Friday, March 14, 2014

El Polvo de los Muertos de Norberto José Olivar

—por Valmore Muñoz Arteaga (*)—

Heinrich Heine es, algunos siempre son, un brutal poeta y pensador alemán cuya obra se desarrolló en lo que hemos acordado en llamar Romanticismo. Hace bien poco, mientras leía el soberbio libro Crítica de la Razón Cínica del filósofo, también alemán, Peter Sloterdijk, me topé con unos versos de Heine que dicen: “Conozco la melodía, conozco el texto / Conozco también a los señores autores / Sé que en secreto beben vino / y en público predican el agua” Estos versos conforman el inicio de su Wintermärchen dentro del cual el poeta reflexiona acerca del despierto saber que las cabezas dominantes pretenden ponerse como límites discretos; pues prevén en todo momento un caos social si de la noche a la mañana las ideologías, los temores religiosos y acomodaciones desaparecieran de las cabezas de muchos. En honor a la verdad, no sé si este verso tiene que ver con la novela de Norberto, ni siquiera sé si tiene que ver en parte, pero me pareció un buen punto para comenzar.

Norberto es mi amigo, creo que eso lo saben de sobra. Un amigo tal y como lo describiera Roberto Bolaño, que también es mi amigo aunque él no se enterara nunca, es decir, un dinosaurio que atraviesa un pantano y al que no podemos asir ni llamar ni advertirle nada. Los amigos son raros, siempre desaparecen. Por eso, da la impresión, de que uno está preparado para la amistad, pero no para los amigos. Los amigos siempre desaparecen y lo hacen en tan diversas formas que explicarlo sería un acto de desvanecimiento. Por ejemplo, Norberto lo hace a través de novelas donde todos desaparecen y sólo queda, allí, como una bofetada brutal, historias que parecen haber sido extraídas de algún secreto manual para conspiradores. Esto me recuerda al no tan amable de Schopenhauer, quien se sentó a escribir una historia de la filosofía que le gustara, algo parecido ha hecho otro conspirador llamado Michel Onfray, espíritu conspirador que animó a Enrique Vila-Matas a escribir su historia de la literatura portátil y a Norberto a escribir la otra historia de una ciudad carente de memoria. Creo que todos saben que ser historiador como Norberto y vivir en una ciudad sin memoria, ni reciente ni lejana, te convierte, aunque no se quiera, en un novelista. Para algunos esto puede sonar a insulto, pero no se preocupen, no parece un insulto, lo es.

Norberto José Olivar
foto: revistadomical.com.ve
El amigo Norberto emprende, una vez más, a extraer de las oscuras vísceras de esta playa, la otra historia, la pequeña, esa que se pierde en los periódicos luego de que religiosamente vamos al baño todas las mañanas. Esa historia pequeña que termina dándole vida a la gran historia, esa maltrecha, escandalosa, en fin, pequeña historia, que termina siempre por darle sentido humano a las cosas. Norberto asume, así como uno de los personajes de su novela, ser portador de sus difuntos y pensarlos para que no desaparezcan del todo, mantenerlos aquí con la finalidad de que sus ausencias nos digan algo, algo que, por lo general, no queremos ya escuchar, en vista de que usualmente nos comprometen la existencia. No, no se incomoden con esto, recuerden que nuestra memoria es corta y el espectáculo siempre está dispuesto para los charlatanes que saben cómo hacer encarnar el lenguaje y producir otras historias mucho más cómodas para nuestras indigencias morales.

