Friday, July 25, 2014

EL VIENTO LIGERO EN PARMA de ENRIQUE VILA-MATAS (1948) España

—por Alberto Hernández—

1.-
El último ensayo de El viento ligero en Parma, “El discurso de Caracas”, me alienta a acercarme una vez más a Enrique Vila-Matas. Publicado por la editorial independiente Sextopiso de España en 2008, este libro recoge una diversidad de asuntos que siempre han preocupado al escritor barcelonés: personajes de la literatura, reflexiones sobre la cultura, signos y símbolos de lugares, así como su presencia entre la ficción y la realidad, razón por la cual  estoy a punto de creer que el mismo fabulador  forma parte de una metaficción añadida a su larga lista de creaciones.

Digo del último ensayo porque toca de cerca nuestra naturaleza y milagros. El escritor, instalado en un hotel de la capital de mi país, fue asaltado por un ruido que lo sacó de su madrugada. La alarma de un vehículo lo condujo a desvelarse, pero más a desarrollar toda una historia acerca de ciertos sonidos que aún habitan en su memoria. En verdad, el autor catalán no se había percatado de algo que los caraqueños tienen siempre presente: el canto de grillos, ranas y aves, pero también el vértigo que produce el zumbido de un aparato que advierte la presencia de la diaria o nocturna inseguridad.

El hombre que estaba en la habitación y no pegó un ojo por la activación del dispositivo antirrobos, descubrió, al salir del cuarto y asomarse a la terraza que da al jardín, que no se trataba de tal cosa, sino de un pájaro tropical.

El bendito pájaro solitario de la noche caraqueña dio pie para que el ensayista mencionara al escritor venezolano Ednodio Quintero, citara a San Juan de la Cruz, aventara una travesía por diversos jardines donde William Carlos Williams fue parte de una experiencia en Coyoacán, lugar en el que comenzó a nacer El viaje vertical. También aparece Octavio Paz y un poema que aturde y aviva a la vez. Y luego hay otro jardín, en Madeira. Es decir, este trabajo concentra todo un viaje de recuerdos producidos por un extraño pájaro insomne,  instalado en el jardín del Hotel Ávila de Caracas. Pero el ensayo va más allá: hizo de ese pájaro solitario una metáfora, un abrevadero de experiencias, una lista de escritores que andaban solos en su canto y dejaron en el mundo (y al mundo) la escritura que hoy nos salva de la ingratitud.

Cierre insuficiente para volver atrás y leer este libro desde la primera página sin ninguna atadura geográfica. Con ese pájaro caraqueño comenzó al revés una lectura que se puede hacer a partir de cualquiera de sus títulos y quedar satisfecho.

photo: fr.wikipedia.org
2.-
Vago por el Gombrowicz que resume obra y vida, el que Vila-Matas repasa en bien dilatada biografía. Y así, sin dejar para el descanso, El viento ligero en Parma se convierte en un tejido en el que pernoctan Sostiene Pereira, aquella vieja  película de Faenza, con Marcello Mastroianni, y que tuvo mucho que ver con la escritura, una vez más,  de El viaje vertical, la novela que ganara en Caracas el Premio “Rómulo Gallegos”, quizá también cercana al jardín del pájaro solitario que trasnochó al autor.

Otras páginas que concentran la atención y condensan el imaginario de Vila-Matas están en el ensayo Bolaño en la distancia, título con paso de bolero en la voz de Luis Miguel, para ponerlo cercano, y tocar el mito hasta el cansancio. Bolaño se recorre solitario, como el pájaro, en sus Detectives salvajes, otra novela del “Rómulo Gallegos”, que nos atañe y nos abunda.
Los ensayos de este libro de Enrique Vila-Matas rozan su propia obra. En ellos está el fabulador, sus libros, la aventura de haberlos escrito, claves y momentos en que brotaron rodeados de otros autores que han consagrado sus novelas y otras búsquedas literarias. Él es parte de la experiencia de decirse. Vila-Matas es su autobiografía.

