Friday, December 27, 2013

Diego Trelles Paz y El círculo de los escritores asesinos

—por Alberto Hernández—

I
“Una hermosa maldición”, así pronuncia alguien cuya fascinación por la locura indaga en los ciclos de la sombra. Pudo ser alguno de los asesinos de García Ordóñez, el gordo crítico que se vengaba en cada nota que escribía en una revista literaria de nuestro afamado tercer mundo. O un remedo que la gloria dejó tendido en plena calle mientras Fujimori adelantaba la nomenclatura del crimen, la corrupción y la derrota de Perú. Una “maldición” deja salir la boca de un personaje, de un autor sin reflejo frente a una botella de pisco, del lector que se afana en querer ser parte de los jóvenes que planean, desde el Círculo pandillero, matar a quien destrozaba libros, poemas, narraciones y reputaciones engreídas. Ciertamente, Miguel Lautaro García Ordóñez no es más que una caricatura, una imagen para revelar la presencia de ese grupo de muchachos alterados por la realidad. O por la que creían superar.

¿Acaso se trata de una aproximación a la Sociedad para el Fomento del Vicio o del Club del Fuego Infernal “que fundó el siglo pasado Sir Francis Dashwood”, como afirma Thomas De Quincey al comienzo de Del asesinato considerado como una de las bellas artes? La labor homicida de Ganivet, el Chato, Larrita, Casandra y por ese hombre invisible apodado Alejandro Sawa, descubre una intemperie burda, propia del “clima” andino (que Santiago Roncagliolo muestra muy bien en Abril rojo) y de la poca infusión criminal, contraria al carácter místico que De Quincey le imprime a su idea en la Sociedad para la Promoción del Asesinato, cuyos miembros —como los de la novela de Trelles— son amateurs y dilettanti. Probablemente las comparaciones —odiosas siempre— no pasen de ser parte de la gazmoñería o de la confusión de quien esto escribe, a la hora de clavar el puñal o de desnucar a quien se pasó de la raya.

La “hermosa maldición” construye El círculo de los escritores asesinos (Editorial Candaya, Barcelona, España, 2005). Es más, Diego Trelles Paz, el joven novelista peruano que la concibe, podría formar parte de ese ojo revelador: el detective que dejó a mitad de camino la otra muerte de Roberto Bolaños e intentó ahondar el encuentro con el escritor de Manchester. El crimen, la elaboración de la muerte para prestigiar una obra que aún no ha nacido, vislumbra la hermosa maldición que llevamos a cuestas, una vez terminada de leer, con el asombro propio de los dilettanti, la novela Trelles.

Diego Trelles Paz en Lima. Foto: Alfredo Giraldo ©
II
Cuatro papeles, cuatro manuscritos, le dan cuerpo a esta historia. Los comentarios de Alejandro Sawa alimentan el espíritu de la ficción, la hacen —a decir de Roncagliolo— una historia colectiva. Se trata de cuatro versiones sobre un mismo tema. Se trata del cuento de una aventura, de la “hermosa maldición” de la vida de cuatro jóvenes que sueñan con ser escritores, y por eso fundan, de la mano de uno de ellos, el Círculo, donde los vicios de esos pequeños seres se juntan con algunos textos que luego se convierten en revista, la primera y la última, blanco de las demoledoras críticas del futuro cadáver.

