—por Alberto
Hernández—
I
Molière —como se le conoce en el mundo teatral— murió
varias veces en escena, pero en una sola se convirtió en el verdadero “actor”.
Es decir, Jean-Baptiste Poquelin fue obligado por una enfermedad a morir “de
verdad” una sola vez, y dejar constancia de que sabía morir, o que al menos la
muerte es genialmente histriónica.
El enfermo imaginario, una de las obras más celebradas del clásico francés, sirvió de
telón de fondo funerario del propio autor. Molière falleció durante la puesta
de esta pieza que sigue siendo la “muerte” de un hipocondríaco que hizo casar a
su hija con un médico para sentirse atendido sin dilación. Así, mientras el
verdadero enfermo que era Molière moría en proscenio, el público aplaudía y
reía sin parar. La muerte triunfante, personificada por la misma muerte.
Innumerables veces quedó tendido el cuerpo muerto del
personaje. Pero al cerrar el telón, el ingenioso comediante se levantaba con la
muerte cerca, es decir, vivo él y viva la muerte. Estaba enfermo, gravemente
amenazado por una dolencia que no era nada teatral o pública. Quizás se
imaginaba —imaginario al fin— que la señora calva, la cantante amada de
Ionesco, estaría lista para definitivamente despedirlo con un cerrado aplauso.
II
El personaje —mimesis, farsa, máscara— continúa vivo,
muriendo cuantas veces sea posible poner en escena la obra de quien, actor,
quedó definitivamente sobre las tablas, muerto. Personaje y actor se encuentran
y se separan. Se encuentran en la muerte teatral. Se separan en la muerte
histriónica, porque, tanto la muerte imaginaria como la verdadera, suelen ser
festivas y dolorosas. La permanencia del personaje supera la realidad, supera
al actor. Esta separación, esta frontera, confirma la imagen de quien a diario
tiene que “morir” para hacer creer que venció a la muerte. Quien en verdad
murió por una enfermedad nada imaginaria, quedó eternamente fijado en la mirada
de quienes no advirtieron que el actor había sucumbido, en la creencia de que
había sido el actor. La perfección de la muerte provocó la risa, el aplauso.
La enseñanza es clara: la verdad no existe en una sola
perspectiva. Son tantas las maneras de verla y encontrarla, aunque se fracase
como Diógenes. Creer tenerla al alcance es saber —si es que se sabe— que la
razón podría ser la muerte. Límite entre el ahogo y la hipocresía.
El éxito es agonía. La muerte, en este caso, fue la
culminación exitosa del dramaturgo francés. Murió para quedarse, más allá del
actor. El personaje de El enfermo
imaginario convirtió a Molière en personaje histórico. De volver a
ocurrir que quien encarna al personaje muere en escena, hace de Molière pionero
de la tragedia en plena comedia. ¿O acaso la muerte no es una comedia
trasvertida?
III
¿Cuántas veces muere un hombre? El común afirma que se
muere a diario, que el tiempo carga la muerte sobre sus hombros. Ver morir a
alguien es parte del juego: morimos con quien muere porque repasamos su agonía.
Vemos en la muerte ajena la propia. De manera que quienes ese día vieron morir
de verdad al actor, supieron que la muerte de ellos estaba pendiente, seguía en
la mirada imitativa del actor, toda vez que la muerte del actor se hacía
festiva una vez salía el elenco a saludar y a agradecer los aplausos. Pero esa
vez el actor no salió. El personaje quedó instalado en la memoria colectiva. La
muerte, gozosa, aplaudió en el balcón más caro. Burguesa. La muerte eternizó al
personaje: mató al actor. No obstante, personaje y actor también se confunden:
Molière fue creador del personaje y carnadura del actor. El pasaje de su muerte
quedó intacta: pequeño dios, contó su muerte, la celebró en público. Ambos,
actor y personaje, lograron tocarse, ser los mismos en la inequívoca presencia
de la tragicomedia. Fiesta y dolor suelen compartir el mismo espacio. La muerte
es fiesta en el teatro, burla en la cotidianidad, dolor en la memoria que se
hace olvido, mas no el teatro.
Pese a ser calificado de efímero, el arte de las
tablas verifica sin pudor alguno que estamos vivos en medio de la muerte, o que
la muerte es la vida del teatro o la vida en el teatro. Molière, con su muerte
genial, sigue abofeteando a quienes lo han olvidado. Ser cortesano del teatro o
majadero del poder, deja muy mal a quienes no saben morir con dignidad en
escena.
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