—por Alberto Hernández—
I
Una declaración de Ednodio Quintero nos somete al
extravío, a cierta ambigüedad, al mareo de la realidad (siempre encomillada) o a una ficción extraída de lo
que los personajes creen es una realidad. “Se me hace difícil interpretar lo
que escribo”, dice el autor en entrevista con José María Pérez Zúñiga. Efusión
esta que fragua lo que el escritor trujillano precisa como fórmula para esta
novela, Mariana y los comanches (Editorial
Candaya, Barcelona, España, 2004), por lo que nos convertimos, lectores al fin,
en falsas conjeturas.
Pese a lo anteriormente señalado, Quintero ajusta:
“Mi lugar de escritura es la conciencia”. Más allá de este pre-texto, de esta
mirada en la que no faltan los abismos interiores del fabulador, los que nos
enfrentamos al relato confirmamos que estamos al borde de un precipicio, de una
inteligente contradicción. Es decir, interpretar la conciencia como oficio
—como lugar donde arribarán uno o varios destinos—, hace dificultoso alertar a
quien se enfrenta a la ilusión. El lector, entonces, se convierte en un
problema, toda vez que se ve sometido a un “tema personal”, pulsado como teoría
de novela: Edmundo Bracamonte crea, diseña y desdibuja a Mariana. Creación
dentro de la creación. La muñequita rusa, la matriushka, y otra vuelta de tuerca para descubrir que en el
fondo de esa conciencia se abate un sujeto auto-cuestionado. Quintero nada en
dos aguas, mientras el lector intenta alcanzar una orilla donde los personajes
esperan ser interpretados, puesto que el escritor no atina a hacerlo
por cuenta propia, aunque revela la ecuación de la conciencia.
Esta escritura ancla en una paralela. El ejercicio
de quien lee, de quien pasa por el purgatorio, se sostiene solo: la realidad y
la imaginación luchan para prevalecer una frente a la otra. El narrador —el
fantasma que arma y estructura— entra y sale de sus propios desenlaces. El
escritor inventa, diseña y hasta borra lo que el personaje le indica (las manos
siniestras de Mariana y Martín saben de su insomnio).
Mariana y los comanches descubre
un título que ubica un personaje y un lugar. Una mujer trazada por la memoria,
una mujer ficcionada que se transforma en realidad y viceversa: se apropia del
escritor Edmundo Bracamonte, habitante de una novela titulada Mariana y los comanches, que a su
vez es pensada(o) por el trujillano. ¿Quién imaginó primero, el
escritor/narrador o el personaje/bisagra? En esta instancia del correlato, el
lector cae en la trampa del fabulador. La novela, entonces, es una herramienta
para socavar los cimientos de quien se cree capaz de interpretar lo que el
escritor no ha podido, pese a que la conciencia sabe lo que hace. He allí su
teoría, un “tema personal”, una intimidad suspendida por la necesidad de
imaginar.
Un hombre, Edmundo Bracamonte, se encuentra en una
encrucijada: no sabe si ha soñado a una mujer o si ésta lo ha inventado a él.
Un hombre, Edmundo Bracamonte, vive una aventura con una mujer, pero no sabe si
se trata de un sueño, razón por la cual sueña como si viviera esa realidad. O
como si realizara un sueño. En este tejido donde la pasión y el desenfado
recrean el relato, aparece un sujeto, Martín, quien forma parte de la misma
revelación. Ambos personajes le hacen la vida imposible a Edmundo, que a veces
es narrador, y se podría pensar, fuera de los avatares de la historia, que se
trata de Ednodio Quintero dando saltos mortales entre las líneas de la novela.