3.-
El ensayo que da título al tomo nos anima con La cartuja de Parma. Stendhal asoma su rostro. Es una nota de viaje, una nota que se reconoce en cada monumento, personajes y calles que recorre el autor con la felicidad de saberse en casa. Como saberse en la Cartuja, una estancia, una finca fuera de la ciudad, tan anodina que nadie da con ella, sólo la encuentra el que no se ha despegado de la pasión por la lectura, por los fantasmas que revolotean alrededor de quien la busca. ¿Dónde estará Fabricio del Dongo? Nadie sabe. Las veces que Vila-Matas ha ido a Parma no ha estado en la Cartuja, un símbolo oculto, un secreto que despejan las palabras de nuestro autor, pero sin decir mucho. Sigue entonces Stendhal, entre rojo y negro, sonriendo en su eternidad.

Quien quiera adentrarse en esta pieza del también autor de Bartleby y compañía debe adquirir visa y anotarse con tiempo en cada uno de los títulos que dejamos a buen resguardo, con la intención de que otro lector más avispado que éste los ausculte y los eleve.

Queda de parte del escritor español regresar al Hotel Ávila y reconocerse en el pájaro solitario.





Friday, July 18, 2014

Orfeo revisitado (Viaje a la poesía de Eugenio Montejo)

—por Alberto Hernández—

1
En pleno centro de Valencia, en la estrecha calle Colombia, donde está ubicada la muy vieja farmacia La Torre, Eugenio Montejo cuenta las vueltas de la tierra. Volátil, sumido en una hondura que hace que su mirada sea parte del silencio que corroe las agujas del reloj de la catedral. Camina lentamente hacia la plaza y regresa la mirada a la costra de los muros de la antigua iglesia. Un sonido leve, suave y a la vez firme emerge de sus labios:

La poesía cruza la tierra sola,
apoya su voz en el dolor del mundo
y nada pide...

Entonces el poeta, el instalado en la bruma del tiempo, desaparece en plena calle. Nada pide. Nada pidió. Entregó toda su sabiduría, toda su belleza interior y se marchó en silencio, como siempre andaba.

En pleno centro del mundo, donde el vértigo eleva el significado de las palabras, Montejo retorna a la casa, a su casa, donde lo esperan algunos cercanos a la lectura de sus libros. Esa tarea de convocarlos y reunirlos fue de Aníbal Rodríguez Silva, gracias a la Universidad de los Andes, al Laboratorio de Investigaciones Arte y Poética y a la Dirección General de Cultura y Extensión, ambos organismos dependientes de la mencionada casa de estudios merideña.

2
Y así el título del encuentro, del estudio de la poesía del poeta de Adiós al siglo XX y de Papiros amorosos: Orfeo revisitado: viaje a la poesía de Eugenio Montejo (Mérida 2012). En sus páginas encontramos trabajos de Rafael Cadenas, Miguel Gomes, Josu Landa, Aníbal Rodríguez Silva, Antonio López Ortega, Miguel Marcotrigiano, Judit Gerendas, Gregory Zambrano, Carmen Virginia Carrillo, Nicholas Roberts, Mónica Navia, Harry Almela y Mariano Nava Contreras.

En el prólogo el compilador pergeña que “Eugenio Montejo escribía con letra menuda. Un horario nocturno configuraba su rutina de trabajo; tal vez intentaba escuchar a lo lejos el canto de los últimos gallos que despedían la noche y anunciaban el nuevo día. Quería retener los sonidos de la ciudad pequeña que se perdían en los laberintos urbanos de la ciudad moderna”.

He allí que Montejo, tan dado a silenciar el espacio que ocupaba, tenía en el poema el mejor instante para llenar el mundo de sonidos. Los mismos sonidos que han dado pie para que los mencionados en líneas anteriores se ocuparan de estudiar su paso poético por estos paisajes que aún nos contienen.

