—por
Alberto Hernández—
Abrumado por la hora, por la casi ficticia manía de
empezar a ser personaje del libro, peregrino bajo una tormenta, ingreso en Demasiado tarde para volver (La
Biblioteca del Tranvía, Ediciones Tres Fronteras, Consejería de Cultura,
Juventud y Deportes de Murcia; España, 2008) de Miguel A. Hernández Navarro,
“profesor de historia del arte, gestor cultural, crítico literario y eterno
aspirante a tirador de esgrima”, según sus propias palabras. Se trata de un
sujeto alto, medio calvo, barbado, muy español, de mirada inteligente, de trato
simpático y alejado de alguna maledicencia si no sabe que quien lo ve de
soslayo o lo maltrata de pensamiento (esto formaría parte de una de las
condiciones para elaborar un reducido espacio de ficción), y desde esa
suposición pasamos a ser parte de un juego. Parte del juego de un narrador que
hace maromas y peripecias con la imaginación, no sólo con la de él sino con la
del lector que sufre las consecuencias del ingenio del que escribe o inventa
para solazarse en su osadía.
Valga la entrada un tanto agreste. Me topo con el
libro y me doy a leerlo pasadas varias semanas de tenerlo al lado de mis
exaltados y recurrentes sueños. De alguna pesadilla entrometida, luego de
habernos encontrado en la Feria Internacional del Libro de la Universidad de
Carabobo en Valencia, Venezuela. Y digo que dormía conmigo porque en verdad
dormía conmigo. Le pasaba la mano por la solapa, lo acariciaba, pero no lo
abría, no lo despernaba. No lo despertaba. Me distraían otros títulos
pendientes u otras emergencias (llegaron primero a esta mesa de angustia que
significa ver un montón de libros al lado de la cama). Le daba vueltas,
paseíllos de torero. Hasta que el mismo libro de Miguel me reclamó. Me hizo
soñarlo. Así, lo tomé y me habló con recia voz y acento ibéricamente marcado:
Salió
unos minutos a dar un paseo. Al poco miró el reloj. El tiempo había pasado
volando. Ya era demasiado tarde para volver.
Entonces me agarré de mí mismo —me sujeté con los
brazos de ese alguien que soy— y traté de no irme volando con el tiempo. El
relato de Miguel A. Hernández Navarro tiene esa virtud: es tan corto y dice
tanto que es capaz de borrarnos del mapa. Me da la impresión de que esa es la
intención del autor. Su mala sangre es
tan notoria: claro, todo escritor de minificción, microrrelatos o cuentos
cortos o cortísimos tiene que tenerla, que no de horchata, de lo contrario
sería un redomado militante del muy bajo y engreído romanticismo. O un monje a
punto de recibir el aro testal del santo.
La lectura es a saltos. Como se deben leer algunos
libros, sobre todo si tienen las características de éste de Hernández Navarro.
Se trata de un compendio (mejor, de una buena ristra) de cuentos, relatos,
historias, inflexiones, revelaciones, anécdotas, confesiones, secretos. Vaya,
se trata de un libro de cuentos cortos donde el lector se ve (o siente que lo
hace aunque sea con el vecino) dibujado y hasta sufrido. Y como es demasiado
tarde para regresar a casa, nos quedamos en sus páginas para hablar un poco de
ellos, de los cuentos, claro. El libro, bellamente editado, está dividido en
tres partes, a saber: Viajar a
ninguna parte, Poéticas del fango y Memorias del otro lado. Son tres
instancias que hacen que quien las lea se arrugue un poco. Nuestro autor tiene
una capacidad para entumecer a los lectores. Los achica, los acogota: es decir,
es un libro muy bien escrito con historias que logran revolcar el alma, el
espíritu y los músculos. Es un libro duramente peligroso. Digo,
desestabilizador, conspirador contra el mismo lector porque lo preocupa, lo
desencaja. A mí al menos me causó una alergia síquica. Quiere decir que es un
buen libro. Porque un libro anodino, dulzón, gustavoadolfobecqueriano no me
ajusta las cuentas que tengo pendientes. Este sí.
Y quiero decirlo, muy informalmente, con el primero
que nos recibe en el portal de la casa: un personaje viaja en un avión que se
va en picada, directo a estrellarse contra el copete del mundo. Quien cuenta,
un sujeto que quiere dejar escrito el cuento más corto, pero que no ha podido
hacerlo, se esmera en ello mientras el avión va directo al desastre. Tomó el
lápiz y le puso energía a su imaginación. Sólo pudo rasguñar: “Todo lo que no
he escrito”. Y dejó el papel. Pero el bendito aparato recuperó el vuelo, volvió
a la normalidad y las amígdalas de los pasajeros también regresaron a su lugar,
como las pelotas. Pero el escritor no logró sentirse sacudido por el hecho de
haberse salvado como los otros. Quería morir inmortalizado por ese cuento.
Nada: no dejó una obra acabada. La decepción lo llevaría a abandonar el oficio
de, en serio, escribir una novela. Sólo le sale siempre el mismo cuento, la
misma extensión. Desde ese instante, con el que termina el relato de su fallida
muerte, comienza el libro que tengo en las manos.
|
Miguel Ángel Hernández. foto: Javier Carrión |
La lectura de estas hojas de Hernández Navarro me
conduce a la creencia de que el humor negro (hay humores de humores y de muchos
colores, valga la rima, Quevedo) forma parte del éxito de todos los fracasos:
el pesimismo, la certidumbre de que todo nos lleva a un precipicio. De que un
cuento corto no es más que eso: un deseo, el de saber lo que nos espera.