El amigo Norberto lanza una pregunta en boca del matemático Kurt Gödel “¿Qué sentido tiene para la humanidad no poder probar ni siquiera aquello que asumimos como verdadero?” Quizás, como el mismo Norberto afirma, se trate de una trampa para que terminemos por aceptarlo todo. De ser así, qué terrible mácula la de ser historiador y novelista al mismo tiempo, en especial debido a que el acto de escribir siempre dice algo acera de nuestra fe en la humanidad. Esto me recuerda que un taxista le decía a Vila-Matas que dejara la escritura y se dedicara a ser taxista, ya que, según el hombre del volante, se es más feliz sabiendo menos. Quizás a esto se deba la inauténtica felicidad con la que en Venezuela se señala siempre al maracucho, ustedes saben que para esos otros maracucho y zuliano es la misma cosa. Felicidad boba, vacía, sin argumento, pero que siempre nos brinda la posibilidad de otra cervecita, ustedes saben, la del estribo. Entiendo ahora al pobre Projarov, así como a Hesnor Rivera y a otros tantos personajes de Norberto, entiendo por qué viven atormentados por el miedo al olvido. A los personajes de sus novelas y cuentos les horroriza saber que la gente los abandonará al cerrar el libro, al culminar la historia, así como nosotros, así como todo, así como siempre. Entonces, ¿la verdad es el olvido? No lo sé, se me ocurrió una vez preguntárselo a Nietzsche y me respondió, sin ninguna alteración en el rostro ni en la voz, que la verdad es sólo una hueste en movimiento de metáforas, metonimias, antropomorfismos. En resumidas cuentas, dirá, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamente y que, después de un prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes; las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado –otra vez el olvido– que lo son; metáforas que se han vuelto gastadas y sin fuerza sensible, monedas que han perdido su troquelado y no son ahora ya consideradas como monedas, sino como metal.

El autor
foto: Williams Marrero
Maracaibo es un pueblo sin memoria y la memoria es el espacio donde el amor reside. El recuerdo es la mano que agita al corazón cuando late y los cementerios están llenos de recuerdos que de ahí no salen. El vivo al dar el paso fuera del camposanto siente el alivio del viento en la cara y continúa su camino intentando escapar de la muerte. Ricardo Blasco advertía con resignación que Maracaibo es un error tremendo y sin disposición de enmienda. La dignidad de un pueblo está en sus cementerios. ¿Cuándo fue la última vez que vieron un cementerio de la ciudad? Mejor todavía, cuántos turistas vienen a Maracaibo a visitar, por ejemplo, el Corazón de Jesús. No, ninguno, nadie, sólo hay tres cementerios abarrotados y al borde de quedar sin fosas, sólo monte, calor y recuerdos de recuerdos de recuerdos. Buscando entre la maleza de la memoria, Norberto vuelve a acudir a los espiritistas que hicieron vida en la ciudad. La historia del espiritismo de Maracaibo se pasea, consciente o inconscientemente, por todas las historias de Norberto. La historia de esta ciudad parece ser una vieja herida a la cual Norberto vuelve una y otra vez,, una herida brutal y sorda hecha seguramente por algún demonio alucinado, probablemente borracho como borracha es la realidad en esta playa vieja y fea, ridícula y acomplejada. Ese demonio le habló directo a Norberto para decirle que las cosas que vemos están en nuestra alma, que la realidad es insondable, acaso una representación de nuestro interior, que nunca hay que fiarse de lo que nos ocurre. Entonces, ¿Maracaibo es Norberto? ¿Lo que ve Norberto en Maracaibo es la representación de su alma? Cuando digo que Maracaibo es una playa vieja y fea, ridícula y acomplejada es porque, en realidad, vieja y fea, ridícula y acomplejada es mi alma. ¿Quién enfermó a quién? Ya qué importa, por suerte, yo soy maracucho y, yo diría que, dentro de cinco minutos, se me olvidará todo esto.

Importa, eso sí, que estamos presentando una nueva novela de Norberto José Olivar que es mi amigo que escribe, ahora no lo sé, sobre Maracaibo o su alma, pero que, en todo caso, un libro publicado es el simbolismo inequívoco de que esperanzas quedan. Importa que ahora guardo silencio por la salud de mi alma, guardo silencio en el silencio de Nietzsche que dice que la Filosofía ofrece al hombre un asilo en el que ninguna tiranía puede penetrar, la caverna de la intimidad, el laberinto del pecho: y esto enfurece a los tiranos. Nietzsche también dijo que el hombre debe poner a salvo su libertad en su interior. Aquí pretendo quedarme, sin decir una palabra más, que Norberto continúe este largo trecho de señalar la vulgar y repugnante mentira que enlaza a esta sociedad moderna, yo, sin duda, lo acompañaré en silencio sin dejar de seguir ni un solo día, ni un solo instante una verdad más antigua, la más antigua de todas.




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(*) Maracaibo, Zulia, Venezuela. Profesor en la Universidad Católica Cecilio Acosta. MSc. en Filosofía.







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