3
Quiero destacar las palabras de Antonio López Ortega en su ensayo “La muerte de Eugenio Montejo. De la quietud y sus alrededores”:

De las muchas pérdidas que Montejo nos deja, de las muchas orfandades que heredamos, extrañaremos sobre todo, en estos tiempos confusos, un ejemplo de integridad moral para todos los que se precien de ejercer una condición intelectual, pues estas son, quiérase ver o no, épocas en las que el ejercicio creador o reflexivo, sometido a los cantos de sirena del poder, sucumbe fácilmente a prebendas, parcialidades o, gesto peor, silencio crítico. La deshonra que acompaña a muchos intelectuales de hoy, su mudez inalterable ante las afrentas del poder, no podrá ser advertida de inmediato. Necesitaremos un mínimo de distanciamiento, de recentramiento moral, para recuperar lo que desde Albert Camus hasta Octavio Paz constituye la premisa básica del oficio: la pasión crítica, el ejercicio vigilante que toda sociedad debe darse (y la proa de esta embarcación son los intelectuales) frente a toda forma de poder. Perder a Montejo es perder un modelo, un ancla, un ejemplo cívico. Su ojo vigilante advirtió a muy temprana hora sobre la corrupción del lenguaje (palabras que son escupitajos, mentiras que pasan por verdades, alaridos que suplantan las conversas)...

El Montejo que se marchó en silencio, el silenciado, continúa presente en los textos de todos los poetas del mundo. Quienes lo silenciaron se olvidaron de que ellos pasarán como polvo antiguo.

4
Este libro/homenaje —en el que Eugenio Montejo es una presencia viva— revela la experiencia de la poética de nuestro desaparecido autor. Uno de los más relevantes poetas de la lengua castellana es hoy referencia que deja marcas en la madera de nuestro imaginario.

Que sean los lectores quienes sigan hallando luces en las voces de quienes se reunieron para celebrarlo, para mantenerlo vivo, tanto como estos versos: Con fuego alumbras, / no te olvides que alumbras, / eres tu propia vela / y estás ardiendo.

El gallo de Montejo arde e inventa el amanecer. Cada página de este libro representa su canto.





Friday, July 11, 2014

Cuento: MR. TAYLOR de AUGUSTO MONTERROSO (1921-2003) Guatemala


foto:larepublica.pe
—Menos rara, aunque sin duda más ejemplar —dijo entonces el otro—, es la historia de Mr. Percy Taylor, cazador de cabezas en la selva amazónica.

Se sabe que en 1937 salió de Boston, Massachusetts, en donde había pulido su espíritu hasta el extremo de no tener un centavo. En 1944 aparece por primera vez en América del Sur, en la región del Amazonas, conviviendo con los indígenas de una tribu cuyo nombre no hace falta recordar.

Por sus ojeras y su aspecto famélico pronto llegó a ser conocido allí como "el gringo pobre", y los niños de la escuela hasta lo señalaban con el dedo y le tiraban piedras cuando pasaba con su barba brillante bajo el dorado sol tropical. Pero esto no afligía la humilde condición de Mr. Taylor porque había leído en el primer tomo de las Obras Completas de William G. Knight que si no se siente envidia de los ricos la pobreza no deshonra.

En pocas semanas los naturales se acostumbraron a él y a su ropa extravagante. Además, como tenía los ojos azules y un vago acento extranjero, el Presidente y el Ministro de Relaciones Exteriores lo trataban con singular respeto, temerosos de provocar incidentes internacionales.

Tan pobre y mísero estaba, que cierto día se internó en la selva en busca de hierbas para alimentarse. Había caminado cosa de varios metros sin atreverse a volver el rostro, cuando por pura casualidad vio a través de la maleza dos ojos indígenas que lo observaban decididamente. Un largo estremecimiento recorrió la sensitiva espalda de Mr. Taylor. Pero Mr. Taylor, intrépido, arrostró el peligro y siguió su camino silbando como si nada hubiera pasado.

