—por Valmore
Muñoz Arteaga[1]—
Estoy trabajando en un ensayo cuyo tema central es
la relación entre Nietzsche y Wagner. En el ensayo deambulo de manera imprecisa
sobre la idea de lo vital que fue el compositor en la vida del pensador alemán.
Más importante que la propia relación que sostuvo con Lou Andrea von Salomé.
Por cierto, mujer poderosa que sometió el corazón de Nietzsche con mayor virulencia
de lo que pudo hacerlo Cósima Wagner. Dos mujeres que lo hicieron sufrir
profundamente por amor. Se me antoja pensar que ambas mujeres fueron la
venganza de Hegel. Nietzsche quedó atrapado dentro de las vicisitudes de la
relación entre amo (Salomé y Cósima) y esclavo.
¿Qué es lo que deseas? Parece preguntarle desde la
bruma eterna el viejo Hegel a Nietzsche. ¿Qué es lo que deseas? ¿Una historia?
¿Tu historia acaso? Hasta acá sube –¿o baja?– el aroma brutal de tu conciencia
deseante. Aquí puedo sentir la calidez de su respiración. Fuelle de tu virtud.
Ánimo impoluto de tu voluntad. Tu consuelo solemne. Sobre ella crece tu
desierto, ese desierto que no has podido ocultar. Que asoma su calor y su
aridez por tu bigote. Salomé y Cósima, sí, esas dos olas blancas que chocan
irrespetuosamente contra la dureza quebradiza de tu lascivia. Entregado,
entusiasmado, arrebatado orgullosamente en tu prisión. ¿Qué deseas, pequeño?
Deseas tu deseo y tu deseo es el reconocimiento. Quieres ser reconocido como
poder mítico de la vida. Quieres ser reconocido como la alianza sagrada entre
los hombres, como rasgadura en el velo de Maya. Quieres que así te reconozcan
esos dos animales humanos, pero has equivocado el camino. Te volviste
dependiente. Olvidaste tu propio látigo. Tu palabra se hizo espeso líquido
donde te disolviste solo. Ellas decidieron su rumbo. Tú decidiste matar a Dios por
no poder matarte.
Nietzsche, portador confeso del Übermensch
–Superhombre– no fue más que una conciencia frágil frente a la infinita
fortaleza de estas dos mujeres. Sartre diría que, desde esta óptica, Nietzsche,
justamente por esa fragilidad, terminó amando más a estas mujeres de lo que
ellas pudieron haberlo amado. Esa conciencia frágil, débil, terminó sometida
sensiblemente a estas dos mujeres. Y sí, claro, Nietzsche, pobre Nietzsche,
débil y malogrado, termina cumpliendo con el dictamen de su propio pensamiento:
pereció. Creo que sí, creo que se puede morir de amor puesto que, así lo creo,
en ese momento, en ese instante infinito y eterno, el Yo queda totalmente en
banca rota, abrumado, descompuesto, triturado, asfixiado entre recuerdos
–reales y ficticios– que van afianzando más los pasos de la muerte, pero no la
muerte física o biológica, hablo de otra muerte, una peor. Esa muerte que nos
deja vivos, con la piel tan sensible que todo duele y ese dolor parece que va
fundando otras comunidades en el cuerpo en cuya fuente parece nacer otro ser.
Por eso, escribe Nietzsche en algún diario, me entrego a la fuerza disolvente
de lo dionisiaco, me vuelvo grieta que cobra conciencia ahora frente al abismo.
Esta soledad es un mar eterno, un tejer cambiante, un vivir ardiente que arde,
quema. ¿Sobre qué parece sostenerse el Superhombre nietzscheano? Sobre la nada
infinita a la que nos obliga el amor ausente.
El amor te ahogó el rugido, ese rugido moral que
pretendiste lanzar ante las hijas del desierto. El amor te transformó en la
sombra de un cuerpo descarnado, poseído por un dios desconocido. Pudiste con
los múltiples espíritus peligrosos y extraños, con todos menos con uno. El
amor, el brutal amor, te alejó de la conciencia de sus peligros. Ese
sentimiento que, como sintió Baudelaire, te vuelve herida y cuchillo, bofetada
y mejilla, víctima y verdugo. Sentimiento encarnado en Salomé y Cósima que nos
condena siempre a una muerte prematura. Esta muerte desorientadora que
desencadena al sol de la tierra. ¿Hacia dónde movernos ahora? ¿Cómo vivir
dentro de esta incertidumbre de no saber si caemos realmente? ¿No saber si
erramos como a través de una nada infinita? ¿Cómo pudiste soportar la vida así?
Bebiste del elixir wagneriano para cortar con las
cosas del mundo, pero te envenenó. Te abrió los ojos a los ditirambos de
Dioniso inflamándolos de lágrimas celestes y gotas de rocío. Te abrió los ojos
para transformarte en bufón, en poeta, en ¿pretendiente de la verdad? Todas
llevaron un nombre. Todas fueron Isolda. Isolda que dulce y tierna sonríe para
hacernos resplandecer cada vez más luminosos. Nos inflama el corazón animoso
con augustos suspiros y de cuyos labios, deleitosos y suaves, fluye un hálito
puro. Escuchamos esa voz llena de maravillosa suavidad colocando sobre nuestros
labios las palabras que nos sostienen la vida. ¿Y ahora, Federico? ¿A qué cosa
aferrarse cuando esa voz se apaga luego de nombrar al mundo desde ella?
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[1] Maracaibo, Zulia, Venezuela. Profesor en la
Universidad Católica Cecilio Acosta. MSc. En Filosofía.
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