—por Alberto Hernández—
Leo
Las horas claras (*) (Sociedad de
Amigos de la Cultura Urbana, Caracas 2013) como un poema, con toda la libertad
que me ofrece una historia que también es novela en la medida en que los
personajes se atan y desatan de las anécdotas. Y digo que leo aunque también
podría afirmar que canto Las horas claras
como un aria, porque tiene sentido si asumo la decisión de leer como si
cantara.
La
historia podría ser lo de menos, pero no es así. Tanto el fondo como la forma
llaman al lector. Aquí se plantea un nivel de lectura, una forma de leer, de
estar con una manera de deshacerse de viejas costumbres o mitos, de
innombrables facturas de algunos editores en tanto fariseos de la publicación.
Leo
Las horas claras con una rara pero
cómoda postura espiritual y sicológica. Soy la voz que canta, la voz que
cuenta, la voz que va descontando cada segundo de una mujer que quiere una casa
en el campo, Madame Savoye. Voz que transmigra. Es decir, no leo una novela:
leo un poema como si fuera una novela. O una novela como si fuera un poema.
Pero también la siento la crónica de unos sujetos –hombres y mujeres- que se
deshacen como la casa mientras el mundo sigue su curso. Leo algo de otro tiempo
con un discurso joven, limpio, elegante: leo a Jacqueline Goldberg y siento que
Las horas claras representan un
género cuya libertad radica en no ser ninguno, por eso entonces creo levitar sobre la fotografía de la mansión
que está a punto de borrarse del paisaje del lector.
Leo,
definitivamente, la impresión de un instante.
Una
historia real, traída entre fragmentos. Una historia en la que flotan unos
personajes reconocibles: París, sus adentros borrosos y el vaho del Sena. El campo verde de Poissy en Chemin de Villiers, en
el que Le Corbusier (Charles Édouard Jeanneret-Gris) construyó la mencionada
casa por porfiadas órdenes de Eugénie Thellier
de La Neuville, esposa de Pierre Savoye. Y fue una porfía en la que se movió
mucho dinero, pero también la muerte de una amiga, el recuerdo, la soledad, las
ganas de huir de la gran capital y someterse al clima de una campiña.
Me
inclino a pensar en los lectores que también podrían caer en el desdén de
algunos editores, quienes no encuentran qué hacer con un trabajo de esta
naturaleza. De modo que quedarían huérfanas las personas, la manera de
contarlos, de hacerlos parte de unas horas y provocar en ellos rasgos que más
tarde darían con tesis y teorías como las que pronto aparecerán. Este
señalamiento es una crítica directa a esos “editores” que desde lejos ven el
libro y luego lo apartan porque no llenan los precipicios de su empresa. La
declaración de la autora acerca de este comportamiento, deja ruidos en el
ambiente, porque ha pasado con otros libros que no llenan las expectativas de X
editorial. Pero el pasado es pasado. Hoy, Las
horas claras es un libro que ha logrado quemar esa opinión y se ha
convertido en una bella referencia literaria.
3.-
Como
hablo en primera persona, debo dejar sentado que formo parte de los personajes
que habitan en las páginas de la poeta y narradora. Ella es responsable de ese
evento: Leer un libro “extraño” nos hace
“extraños”. Leer una novela que podría ser un poema largo, que podría ser una
crónica, que podría ser una referencia nos convierte en una revelación: nos
fragmentamos en cada página, en cada número que abre la posibilidad de un nuevo
empeño: escribir desde Las horas claras
el proceso de escritura de una creadora que no para de inventarse. Ser ella
desde sus fantasmas, para recordar a Sábato.
Jacqueline
Goldberg divide su libro en horas, en estadios temporales que avalan los pasos
de los personajes y de la misma historia. No me atrevo a decir capítulos,
porque no lo son. Son horas, momentos, instantes. Podría llegarse a pensar que
la autora imaginó el libro como un poema, porque es poeta, pero el poema se
hizo un “extraño” híbrido que enriqueció la pieza y, por supuesto, al lector.
Su
mirada puesta en la inscripción latina Nullas
numero nisi serenas horas (Solo enumero las horas claras) constituye un
precioso y preciso instante para decirnos que la sombra estaba sobre la casa,
suerte de paratexto que aglutina toda la atención. Es decir, miramos la casa y
la construimos con Le Corbusier, pero también la abandonamos y nos alejamos de
Madame Savoye, de una porfía que pudo haber sido enfermiza, delatora de alguna
patología. No obstante, el tiempo le dio
la razón: La casa vivía, vive, no es eterna, pero aún sus paredes son capaces
de recibir el sol y la lluvia, la nieve y las hojas de la primavera. Una casa
que respiró la pólvora de la ocupación, que delató las traiciones, delaciones y
efectos de una guerra. La casa de un largo dolor. La casa enumerada bajo la luz
que la mujer siempre soñó. ¿Leímos también un sueño? Pues sí, un sueño, un
letargo. Los personajes pasan levemente. La escritura es tan cerca a la
simbología, a su elegancia misteriosa, que nos hace acreedores de una lucha
insistente. ¿Fue un fraude? Ella lo advirtió, lo denunció: la inclemencia y la malignidad de Monsieur
Jeanneret quedó en evidencia. Ellas, la casa y la mujer, fueron víctimas de un
silencio que no se merecían. Las horas también fueron oscuras, alevosas.
Leo
Las horas claras como una punzada.
Como lector no dejo de ser Madame Savoye. No dejo de sentirla en carne propia.
Cada fragmento de esta obra es ella en uno.
Si
bien Proust hizo de la margarita un símbolo que aún se sostiene en su lectura,
en Las horas claras de Jacqueline
Goldberg nos queda el sabor mortal de
la oronja verde, un hongo venenoso que pasó por la boca de su amiga Georgette y
dejó en Madame Savoye la herida que sólo puede entenderse en el poema de Emile
Verhaeren, tomado precisamente del libro Las
horas claras (1896), donde se lee: En
tiempos en los que tanto sufrí,/ Cuando las horas se me hacían trampas,/ Me
entregaste la hospitalaria luz.
Entonces
la luz se sobrepone a la sombra. Allá está la casa, viva aún.
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(*)
Con este libro Jacqueline Goldberg ganó la edición XII del Premio del Concurso
Anual Transgenérico, Caracas 2012. Igualmente obtuvo el Premio Libro de Año de
los Libreros Venezolanos 2014 y fue finalista en el Premio de la Crítica a la
Novela 2013.
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