De un salto (que no hay para qué llamar felino) el nativo se le puso enfrente y exclamó:

Buy head? Money, money.

foto:culturacolectiva.com
A pesar de que el inglés no podía ser peor, Mr. Taylor, algo indispuesto, sacó en claro que el indígena le ofrecía en venta una cabeza de hombre, curiosamente reducida, que traía en la mano.

Es innecesario decir que Mr. Taylor no estaba en capacidad de comprarla; pero como aparentó no comprender, el indio se sintió terriblemente disminuido por no hablar bien el inglés, y se la regaló pidiéndole disculpas.

Grande fue el regocijo con que Mr. Taylor regresó a su choza. Esa noche, acostado boca arriba sobre la precaria estera de palma que le servía de lecho, interrumpido tan solo por el zumbar de las moscas acaloradas que revoloteaban en torno haciéndose obscenamente el amor, Mr. Taylor contempló con deleite durante un buen rato su curiosa adquisición. El mayor goce estético lo extraía de contar, uno por uno, los pelos de la barba y el bigote, y de ver de frente el par de ojillos entre irónicos que parecían sonreírle agradecidos por aquella deferencia.

Hombre de vasta cultura, Mr. Taylor solía entregarse a la contemplación; pero esta vez en seguida se aburrió de sus reflexiones filosóficas y dispuso obsequiar la cabeza a un tío suyo, Mr. Rolston, residente en Nueva York, quien desde la más tierna infancia había revelado una fuerte inclinación por las manifestaciones culturales de los pueblos hispanoamericanos.

Pocos días después el tío de Mr. Taylor le pidió —previa indagación sobre el estado de su importante salud— que por favor lo complaciera con cinco más. Mr. Taylor accedió gustoso al capricho de Mr. Rolston y —no se sabe de qué modo— a vuelta de correo "tenía mucho agrado en satisfacer sus deseos". Muy reconocido, Mr. Rolston le solicitó otras diez. Mr. Taylor se sintió "halagadísimo de poder servirlo". Pero cuando pasado un mes aquél le rogó el envío de veinte, Mr. Taylor, hombre rudo y barbado pero de refinada sensibilidad artística, tuvo el presentimiento de que el hermano de su madre estaba haciendo negocio con ellas.

Bueno, si lo quieren saber, así era. Con toda franqueza, Mr. Rolston se lo dio a entender en una inspirada carta cuyos términos resueltamente comerciales hicieron vibrar como nunca las cuerdas del sensible espíritu de Mr. Taylor.

De inmediato concertaron una sociedad en la que Mr. Taylor se comprometía a obtener y remitir cabezas humanas reducidas en escala industrial, en tanto que Mr. Rolston las vendería lo mejor que pudiera en su país.

Los primeros días hubo algunas molestas dificultades con ciertos tipos del lugar. Pero Mr. Taylor, que en Boston había logrado las mejores notas con un ensayo sobre Joseph Henry Silliman, se reveló como político y obtuvo de las autoridades no sólo el permiso necesario para exportar, sino, además, una concesión exclusiva por noventa y nueve años. Escaso trabajo le costó convencer al guerrero Ejecutivo y a los brujos Legislativos de que aquel paso patriótico enriquecería en corto tiempo a la comunidad, y de que luego luego estarían todos los sedientos aborígenes en posibilidad de beber (cada vez que hicieran una pausa en la recolección de cabezas) de beber un refresco bien frío, cuya fórmula mágica él mismo proporcionaría.

Cuando los miembros de la Cámara, después de un breve pero luminoso esfuerzo intelectual, se dieron cuenta de tales ventajas, sintieron hervir su amor a la patria y en tres días promulgaron un decreto exigiendo al pueblo que acelerara la producción de cabezas reducidas.

Contados meses más tarde, en el país de Mr. Taylor las cabezas alcanzaron aquella popularidad que todos recordamos. Al principio eran privilegio de las familias más pudientes; pero la democracia es la democracia y, nadie lo va a negar, en cuestión de semanas pudieron adquirirlas hasta los mismos maestros de escuela.

