Antón Pávlovich Chéjov (1860-1904) |
La pequeña ciudad de B***, compuesta de dos o tres
calles torcidas, duerme con sueño profundo. El aire, quieto, está lleno de
silencio. Sólo a lo lejos, en algún lugar seguramente fuera de la ciudad, suena
el débil y ronco tenor del ladrido de un perro. El amanecer está próximo.
Hace tiempo que todo duerme. Tan sólo la joven
esposa del boticario Chernomordik, propietario de la botica del lugar, está
despierta. Tres veces se ha echado sobre la cama; pero, sin saber por qué, el
sueño huye tercamente de ella. Sentada, en camisón, junto a la ventana abierta,
mira a la calle. Tiene una sensación de ahogo, está aburrida y siente tal
desazón que hasta quisiera llorar. ¿Por qué...? No sabría decirlo, pero un nudo
en la garganta la oprime constantemente... Detrás de ella, unos pasos más allá
y vuelto contra la pared, ronca plácidamente el propio Chernomordik. Una pulga
glotona se ha adherido a la ventanilla de su nariz, pero no la siente y hasta
sonríe, porque está soñando con que toda la ciudad tose y no cesa de comprarle Gotas del rey de Dinamarca. ¡Ni con
pinchazos, ni con cañonazos, ni con caricias, podría despertárselo!
La botica está situada al extremo de la ciudad, por
lo que la boticaria alcanza a ver el límite del campo. Así, pues, ve palidecer
la parte este del cielo, luego la ve ponerse roja, como por causa de un gran
incendio. Inesperadamente, por detrás de los lejanos arbustos, asoma
tímidamente una luna grande, de ancha y rojiza faz. En general, la luna, cuando
sale de detrás de los arbustos, no se sabe por qué, está muy azarada. De
repente, en medio del silencio nocturno, resuenan unos pasos y un tintineo de
espuelas. Se oyen voces.
"Son oficiales que vuelven de casa del policía
y van a su campamento", piensa la mujer del boticario.
Poco después, en efecto, surgen dos figuras vestidas
de uniforme militar blanco. Una es grande y gruesa; otra, más pequeña y
delgada. Con un andar perezoso y acompasado, pasan despacio junto a la verja,
conversando en voz alta sobre algo. Al acercarse a la botica, ambas figuras
retrasan aún más el paso y miran a las ventanas.
-Huele a botica -dice el oficial delgado-.
¡Claro..., como que es una botica...! ¡Ah...! ¡Ahora que me acuerdo... la
semana pasada estuve aquí a comprar aceite de ricino! Aquí es donde hay un
boticario con una cara agria y una quijada de asno. ¡Vaya quijada...! Con una
como ésa, exactamente, venció Sansón a los filisteos.
-Si... -dice con voz de bajo el gordo-. Ahora la
botica está dormida... La boticaria estará también dormida... Aquí, Obtesov,
hay una boticaria muy guapa.
-La he visto. Me gusta mucho. Diga, doctor: ¿podrá
querer a ese de la quijada? ¿Será posible?
-No. Seguramente no lo quiere -suspira el doctor con
expresión de lástima hacia el boticario-. ¡Ahora, guapita..., estarás dormida
detrás de esa ventana...! ¿No crees, Obtesov? Estará con la boquita
entreabierta, tendrá calor y sacará un piececito. Seguro que el tonto boticario
no entiende de belleza. Para él, probablemente, una mujer y una botella de
lejía es lo mismo.
-Oiga, doctor... -dice el oficial, parándose- ¿ Y si
entráramos en la botica a comprar algo? Puede que viéramos a la boticaria.
-¡Qué ocurrencia! ¿Por la noche?
-¿Y qué...? También por la noche tienen obligación
de despachar. Anda, amigo... Vamos.
-Como quieras.
La boticaria, escondida tras los visillos, oye un
fuerte campanillazo y, con una mirada a su marido, que continúa roncando y
sonriendo dulcemente, se echa encima un vestido, mete los pies desnudos en los
zapatos y corre a la botica.
