—por Alberto Hernández—
1.-
No suenan disparos contra las piedras ni contra la
arena del desierto. Ni mucho menos penetran las balas en la carne de algún bandido desprevenido. No
hay búfalos. No hay pieles rojas. No hay Clint Eastwood. No hay Franco Nero.
Tampoco John Wayne. No hay colt 45. Pero sí los ruidos de la ciudad, los ruidos
interiores de quien entra y sale de la infancia, se desnuda en un poema y lo
multiplica a través de sus testimonios y confesiones. Entonces El Lejano Oeste, de Alejandro Castro
(bid & co. editor, Caracas 2013), es un relato
en el que la poesía es una imagen fotográfica de lo que rodea a quien la
escribe y la protagoniza. No hay polvo provocado por los cascos de los
caballos, pero sí el estruendo de las motos y “el peso de la sangre” para que
no haya similitud entre quien se desgarra en el texto y quien desde cierta
distancia (con el libro en la mano o la calle en los ojos) toque o lea a quien
le implora alejamiento.
“El Lejano Oeste” es Caracas, la ciudad, la insignia
urbana de quienes la estudian y la agregan a sus angustias, olvidos, crímenes,
pasiones y amores. La ciudad, marca indeleble en la piel de sus moradores, de
los que aún se consideran ciudadanos, de los que la patean y desangran.
Este poemario de Alejandro Castro comienza con una
advertencia, con un “A quien pueda interesar”, un poema donde el autor
demuestra la excelencia de su canto: “qué haces ahí sentado al final de la
página/ qué quieres del poema (…) quieres patadas te gusta duro el poema/ te gusta dócil en
cambio te gusta sabio/ atrevido moderno qué
qué buscas aquí/ la ciudad o el solo
una experiencia/ un modo una fosa una voz/ al final de la página/ qué”. Esa
pregunta, formulada al lector, quien ya pasa a ser personaje, es la
prerrogativa para ingresar en el submundo de las imágenes que aparecen en el
engranaje de una escritura que se abre como un compás y descubre, no sólo a los
habitantes de la ciudad, sino al mismo poeta en su soledad, en sus gustos
sexuales, en su mirada sobre el país y en sus héroes y antihéroes.
foto:eluniversal.com |
2.-
El libro está dividido en cuatro partes, cuatro
secciones por donde pasa la cuchilla del autor. Cuatro instancias en las que
quien escribe esta destreza poética se muestra en su afuera y en su adentro. “Casalta”,
“Textículos insurrectos”, “Monstruación” y “Vísceras de soledades” dicen de lo
que el lector tendrá ante sus ojos. Un libro en el que Castro activa su
inteligencia verbal y deja sentada su estatura de poeta. Una voz a la que hay
que ponerle atención.
Así: en “Casalta”, el poema del barrio, el texto de
las calles de la niñez, el poema que se destiñe entre los ojos. Es un texto que
revela el comienzo de algo, “la música del odio”. Y de esta misma manera los
demás que siguen agitando los sitios, cantándolos, develando la homofobia de
las paredes, los letreros de la degradación. Una oración, el sermón de las
aceras, el bienaventurado de los poetas “porque ellos horadarán la
tierra”. Uno de los textos más
emblemáticos de este poemario es “Canto a Bolívar”, el personaje convertido en
una pesadilla.
Ahora
que todo lleva tu nombre,
y
no es una metáfora,
vamos
a poner las cosas en su sitio.
La voz del poema desgarra los nombres, los pone en
su lugar: “A Miranda no lo mató el bochinche sino tú. / Y Colombia se hizo
grande ahíta de miserias”. Y así, sin comillas, sin descanso, hasta las últimas
estrofas en las que la boca de quien habla destaja el aire: “La única gloria en
tu nombre, Libertador, / es una avenida sonora de tacones/ talla cuarenta y
seis”.