Temas: la incertidumbre, la caída y la muerte. Mirar
y escribir desde esas perspectivas, desde la cortedad para simular una herida,
una cortadura, el instante del ahogo, la sensación de ser pisado por alguien
que sonríe. Y la muerte, ese rostro macilento que nos enseña los dientes desde
un espejo. Y, demasiado tarde para entenderlo. O demasiado temprano para
tenerlo presente. O para volver, regresar, retornar, entrar o salir.
3
Viajar a ninguna parte contiene un viaje. La épica
de la traslación, la de no estarse quieto, pero en esta porfía de nuestro autor
quien viaja imagina que lo hace y convierte la travesía en un regreso, que a la
larga es un viaje. Así:
Subió
al tren con la única intención de perderse para siempre. Al sentarse, leyó este
cuento y meditó unos segundos. Bajó en la siguiente parada y regresó a casa. No
necesitó la distancia para errar eternamente.
El cuento como protagonista, como personaje, como
inquina, motivo del regreso, ya existía. Es decir, el retorno estaba escrito.
El errar eternamente indica
un viaje interminable. Un cuento interminable. Una teoría que se agudiza en
quien desanda paisajes. Viajar también indica quedarse en un solo sitio,
eternamente. El que viaja se desgasta, mas no el cuento. El trabajo de Miguel
le permite al entrometido que esto escribe hacer ficción, hacerse ficción con
el mismo cuento. No hay realidad en medio de tanta errancia.
Y en el próximo, la pérdida, la creencia de que ella
estaba allí. O de que estuvo con la llegada del tren. Nunca lo sabrá: no bajó
al andén. O el anterior, el sujeto que se fue y logra probar en el espejo que
ya se ha ido, que no está, que es en el lugar. Un viaje para no saberse, para
no ubicarse. O, en todo caso, para situarse en un no lugar. Varios son los
viajes: total, ninguno devela el regreso, el saludo de alguien que lo despida.
Un viaje en el mismo lugar. Hasta en la muerte.
|
photo by Javier Carrión |
4
Poética del fango
¿Por
qué has dejado de escribir?, me pregunta a veces el hombre de gris. Yo lo miro
fijamente, pero no sé qué responderle. Entonces me levanto del fango, hago como
que estoy vivo, me siento frente al ordenador y escribo estas líneas. Perfecto,
dice el hombre de gris. No queda ya nada en tu mente digno de ser contado.
Vuelve al lugar donde te escondes. Nadie irá allí a buscarte.
¿Qué quiere decirnos este personaje, este narrador,
este sujeto, este escritor que vive pegado del piso? ¿Se trata de un escritor
de negro, es un esclavo, una visión dolorosa de quien no logra ser lo que
quiere? ¿Un trozo de goma de mascar? ¿Metáfora del escritor marginado? ¿Acaso
la que representa el vacío, la nada, el nonsense o la depresión de quien viaja y no viaja, sale y no
regresa? El suicidio, la desmemoria, el crimen, temas que no necesitan
presentación están colgados de estos relatos.
Dos que desafían la tranquilidad:
Al
ver que ya nada tenía remedio, hizo de tripas corazón y se comió todo el amor
que sentía por ella.
**
Tuve
que comerme sus vísceras para comprender por qué decían de él que era una
persona entrañable.
Ahora me sabe mal haberlo hecho, y también sé por
qué lo llamaban el repetitivo.
Suficiente hasta el próximo almuerzo.
Memoria
del otro lado nos lleva a sentirnos fantasmas,
perseguidos, muertos en vida, simples imágenes borrosas de la existencia. Una
atmósfera gótica en la que tanto escritor como lector forman parte del mismo
misterio, porque quien sea lector no se juzga peor muchas veces que el mismo
que inventa la historia. Y cuando afirmo peor digo perverso, maligno,
ingenioso, buscador de tesoros perdidos, cuentista, invencionero.
Después
de un largo período, hoy he vuelto a ver mi rostro en un espejo. Ha sido fugaz,
apenas un segundo, el tiempo que la estaca ha tardado en atravesarme el
corazón.
El lector, digo, este yo que lee, convertido en
Drácula, en un miserable vampiro que lee con delectación el cuento que habrá de
matarlo. El cuento es el espejo, la narrativa de la mortalidad.
Y así, este otro en el que Poe no se podría
desmentir:
Pasaba
las noches en vela rezando frente a aquella tumba solitaria. Al salir el sol,
volvía a meterse en ella. Le costaba horrores volver a acomodar su cuerpo al
ataúd. Cada vez menos, afortunadamente.
Si la soledad es un personaje, en este relato es tan
visible, tan notable que hace que los huesos disminuyan.
Definitivamente, Miguel A. Hernández Navarro, autor
de una importante obra narrativa, es un hombre que hace literatura. Él mismo lo
ha confesado: el mejor de los placeres. Con este libro de bolsillo donde nos
somete al escarnio público de hacernos parte de su imaginario, comprobamos que
como lectores también somos sujetos de literatura. Existimos en la medida en
que entramos en la ficción. Y con este trabajo lo hemos logrado, los lectores y
quien la ha escrito.
Demasiado tarde para dejar a un lado estas páginas.