—por
Alberto Hernández—
La noche tuerce el destino. Al trote del tiempo, la
imagen de un borracho recostado de su último impulso. El horario de la muerte
empuja hacia la madrugada. En Ítaca como en Maracay nos abruma un poema, nos
arrastra con sus caballos enloquecidos por aceras y puentes derribados. Que no
quede deidad bajo los cielos, cabría oírle a Emile Teste al hablar de Cavafy y
otorgarle aquella hermosa imagen aún fresca sobre el friso de todas las
ciudades: “místico sin dios”. La certeza no es casual. Un heleno multiplicador
de mitos. Un heleno que yuxtapone voces, personajes, instancias, momentos,
soledades. Sin dios. Místico. ¿Se trata de esconderse del misterio de los
cielos o de buscar sin descanso al Alguien deseado? En definitiva, Dios siempre
anda desnudo y más a los ojos de un poeta. Quien esgrime este atentado, esta
lectura, sabe que le espera un verso, una puerta abierta donde la bohemia reúne
todos los fantasmas.
“Debía ser la una de la madrugada, / o la una y media. / En un rincón
de la taberna, / detrás de un tabique de madera. / Sólo nosotros dos, en el
local totalmente vacío. / Lo iluminaba apenas una lámpara de petróleo. / A la
puerta, cansado de tanto velar, dormía el camarero”.
II
La lumbre se agita contra el viento que entra y sale
del lugar. El poeta, acosado por la viudez de las horas, intenta un balbuceo.
La boca, cerrada al estrépito de una ventana rota, pronuncia un juego de
sonidos: “A permanecer”. La frontera del país que lo aprisiona corre con los
ruidos de la tierra. La soledad lo salva de la mirada de un ebrio que en el
fondo de la taberna se responde preguntas. El plural de las líneas no es nada
extraño en soledad: se vive con el yo. Se vive en dos estados de muerte: el yo
y quien vive sabiéndose yo u otro.
“Nadie nos veía. Pero, de todos modos, / estábamos ya tan excitados /
que no éramos capaces de cautelas. / / Semiabrimos nuestras ropas —no eran
muchas, / pues ardía el divino mes de julio”.
Sin embargo llovía aquí en el trópico. Un solo poeta
en la calle basta para saber cuán desolados vivimos. Un hombre amparado por sus
cuadernos es suficiente para sabernos perdidos. En esta ciudad nadie resucita
en medio de la madrugada. No obstante, el poeta sin dios entra y sale de los
lugares prohibidos, sueña bajo el farol de una esquina. Atiende con amabilidad
los duendes de sus zapatos y sabe decirle amor o puta a una mujer nocturna.
Era julio. Sigue siendo julio. O mejor, siempre es
julio. Siempre es poesía. Una maldición.
“Oh gozo de la carne por entre / ropas entreabiertas; / rápido
desnudar de la carne: su imagen / ha atravesado veintiséis años y viene ahora /
a permanecer en estos versos”. Carne
prohibida. Carne del otro, concebida hasta el último sonido del poema.
Ya en la calle, el texto se bifurca, es otro. Y así,
dos poemas, dos momentos, dos pecados. La taberna sigue en el mismo sitio y
hasta se multiplica en el portal de otra que una cuadra más adelante se abre
entre ventanas. Camina entre rostros. La hojarasca de un otoño imposible deja
la lluvia de julio y revienta en olores.
“Su simpática cara, un tanto pálida; / sus ojos marrones, como
ojerosos; / de veinticinco años, pero más bien aparenta veinte; / con algo de
artista en el vestir / —algo en el color de la corbata, la forma del cuello—,
camina por la calle a la ventura, / como hipnotizado aún por el placer
prohibido, / el placer tan prohibido que acaba de obtener”.
¿Qué destino tenía en proyecto el hombre, el poeta
miserable, el recóndito, el de los libros suministrados por los dioses que no
están en su agenda de creencias? Mentira, nada se ha torcido. Es el mismo
destino: el tiempo sabe mucho, suda bajo las manecillas del reloj, soporta el
sonido perfecto de la maquinaria diminuta del tiempo. El poeta se mira los
zapatos. La lluvia corre hecha forma por las sucias calles. Más allá del poema
pensado, un asesino arrastra sus cuchillos. Trae la muerte en el filo de un
puñal.
¿Qué puede hacer Platón ante un homicida? Cavafy
escribe: “Aquí somos una mezcla: sirios,
griegos, armenios, medos. / Y así es Remón. Sin embargo, ayer, cuando la luna /
iluminaba su amoroso rostro, / nuestro pensamiento se remontó al Carmides de
Platón”.
Una hoja de cuaderno empoemado se aleja del solitario. Piensa en la enfermedad de
Clitos. La fiebre de Alejandría se ocupa de los vivos. Los muertos disfrutan
del olvido.
El demonio ambula por esta ciudad. Un poeta entra y
sale de una taberna. Maldice los relámpagos. Cambia de sitio en la calle.
Regresa a sus asuntos sobre una mesa impregnada de vilezas y bondades.
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