Un hogar sin su correspondiente cabeza teníase por un hogar fracasado. Pronto vinieron los coleccionistas y, con ellos, las contradicciones: poseer diecisiete cabezas llegó a ser considerado de mal gusto; pero era distinguido tener once. Se vulgarizaron tanto que los verdaderos elegantes fueron perdiendo interés y ya sólo por excepción adquirían alguna, si presentaba cualquier particularidad que la salvara de lo vulgar. Una, muy rara, con bigotes prusianos, que perteneciera en vida a un general bastante condecorado, fue obsequiada al Instituto Danfeller, el que a su vez donó, como de rayo, tres y medio millones de dólares para impulsar el desenvolvimiento de aquella manifestación cultural, tan excitante, de los pueblos hispanoamericanos.

Mientras tanto, la tribu había progresado en tal forma que ya contaba con una veredita alrededor del Palacio Legislativo. Por esa alegre veredita paseaban los domingos y el Día de la Independencia los miembros del Congreso, carraspeando, luciendo sus plumas, muy serios, riéndose, en las bicicletas que les había obsequiado la Compañía.

Pero, ¿que quieren? No todos los tiempos son buenos. Cuando menos lo esperaban se presentó la primera escasez de cabezas.

Entonces comenzó lo más alegre de la fiesta.

Las meras defunciones resultaron ya insuficientes. El Ministro de Salud Pública se sintió sincero, y una noche caliginosa, con la luz apagada, después de acariciarle un ratito el pecho como por no dejar, le confesó a su mujer que se consideraba incapaz de elevar la mortalidad a un nivel grato a los intereses de la Compañía, a lo que ella le contestó que no se preocupara, que ya vería cómo todo iba a salir bien, y que mejor se durmieran.

Para compensar esa deficiencia administrativa fue indispensable tomar medidas heroicas y se estableció la pena de muerte en forma rigurosa.

Los juristas se consultaron unos a otros y elevaron a la categoría de delito, penado con la horca o el fusilamiento, según su gravedad, hasta la falta más nimia.

Incluso las simples equivocaciones pasaron a ser hechos delictuosos. Ejemplo: si en una conversación banal, alguien, por puro descuido, decía "Hace mucho calor", y posteriormente podía comprobársele, termómetro en mano, que en realidad el calor no era para tanto, se le cobraba un pequeño impuesto y era pasado ahí mismo por las armas, correspondiendo la cabeza a la Compañía y, justo es decirlo, el tronco y las extremidades a los dolientes.

La legislación sobre las enfermedades ganó inmediata resonancia y fue muy comentada por el Cuerpo Diplomático y por las Cancillerías de potencias amigas.

De acuerdo con esa memorable legislación, a los enfermos graves se les concedían veinticuatro horas para poner en orden sus papeles y morirse; pero si en este tiempo tenían suerte y lograban contagiar a la familia, obtenían tantos plazos de un mes como parientes fueran contaminados. Las víctimas de enfermedades leves y los simplemente indispuestos merecían el desprecio de la patria y, en la calle, cualquiera podía escupirle el rostro. Por primera vez en la historia fue reconocida la importancia de los médicos (hubo varios candidatos al premio Nóbel) que no curaban a nadie. Fallecer se convirtió en ejemplo del más exaltado patriotismo, no sólo en el orden nacional, sino en el más glorioso, en el continental.

Con el empuje que alcanzaron otras industrias subsidiarias (la de ataúdes, en primer término, que floreció con la asistencia técnica de la Compañía) el país entró, como se dice, en un periodo de gran auge económico. Este impulso fue particularmente comprobable en una nueva veredita florida, por la que paseaban, envueltas en la melancolía de las doradas tardes de otoño, las señoras de los diputados, cuyas lindas cabecitas decían que sí, que sí, que todo estaba bien, cuando algún periodista solícito, desde el otro lado, las saludaba sonriente sacándose el sombrero.

foto:cuartoscuro
Al margen recordaré que uno de estos periodistas, quien en cierta ocasión emitió un lluvioso estornudo que no pudo justificar, fue acusado de extremista y llevado al paredón de fusilamiento. Sólo después de su abnegado fin los académicos de la lengua reconocieron que ese periodista era una de las más grandes cabezas del país; pero una vez reducida quedó tan bien que ni siquiera se notaba la diferencia.

