, a la muerte)
dentro de un mundo con personajes que se mueven como fantasmas. Cada uno vive
su drama personal de la violencia, inserto en ella y sin poder escapar. La
única salida es convertirse en otro fantasma más. Eso es lo que el trauma de la
guerra trae, personas que viven como fantasmas.
Con Abril rojo,
Roncagliolo ayuda a procesar este trauma bélico como una totalidad, es decir,
buscando y restableciendo las conexiones entre la deshumanización, el caos, desolación
individualizada y la sociedad. El lector accede a los horrores de la guerra, los
dimensiona, y así, de alguna manera, se exorciza. La memoria ficcional presenta
el horror de la guerra como “entendible”, pero sin salida.
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