La ciudad carente de buena ortografía. La ciudad
hecha de barro. La ciudad agusanada, podrida. La ciudad poema invadida por el
humo de las motos. La ciudad amenaza y disparo. La ciudad odio. La ciudad
apocalipsis. La ciudad detritus. La ciudad patria: cielo e infierno. La ciudad
revoluciones y fracasos. La ciudad hambre. Y la poesía, su función, la
dificultad de su existencia. La poesía sin poesía, como dice el poema lleno de
poesía. De esa que duele y se desviste en plena calle.
Alejandro Castro. foto:prodavinci.com |
3.-
Un hombre, un poeta, se ve en el espejo de su
sexualidad. Habla sobre su condición, elabora la poética de su deseo. Entabla
confianza con sus parecidos: Ginsberg, Verlaine, Lorca, Cernuda, Lemebel. Se
pasea por las prohibiciones, por los dolores y penurias de los que tienen en el
cuerpo masculino la proximidad de sus amores, y “ahora que no necesitamos ir a
la cárcel ni a la marina ni al seminario/ para tener a un hombre adentro”. No
obstante, el otro, la otra, no tiene ojos para ver la nueva realidad: “a quién
le importa nuestro deseo ahora que está/ legalizado…”.
La valentía de esta declaración se desliza por la
conciencia de quienes no han tenido conciencia sobre el asunto. El poeta se
queja pero no vacila en destacar que ese amor es un testamento antiguo: “Amaos
los unos a los otros: palabra de Dios”, y aproxima una afirmación: “Toda
sexualidad es heterosexual/ a nadie seduce lo que es igual”. La voz del niño
ironiza, frasea el futuro de esa condición frente a un padre que podría estar
ausente. Hace humor con el tema: “La culpa es de los pollos.// Y qué genoma incompleto
ni qué Edipo/ ni qué sexo gonadal o desorden endocrino.// (Compadre no coma
pollo)”. Pero también la tristeza forma parte de esta voz, la de ser eso, una
condición.
4.-
Un juego inventa la palabra: “Monstruación”, para
darle nombre a la otra parte. O, mejor, al otro libro que hace el tomo. En este
espacio la voz se decanta: un hombre, una mujer, un agobio: quien habla entona
su soledad, su lado tierno y familiar. Su crianza entre mujeres. Un hombre con
alma femenina que a veces no sabe qué hacer con su presencia. De allí que diga:
“cuándo voy a aprender/ a jugar con los huecos que no se pueden llenar”.
foto:twitter.com/ajcastrom |
5.-
El último aliento de este trabajo de Alejandro
Castro, “Vísceras de soledades”, tiene en el anterior su atadura. Aquí insiste
en la sospecha de una pasión: “si ese amor no era más que sombra/ del amor que
había en mí/ cómo podía ser bueno cómo podía/ ser sino un racimo de
vergüenzas”. La interrogante asoma un reclamo, una rasgadura, de allí que “era
sombra de una sombra/ nada más/ una tregua en el espejo”.
El poema es una teoría, un personaje. El autor habla
de él como si fuera un cuerpo de carne y hueso: “voy a sabotear el poema”,
porque “Tu cuerpo sólo me tiene a mí/ entre todos los artífices del canto”; “voy
a meterle la mano a este poema. / Voy a lamerlo, voy a mentirle, voy a perder/
la cabeza por este poema como si fuese/ un hombre”. Y así, aparece un nombre
que se inserta en el texto para agregarle la tensión con que casi finaliza el
libro: “Cuando llegue Antonio vamos a exigirle/ que nos llene la boca con su
lengua/ a cambio del poema”. Lo dice en plural: el nombre, el autor y el poema
conforman la forma corporal del deseo. Y un reclamo rimbaudiano: “¿Qué se ha
creído la belleza?”, y dejar la culpa de la derrota de Troya en Helena, secreto
que se anuda a los dos poemas con que cierra El Lejano Oeste.