¿Y Mr. Taylor? Para ese tiempo ya había sido designado consejero particular del Presidente Constitucional. Ahora, y como ejemplo de lo que puede el esfuerzo individual, contaba los miles por miles; mas esto no le quitaba el sueño porque había leído en el último tomo de las Obras completas de William G. Knight que ser millonario no deshonra si no se desprecia a los pobres.

Creo que con ésta será la segunda vez que diga que no todos los tiempos son buenos. Dada la prosperidad del negocio llegó un momento en que del vecindario sólo iban quedando ya las autoridades y sus señoras y los periodistas y sus señoras. Sin mucho esfuerzo, el cerebro de Mr. Taylor discurrió que el único remedio posible era fomentar la guerra con las tribus vecinas. ¿Por qué no? El progreso.

Con la ayuda de unos cañoncitos, la primera tribu fue limpiamente descabezada en escasos tres meses. Mr. Taylor saboreó la gloria de extender sus dominios. Luego vino la segunda; después la tercera y la cuarta y la quinta. El progreso se extendió con tanta rapidez que llegó la hora en que, por más esfuerzos que realizaron los técnicos, no fue posible encontrar tribus vecinas a quienes hacer la guerra.

Fue el principio del fin.

Las vereditas empezaron a languidecer. Sólo de vez en cuando se veía transitar por ellas a alguna señora, a algún poeta laureado con su libro bajo el brazo. La maleza, de nuevo, se apoderó de las dos, haciendo difícil y espinoso el delicado paso de las damas. Con las cabezas, escasearon las bicicletas y casi desaparecieron del todo los alegres saludos optimistas.

El fabricante de ataúdes estaba más triste y fúnebre que nunca. Y todos sentían como si acabaran de recordar de un grato sueño, de ese sueño formidable en que tú te encuentras una bolsa repleta de monedas de oro y la pones debajo de la almohada y sigues durmiendo y al día siguiente muy temprano, al despertar, la buscas y te hallas con el vacío.

foto: www.literaturas.com
Sin embargo, penosamente, el negocio seguía sosteniéndose. Pero ya se dormía con dificultad, por el temor a amanecer exportado.

En la patria de Mr. Taylor, por supuesto, la demanda era cada vez mayor. Diariamente aparecían nuevos inventos, pero en el fondo nadie creía en ellos y todos exigían las cabecitas hispanoamericanas.

Fue para la última crisis. Mr. Rolston, desesperado, pedía y pedía más cabezas. A pesar de que las acciones de la Compañía sufrieron un brusco descenso, Mr. Rolston estaba convencido de que su sobrino haría algo que lo sacara de aquella situación.

Los embarques, antes diarios, disminuyeron a uno por mes, ya con cualquier cosa, con cabezas de niño, de señoras, de diputados.

De repente cesaron del todo.

Un viernes áspero y gris, de vuelta de la Bolsa, aturdido aún por la gritería y por el lamentable espectáculo de pánico que daban sus amigos, Mr. Rolston se decidió a saltar por la ventana (en vez de usar el revólver, cuyo ruido lo hubiera llenado de terror) cuando al abrir un paquete del correo se encontró con la cabecita de Mr. Taylor, que le sonreía desde lejos, desde el fiero Amazonas, con una sonrisa falsa de niño que parecía decir: "Perdón, perdón, no lo vuelvo a hacer."


FIN




Friday, July 4, 2014

La guerra, la paz y la literatura IV: Radio ciudad perdida de Daniel Alarcón (Perú)

—por Luis Fernández-Zavala [*]—

En un país como el nuestro
las guerras son una forma de vida.

