A Elena Poniatowska
Silvia Molina.foto:aztecanoticias.com.mx |
Claro que no creo en la suerte, mamá. Ya está usted
como mi papá. No me diga que fue un soñador; era un enfermo —con el perdón de
usted. ¿Qué otra cosa? Para mí, la fortuna está ahí o, de plano, no está. Nada
de que nos vamos a sacar la lotería. ¿Cuál lotería? No, mamá. La vida no es
ninguna ilusión; es la vida, y se acabó. Está bueno para los niños que creen en
todo: “Te voy a traer la camita”, y de tanto esperar; pues se van olvidando.
Aunque le diré. A veces, pasa el tiempo y uno se niega a olvidar ciertas
promesas; como aquella; como aquella tarde en que mi papá me llevó a ver la
casa nueva de la colonia Anzures.
El trayecto en el camión, desde la San Rafael, me
pareció diferente, mamá. Como si fuera otro… Me iba fijando en los árboles —se
llaman fresnos, insistía él—, en los camellones repletos de flores anaranjadas
y amarillas —son girasoles y margaritas—, decía.
Miles de veces habíamos recorrido Melchor Ocampo,
pero nunca hasta Gutemberg. La amplitud y la limpieza de las calles me gustaba
cada vez más. No quería recordar la San Rafael, tan triste y tan vieja: “No
está sucia, son los años” —repelaba usted siempre, mamá. ¿Se acuerda? Tampoco
quería pensar en nuestra privada sin intimidad y sin agua.
Mi papá se detuvo antes de entrar y me preguntó:
—¿Qué te parece? Un sueño, ¿verdad?
Tenía la reja blanca, recién pintada. A través de
ella vi por primera vez la casa nueva… La cuidaba un hombre uniformado. Se me
hizo tan… igual que cuando usted compra una tela: olor a nuevo, a fresco, a
ganas de sentirla.
Abrí bien los ojos, mamá. Él me llevaba de aquí para
allá de la mano. Cuando subimos me dijo: “Ésta va a ser tu recámara”. Había
inflado el pecho y hasta parecía que se le cortaba la voz de la emoción. Para
mí solita, pensé. Ya no tendría que dormir con mis hermanos. Apenas abrí una
puerta, él se apresuró: “Para que guardes la ropa”. Y la verdad, la puse allí,
muy acomodadita en las tablas, y mis tres vestidos colgados, y mis tesoros en
aquellos cajones. Me dieron ganas de saltar en la cama del gusto, pero él me
detuvo y abrió la otra puerta: “Mira”, murmuró, “un baño”. Y yo me tendí con el
pensamiento en aquella tina inmensa, suelto mi cuerpo para que el agua lo
arrullara.
foto:wordpress/el baúl de los olvidos |
Luego me enseñó su recámara, su baño, su vestidor.
Se enrollaba el bigote como cuando estaba ansioso. Y yo, mamá, la sospeché
enlazada a él en esa camota —no se parecía en nada a la suya—, en la que harían
sus cosas sin que sus hijos escucháramos. Después, salió usted recién bañada, olorosa
a durazno, a manzana, a limpio. Contenta, mamá, muy contenta de haberlo
abrazado a solas, sin la perturbación ni los lloridos de mis hermanos.
Pasamos por el cuarto de las niñas, rosa como sus
mejillas y las camitas gemelas; y luego, mamá, por el cuarto de los niños que “ya
verás, acá van a poner los cochecitos y los soldados”. Anduvimos por la sala,
porque tenía sala; y por el comedor y por la cocina y por el cuarto de lavar y
planchar. Me subió hasta la azotea y me bajó de prisa porque “tienes que ver el
cuarto para mi restirador”. Y lo encerré ahí para que hiciera sus dibujos sin
gritos ni peleas, sin niños cállense que su papá está trabajando, que se quema
las pestañas de dibujante para darnos de comer.
No quería irme de allí nunca, mamá. Aun encerrada
viviría feliz. Esperaría a que llegaran ustedes, miraría las paredes lisitas,
me sentaría en los pisos de mosaico, en las alfombras, en la sala acojinada; me
bañaría en cada uno de los baños; subiría y bajaría cientos, miles de veces, la
escalera de piedra y la de caracol; hornearía muchos panes para saborearlos
despacito en el comedor. Allí esperaría la llegada de usted, mamá, la de Anita,
de Rebe, de Gonza, del bebé, y mientras también escribiría una composición para
la escuela: La casa nueva.
En esta casa, mi familia va a ser feliz. Mi mamá no se volverá a
quejar de la mugre en que vivimos. Mi papá no irá a la cantina; llegará
temprano a dibujar. Yo voy a tener mi cuartito, mío, para mí solita; y mis
hermanos…
No sé qué me dio por soltarme de su mano, mamá. Corrí
escaleras arriba, a mi recámara, a verla otra vez, a mirar bien los muebles y
su gran ventanal; y toqué la cama para estar segura de que no era una de tantas
promesas de mi papá, que allí estaba todo tan real como yo misma, cuando el
hombre uniformado me ordenó:
—Bájate, vamos a cerrar.
Casi ruedo por las escaleras, el corazón se me salía
por la boca:
—¿Cómo que van a cerrar, papá? ¿No es mi recámara?
Ni con el tiempo he podido olvidar: que iba a ser
nuestra cuando se hiciera la rifa.
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La
casa nueva © Silvia Molina, 1989
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