A través de la puerta de cristal, se distinguen dos
sombras. La boticaria aviva la luz de la lámpara y corre hacia la puerta para
abrirla. Ya no se siente aburrida ni desazonada, ya no tiene ganas de llorar, y
sólo el corazón le late con fuerza. El médico, gordiflón, y el delgado Obtesov
entran en la botica. Ahora ya puede verlos bien. El gordo y tripudo médico
tiene la tez tostada y es barbudo y torpe de movimientos. Al más pequeño de
éstos le cruje su uniforme y le brota el sudor en el rostro. El oficial es de
tez rosada y sin bigote, afeminado y flexible como una fusta inglesa.
-¿Qué desean ustedes? -pregunta la boticaria,
ajustándose el vestido.
-Denos... quince kopeks de pastillas de menta.
La boticaria, sin apresurarse, coge del estante un
frasco de cristal y empieza a pesar las pastillas. Los compradores, sin
pestañear, miran su espalda. El médico entorna los ojos como un gato
satisfecho, mientras el teniente permanece muy serio.
-Es la primera vez que veo a una señora despachando
en una botica -dice el médico.
-¡Qué tiene de particular! -contesta la boticaria
mirando de soslayo el rosado rostro de Obtesov-. Mi marido no tiene ayudantes,
por lo que siempre lo ayudo yo.
-¡Claro...! Tiene usted una botiquita muy bonita...
¡Y qué cantidad de frascos distintos..! ¿No le da miedo moverse entre
venenos...? ¡ Brrr...!
La boticaria pega el paquetito y se lo entrega al
médico. Obtesov saca los quince kopeks.
Trascurre medio minuto en silencio... Los dos hombres se miran, dan un paso
hacia la puerta y se miran otra vez.
-Deme diez kopeks de
sosa -dice el médico.
La boticaria, otra vez con gesto perezoso y sin
vida, extiende la mano hacia el estante.
-¿No tendría usted aquí, en la botica, algo...?
-masculla Obtesov haciendo un movimiento con los dedos-. Algo... que resultara
como un símbolo de algún líquido vivificante...? Por ejemplo, agua de seltz.
¿Tiene usted agua de seltz?
-Si, tengo -contesta la boticaria.
-¡Bravo...! ¡No es usted una mujer! ¡Es usted un
hada...! ¿Podría darnos tres botellas...?
-La boticaria pega apresurada el paquete de sosa y
desaparece en la oscuridad, tras de la puerta.
-¡Un fruto como éste no se encontraría ni en la isla
de Madeira! ¿No le parece? Pero escuche... ¿no oye usted un ronquido? Es el
propio señor boticario, que duerme.
Pasa un minuto, la boticaria vuelve y deposita cinco
botellas sobre el mostrador. Como acaba de bajar a la cueva, está encendida y
algo agitada.
-¡Chis! -dice Obtesov cuando al abrir las botellas
deja caer el sacacorchos-. No haga tanto ruido, que se va a despertar su
marido.
-¿Y qué importa que se despierte?
-Es que estará dormido tan tranquilamente... soñando
con usted... ¡A su salud! ¡Bah...! -dice con su voz de bajo el médico, después
de eructar y de beber agua de seltz-. ¡Eso de los maridos es una historia tan
aburrida...! Lo mejor que podrían hacer es estar siempre dormidos. ¡Oh, si a
esta agua se le hubiera podido añadir un poco de vino tinto!
-¡Qué cosas tiene! -ríe la boticaria.
-Sería magnífico. ¡Qué lástima que en las boticas no
se venda nada basado en alcohol! Deberían, sin embargo, vender el vino como
medicamento. Y vinum gallicum rubrum...,
¿tiene usted?
-Sí, lo tenemos.
-Muy bien; pues tráiganoslo, ¡qué diablo...!
¡Tráigalo!
-¿Cuánto quieren?
-¡Cuantum
satis! Empecemos por echar una onza de él en el agua, y luego veremos. ¿No
es verdad? Primero con agua, y después, per se.
-El médico y Obtesov se sientan al lado del
mostrador, se quitan los gorros y se ponen a beber vino tinto.
-¡Hay que confesar que es malísimo! ¡Que es un vinum malissimum!
-Pero con una presencia así... parece un néctar.
-¡Es usted maravillosa, señora! Le beso la mano con
el pensamiento.
-Yo hubiera dado mucho por poder hacerlo no con el
pensamiento -dice Obtesov-. ¡Palabra de honor que hubiera dado la vida!