Finalizando con nuestra serie de reseñas literarias sobre la La guerra, la paz y la literatura queremos resaltar que la selección de obras y autores no ha sido hecha basado en un criterio único o pretendido agotar todo lo literariamente producido acerca del tema.  Los autores y obras han ido apareciendo dentro de mi lista obligada de lecturas y por recomendaciones de otros lectores, que como yo, se hacían la misma pregunta: ¿cómo se ha manejado en la ficción literaria la virtual guerra civil en Perú? ¿Qué nos ha dejado, o dado, de diferente? Las repuestas encontradas son de carácter personal al hacer una lectura repensada de las obras y nos han abierto la posibilidad de entender más de cerca lo que se vivió en Perú en los años 80 y 90. No es función de la ficción literaria ofrecer un conocimiento absoluto y verdadero, pero sí la de brindar pistas que la Historia, por sus parámetros metodológicos, deja de lado, o le es difícil abordar.

Hemos encontrado que la ficción literaria permite entrar de distintas maneras, desde distintas tribunas, unas más cercanas e íntimas que otras más distantes, ya sea porque se usa la distancia del tiempo para desenredar la humanidad contradictoria de los implicados en la guerra (Javier Cercas), o porque se presentan las instituciones (inclusive el amor) devorados por la vorágine de la violencia generalizada (Santiago Roncagliolo), o porque se presenta a la visión escapista de la clase media urbana (Alonso Cueto), o porque se puede desde adentro de las vidas de los personajes sentir su manto avasallador (Daniel Alarcón).

el autor peruano Daniel Alarcón
Como lo diría Jorge Volpi: los cuentos y las novelas permiten que sus lectores nos coloquemos no solo en el impasible lugar de los hechos o en el efímero territorio del pasado, sino en el cuerpo y la mente de los que tuvieron la fortuna o la desgracia de presenciarlos. En otras palabras, la ficción es una mirada a la Historia desde adentro y esto da luces para entender un realidad tan compleja de una manera asequible y hasta terapéutica.

Nos toca ahora comentar Radio ciudad perdida (Alfaguara, 2007) del peruano-norteamericano Daniel Alarcón. Esta obra ganó el premio Pen USA 2008 y el Premio Internacional de Literatura 2009. La revista inglesa Granta colocó a Alarcón en su lista de los mejores novelistas jóvenes del 2007 y desde esta época hasta la actualidad Alarcón ha publicado varias novelas entre las que destacan: la novela gráfica Ciudad de payasos (Alfaguara 2010), Los provincianos (Solar 2013), y De noche andamos en círculos (Seix Barral 2014). Ha participado en la dirección de la revista literaria Etiqueta Negra (Perú), ha escrito para el New Yorker, Harper’s, Virginia Quarterly Review, entre otras importantes revistas norteamericanas y ha desarrollado el proyecto de crónicas radiales: Radio Ambulante.  Llama la atención no solo la reconocida calidad literaria de Daniel Alarcón (al margen de paralelismos fatuos de algunos críticos), pero también su audacia para encarar proyectos literarios y culturales novedosos, teniendo como fuente inspiración recurrente el Perú, país que dejo a los tres años y al que no ha dejado de visitar.

En Radio ciudad perdida, se retoma el ambiente y tramas de algunos de sus cuentos publicados en Guerra en la penumbra (Harper-Collins 2005): los efectos de la guerra particularmente, los desaparecidos y las tragedias individuales dentro de una tragedia mayor que en la que toda la sociedad está envuelta de una u otra manera. Tal como lo dijo Alarcón en una entrevista, sus cuentos son muchas veces la antesala de sus novelas.