Toda esta tela de araña conduce al narrador/personaje a elaborar un plan para
deshacerse de ellos por haber perdido la capacidad de someterlos a sus
propósitos: “Yo mantenía el control, yo movía los hilos de aquella trama
vulgar. ¿Cómo iba a prever que Mariana desbaratara mi juego, que adquiriera
vida propia y que acabara huyendo en mitad de la noche ante la mirada bobalicona
de Martín?” (p. 212). ¿Se le escapó de las manos, del mismo relato? Ante esta
“historieta de falsedades y traiciones”, Edmundo Bracamonte piensa destruir su
invento: “Yo les di aliento, cuerpo y voz. Yo los destruiré” (p. 215); “yo creé
ese monstruo, yo lo destruiré” (p. 219). Con Martín, un pintor adventicio, tuvo
una experiencia manual (la masturbación mutua creó una relación extraña, con el
agregado de que Martín sumió a Bracamonte en un estado de dependencia
enfermiza). Con Mariana, cuerpo y alma para la sumisión, la traición y el
temor. Ambos, convertidos en una obsesión, de allí el deseo de borrarlos de las
páginas, de la ficción y de la realidad.
Dejo para el final los lugares. O mejor, el lugar:
el “Comanche” es un café (pudiera ser cualquier lugar público de Mérida o
Mallorca, San Andrés o Margarita). Un café de los tantos que abundan en
nuestras ciudades. Sólo que éste agrupa a pintores, escritores, consumidores de
adormidera y drogas más comerciales, pero también a quienes quieren deshacerse
de la bruma de la cotidianidad: los falsos profetas del arte, los desquiciados
de los abismos. Una isla entonces. Un café en una isla. Una isla en un café.
Lugar de citas, lugar de pérdidas. ¿Y la isla? Una justificación, un paraíso
neblinoso, un lugar para morir o para deshacerse del mundo. Finalmente,
Bracamonte lo hace con Mariana: la lanza por un puente. La muerte cumple su
destino: un poco antes —imaginariamente afiebrada— se instala en la soledad del
personaje: “Me llamo Edmundo Bracamonte, y a esta hora, diez de la mañana,
estoy sentado en el porche de la cabaña, frente al mar. Hace rato ya que
Mariana y Martín salieron en el jeep rumbo al puerto. Puerto que nunca
alcanzarán, pues a esta hora en punto, sus cuerpos convertidos en un amasijo de
huesos y de sangre, enredados en los hierros retorcidos del jeep, yacen en el
fondo del abismo. Y gaviotas y albatros revoltean allá en lo alto, chillando
como comadres asustadas, sorprendidos por la irrupción repentina de esos
intrusos caídos del cielo en esta hermosa mañana primaveral” (p. 215).
¿Intrusos también en una historia, para una historia, necesarios para
construirla, para crear la contradicción, la ambigüedad?
De regreso, Mariana viva, y en un salto del tiempo,
Martín ahorcado con su propia correa. La casa incendiada por manos de Edmundo:
“—Dime, ¿cómo hiciste para deshacerte del cadáver de Martín? ¿Dónde lo
enterraste? ¿Cómo fue que lo acribillaste a traición? Pues no habrías tenido el
coraje suficiente para enfrentarlo cara a cara. Si hubieras visto sus ojos
dulces brillando como llamas verdes, ahí mismo te habrías desmoronado” (p.
217).
Un rato después, desde el Puente de los Suspiros cae
el cuerpo vaporoso de Mariana. Edmundo Bracamonte cierra el manuscrito: “temo
al vértigo y a la memoria. Me sacudo aquel lastre pegado a mis hombros como un
piojo y lo arrojo al vacío. Adiós, paloma. Vuela, palomita linda, aprende a
volar” (p. 223).
¿De dónde emergieron estos personajes? ¿cómo
cobraron vida? Un manuscrito extraído del abandono impulsa a Bracamonte a
someterse a los designios de la realidad y la imaginación. Con la “muerte” de
una de las Mariana, el escritor no sabe cuál de las dos aún forma parte de su
abismo. ¿Quiénes son Edmundo, Mariana o Martín? ¿La personificación de una neurosis? Muy a lo lejos, donde
no queda sitio para el mareo, los personajes miran hacia el fondo de ellos
mismos. Ednodio Quintero se ha quitado un peso de encima. ¿O será que otro
relato espera a la vuelta del olvido?
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