-¡Déjese de tonterías! -dice la señora Chernomordik,
sofocándose y poniendo cara seria.
-Pero ¡qué coqueta es usted...! -ríe despacio el
médico, mirándola con picardía-. Sus ojitos disparan ¡pif!, ¡paf!, y tenemos
que felicitarla por su victoria, porque nosotros somos los conquistados.
La boticaria mira los rostros sonrosados, escucha su
charla y no tarda en animarse a su vez. ¡Oh...! Ya está alegre, ya toma parte
en la conversación, ríe y coquetea, y por fin después de hacerse rogar mucho de
los compradores, bebe dos onzas de vino tinto.
-Ustedes, señores oficiales, deberían venir más a
menudo a la ciudad desde el campamento -dice-, porque esto, si no, es de un
aburrimiento atroz. ¡Yo me muero de aburrimiento!
-Lo creo -se espanta el médico-. ¡Una niña tan
bonita! ¡Una maravilla así de la naturaleza, y en un rincón tan recóndito! ¡Qué
maravillosamente bien lo dijo Griboedov! "¡Al rincón recóndito! ¡Al
Saratov...!" Ya es hora, sin embargo, de que nos marchemos. Encantados de
haberla conocido..., encantadísimos... ¿Qué le debemos?
La boticaria alza los ojos al techo y mueve los
labios durante largo rato.
-Doce rublos y cuarenta y ocho kopeks -dice.
Obtesov saca del bolsillo una gruesa cartera,
revuelve durante largo tiempo un fajo de billetes y paga.
-Su marido estará durmiendo tranquilamente... estará
soñando... -balbucea al despedirse, mientras estrecha la mano de la boticaria.
-No me gusta oír tonterías.
-¿Tonterías? Al contrario... Éstas no son
tonterías... Hasta el mismo Shakespeare decía: "Bienaventurado aquel que
de joven fue joven..."
-¡Suelte mi mano!
Por fin, los compradores, tras larga charla, besan
la mano de la boticaria e indecisos, como si se dejaran algo olvidado, salen de
la botica. Ella corre a su dormitorio y se sienta junto a la ventana. Ve cómo
el teniente y el doctor, al salir de la botica, recorren perezosamente unos
veinte pasos. Los ve pararse y ponerse a hablar de algo en voz baja. ¿De qué?
Su corazón late, le laten las sienes también... ¿Por qué...? Ella misma no lo
sabe. Su corazón palpita fuertemente, como si lo que hablaran aquellos dos en
voz baja fuera a decidir su suerte. Al cabo de unos minutos el médico se separa
de Obtesov y se aleja, mientras que Obtesov vuelve. Una y otra vez pasa por
delante de la botica... Tan pronto se detiene junto a la puerta como echa a
andar otra vez. Por fin, suena el discreto tintineo de la campanilla.
La boticaria oye de pronto la voz de su marido, que
dice:
-¿Qué...? ¿Quién está ahí? Están llamando. ¿Es que
no oyes...? ¡Qué desorden!
Se levanta, se pone la bata y, tambaleándose todavía
de sueño y con las zapatillas en chancletas, se dirige a la botica.
-¿Qué es? ¿ Qué quiere usted? pregunta a Obtesov.
-Deme..., deme quince kopeks de pastillas
de menta.
Respirando ruidosamente, bostezando, quedándose
dormido al andar y dándose con las rodillas en el mostrador, el boticario se
empina hacia el estante y coge el frasco...
Unos minutos después la boticaria ve salir a Obtesov
de la botica, le ve dar algunos pasos y arrojar al camino lleno de polvo las
pastillas de menta. Desde una esquina, el doctor le sale al encuentro. Al
encontrarse, ambos gesticulan y desaparecen en la bruma matinal.
-¡Oh, qué desgraciada soy! -dice la boticaria,
mirando con enojo a su marido, que se desviste rápidamente para volver a echar
a dormir-.
¡Que desgraciada soy! -repite.
Y de repente rompe a llorar con amargas lágrimas Y
nadie... nadie sabe...
-Me he dejado olvidados quince kopeks en
el mostrador -masculla el boticario, arropándose en la manta-. Haz el favor de
guardarlos en la mesa.
Y al punto se queda dormido.
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