Algo que sorprende gratamente, tanto en los cuentos como en Radio ciudad… es la capacidad de Alarcón de recrear ese ambiente, ese contexto envolvente que hace sentir todo el peso de la guerra adentro y afuera de las circunstancias de los personajes. Es como si la guerra pululara, aún después de terminada, dentro de las mentes de los personajes, no solo con consecuencias físicas de muertos, desaparecidos y torturas, sino dentro la realidad cotidiana tiñéndola constantemente de miedo, agotamiento y vacío. La guerra pareciera que se alargara porque la violencia se perpetúa de otras formas: solo una estación de radio funciona y trasmite en la nación las noticas y mensajes manipulados por el gobierno, los familiares de los desparecidos no han podido cerrar el círculo que los agobia y todavía cosas siguen pasando.

Radio Ciudad Perdida, en la novela, es un programa radial exitoso conducido por Norma. Se transmite los domingos, desde la única y censurada radio emisora. El programa radial cubre la necesidad de la población de saber el paradero de sus seres queridos, y algunas veces, la esperanzadora voz de Norma logrará juntar lo que la guerra había separado. La suya era la única emisora de radio nacional que seguía funcionando desde el final de la guerra:

“Luego de la derrota de la IL, se encarceló a periodistas. Muchos colegas de Norma terminaron así, o peor… algunos desaparecieron y sus nombres, al igual que el de su esposo, fueron prohibidos.”

El programa radial de Norma no solo cumple una función social, pero también a escondidas, era una forma de buscar a Rey, su marido desaparecido y encontrar un cierre a su propio drama personal. Rey, fue parte de toda esa corriente de opinión —toda una generación— que hablaba desde antes de esta guerra, de una violencia purificadora, violencia que engendra virtud… Era el lenguaje del que su esposo Rey, se enamoró. También se enamoró de Norma. Con mucha sagacidad la voz del narrador describe ese manto ideológico que lo cubre todo y que la misma guerra destruye, al decir de Roncagliolo, al prostituir la palabra revolución:

Se promovía la violencia: rodea la ciudad, infunde terror. La campaña dependía de las acciones militares de las fuerzas del orden, y extraía su fortaleza y determinación de las ocasionales masacres de inocentes, o de la desaparición de algún importante y apreciado simpatizante.

La guerra se había convertido en un texto indescifrable, sino lo había sido ya desde su inicio. El país había dado un paso en falso, había caído en una pesadilla, a veces aterradora, a veces cómica, y en la ciudad solo quedaba una sensación y desaliento ante lo inexplicable del asunto.

Uno de los méritos de esta novela es precisamente el uso de una serie de recursos literarios: estructura de la trama dosificada, misterio, el azar, (el encuentro de Norma con Victor, un niño silvícola), lenguaje directo y simple, personajes secundarios bien delineados, uso diversificado de los tiempos, manejo de la alegoría de la radio como algo etéreo y envolvente pero que llega a toda la población, para hacernos entrar en este mundo ficcionalizado de la guerra de una manera directa y sin escapatoria . Al no nombrar al país y al referirse a las localidades con números, se logra dos objetivos importantes sobre el lector: por un lado, ayuda a concentrarse en la acción de lo que pasa evitando ficcionalizar lo obvio —ya que todo el mundo sabe que se trata del Perú, o un lugar similar—; en segundo lugar, da entender que existe un “diseño calculado” para manejar y manipular  la población y de esta manera el lector percibe una vez más ese efecto de entrampamiento en una realidad de la que nadie puede salir sin magulladuras sicológicas. Como alguien lo ha dicho: el brazo suicida y el brazo asesino se amarraron para desangrar al país por más de diez años. Era imposible a la población zafarse de este abrazo con la violencia generalizada.

photo: calhum.org
Alarcón pertenece a esa generación de escritores que vieron la guerra desde lejos pero que trata de entenderla en sus alevosías interiores para detallarnos su percepción omnipresente y devastadora. La capacidad de Alarcón para ficcionalizar desde adentro de los acontecimientos es verdaderamente admirable. La guerra es una estela omnipresente que llena de zozobra, soledad, angustia las vidas cotidianas de todos los ciudadanos, no importando su ideología, extracción social o género.


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[*] Luis Fernández-Zavala, Ph.D. Autor de El guerrero de la espuma y otras tantas despedidas.