“¿Les dije ya que fue Casandra la promotora del Círculo? Lo primero que me vino a la mente fueron Horacio Olivera, la Maga y el Círculo de la serpiente celebrando tertulias parisinas de alto nivel intelectual; me quise orinar de risa al pensar en nuestra versión provinciana del asunto. Pero me equivoqué. Aunque Casandra estaba al tanto de la novela de Cortázar, la idea del Círculo nació de Mrs. Parker and the vicious circle...”.Sawa, suerte de oráculo, ficha, cita y corrige. Este personaje, doble por su condición de falso detective, deja todos los rastros de Diego Trelles Paz. Si el Chato es el alter ego del novelista peruano, ¿quién es Alejandro Sawa? Hay otro motivo para pensar que los sospechosos, editados por el último miembro del Círculo, podrían ser una representación del mismo Sawa, aunque no se descarta que la lectura de este torpe cronista sea demasiado tremendista. Cada carta, cada escritura, cada justificación, sea desde la cárcel en brazos del Quijote, desde una universidad norteamericana, o de cualquier sitio donde no llegue la mano de la justicia, convierten a Sawa en el depositario de una verdad que se revela muchas veces. Es decir, la muerte es muchas veces, como muchas veces puede ser la verdad. ¿Quién mató al gordo García Ordóñez? Pese a que hay confesiones, lo interesante de nuestra lectura —la de muchos como muchas verdades— es que terminamos, los lectores, siendo los asesinos, cuestión que se entiende en la medida en que no hay detectives en
la obra. Y los son porque así lo desea quien desde la historia trata de librarse de un cadáver que habla desde su silencio, que gozó de testigos para que “alguien” asumiera esa muerte. Afirmo desde estas líneas: Yo maté al indeseable García Ordóñez, con permiso de los personajes, para vengarlos, y con la anuencia de Diego Trelles, quien se aleja cada vez más de esa realidad, tan ficción como él mismo. En definitiva, ¿quién termina siendo un autor? Una referencia, un silencio deseado, una fama lejana. Si Diego Trelles no es Sawa, podemos intuir que Sawa es un interventor, un copista, un corrector, un cómplice pedante que no toma parte del asunto, o que se olvida de que condujo el vehículo donde llevaban a García Ordóñez a su matadero particular. ¿Qué hace, entonces, un sujeto, nada exquisito por cierto, en las páginas de un libro donde unos dilettantimosqueteros le “dieron” muerte y lo convirtieron luego en castigo para todos? No debemos olvidar que Sawa también estuvo detenido algunos meses, pero salió libre mientras Gavinet lee el Quijote en voz alta a sus compañeros de prisión. El Chato, mientras tanto, se exilia y cuenta su historia a un anciano profesor que poco pone atención a su “hermosa maldición”.

III
Los cuatro manuscritos, armados por Sawa, revelan que quienes logren leerlos serán cómplices a lo Cortázar, pero más homicidas cuya racionalidad se emparenta con la de quien narra en Los golpes a la puerta de Macbeth: “La razón es que permite el predominio de su inteligencia sobre sus ojos (...). Todos los demás asesinatos palidecen ante el profundo escarlata de los suyos; como me decía en tono quejumbroso un aficionado: ‘Desde aquellos tiempos no se ha hecho absolutamente nada o bien nada de que valga la pena hablar’ ”. ¿Qué hace Sawa? Darle sazón a un homicidio común. Convertirlo en una escena donde los protagonistas aparezcan como símbolos, como recados de una aventura que se convierte en tragedia.

Foto: EFE
El perro de presa que era García Ordóñez acabó con el Círculo. Condenó a algunos y sacó del anonimato a otros. Es decir, esta metaficción hizo posible “mi” realidad como lector, como parte de un crimen que a diario cometemos. El Círculo no ha desaparecido. Quedó Sawa como empresario editor, cuestión que nos hace dudar de él.

Por cierto, ¿en qué parte de su memoria vive Alejandro Sawa? ¿Cuántas veces Onetti, Micky de Cervantes, Oswaldo Reynoso, Vargas Llosa, Bolaño, Vallejo o Borges volverán a ser parte de una aventura como ésta en la Lima de aquellos años, en la Lima que sigue allí, habitada por Ganivet, el Chato, Larrita, Casandra y el fantasma de Alejandro Sawa? ¿Continúa vigente el Club de enemigos de Neruda? ¿Cuántos golpes necesita Vallejo para seguir viviendo bajo la lluvia parisina?

La carta de Casandra a Eric Rohmer es una metáfora del pasado. Del olvido. Una justificación intelectual, psicológica, un despecho, una desgarradura superior a cualquier muerte. García Ordóñez —su ahogo— no supera los amores del tío Manolo, hermosa maldición que sí habría valido la pena.





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