Saturday, November 29, 2014

El Lejano Oeste de Alejandro Castro (Caracas, 1986)


—por Alberto Hernández—

1.-
No suenan disparos contra las piedras ni contra la arena del desierto. Ni mucho menos penetran las balas  en la carne de algún bandido desprevenido. No hay búfalos. No hay pieles rojas. No hay Clint Eastwood. No hay Franco Nero. Tampoco John Wayne. No hay colt 45. Pero sí los ruidos de la ciudad, los ruidos interiores de quien entra y sale de la infancia, se desnuda en un poema y lo multiplica a través de sus testimonios y confesiones. Entonces El Lejano Oeste, de Alejandro Castro (bid & co. editor, Caracas 2013), es un relato en el que la poesía es una imagen fotográfica de lo que rodea a quien la escribe y la protagoniza. No hay polvo provocado por los cascos de los caballos, pero sí el estruendo de las motos y “el peso de la sangre” para que no haya similitud entre quien se desgarra en el texto y quien desde cierta distancia (con el libro en la mano o la calle en los ojos) toque o lea a quien le implora alejamiento.

“El Lejano Oeste” es Caracas, la ciudad, la insignia urbana de quienes la estudian y la agregan a sus angustias, olvidos, crímenes, pasiones y amores. La ciudad, marca indeleble en la piel de sus moradores, de los que aún se consideran ciudadanos, de los que la patean y desangran.

Este poemario de Alejandro Castro comienza con una advertencia, con un “A quien pueda interesar”, un poema donde el autor demuestra la excelencia de su canto: “qué haces ahí sentado al final de la página/ qué quieres del poema (…) quieres patadas    te gusta duro el poema/ te gusta dócil en cambio te gusta sabio/ atrevido moderno qué    qué buscas aquí/ la ciudad o el solo    una experiencia/ un modo una fosa una voz/ al final de la página/ qué”. Esa pregunta, formulada al lector, quien ya pasa a ser personaje, es la prerrogativa para ingresar en el submundo de las imágenes que aparecen en el engranaje de una escritura que se abre como un compás y descubre, no sólo a los habitantes de la ciudad, sino al mismo poeta en su soledad, en sus gustos sexuales, en su mirada sobre el país y en sus héroes y antihéroes.

foto:eluniversal.com
2.-
El libro está dividido en cuatro partes, cuatro secciones por donde pasa la cuchilla del autor. Cuatro instancias en las que quien escribe esta destreza poética se muestra en su afuera y en su adentro. “Casalta”, “Textículos insurrectos”, “Monstruación” y “Vísceras de soledades” dicen de lo que el lector tendrá ante sus ojos. Un libro en el que Castro activa su inteligencia verbal y deja sentada su estatura de poeta. Una voz a la que hay que ponerle atención.

Así: en “Casalta”, el poema del barrio, el texto de las calles de la niñez, el poema que se destiñe entre los ojos. Es un texto que revela el comienzo de algo, “la música del odio”. Y de esta misma manera los demás que siguen agitando los sitios, cantándolos, develando la homofobia de las paredes, los letreros de la degradación. Una oración, el sermón de las aceras, el bienaventurado de los poetas “porque ellos horadarán la tierra”.  Uno de los textos más emblemáticos de este poemario es “Canto a Bolívar”, el personaje convertido en una pesadilla.

Ahora que todo lleva tu nombre,
y no es una metáfora,
vamos a poner las cosas en su sitio.

La voz del poema desgarra los nombres, los pone en su lugar: “A Miranda no lo mató el bochinche sino tú. / Y Colombia se hizo grande ahíta de miserias”. Y así, sin comillas, sin descanso, hasta las últimas estrofas en las que la boca de quien habla destaja el aire: “La única gloria en tu nombre, Libertador, / es una avenida sonora de tacones/ talla cuarenta y seis”.

La ciudad carente de buena ortografía. La ciudad hecha de barro. La ciudad agusanada, podrida. La ciudad poema invadida por el humo de las motos. La ciudad amenaza y disparo. La ciudad odio. La ciudad apocalipsis. La ciudad detritus. La ciudad patria: cielo e infierno. La ciudad revoluciones y fracasos. La ciudad hambre. Y la poesía, su función, la dificultad de su existencia. La poesía sin poesía, como dice el poema lleno de poesía. De esa que duele y se desviste en plena calle.

Alejandro Castro. foto:prodavinci.com
3.-
Un hombre, un poeta, se ve en el espejo de su sexualidad. Habla sobre su condición, elabora la poética de su deseo. Entabla confianza con sus parecidos: Ginsberg, Verlaine, Lorca, Cernuda, Lemebel. Se pasea por las prohibiciones, por los dolores y penurias de los que tienen en el cuerpo masculino la proximidad de sus amores, y “ahora que no necesitamos ir a la cárcel ni a la marina ni al seminario/ para tener a un hombre adentro”. No obstante, el otro, la otra, no tiene ojos para ver la nueva realidad: “a quién le importa nuestro deseo ahora que está/ legalizado…”.

La valentía de esta declaración se desliza por la conciencia de quienes no han tenido conciencia sobre el asunto. El poeta se queja pero no vacila en destacar que ese amor es un testamento antiguo: “Amaos los unos a los otros: palabra de Dios”, y aproxima una afirmación: “Toda sexualidad es heterosexual/ a nadie seduce lo que es igual”. La voz del niño ironiza, frasea el futuro de esa condición frente a un padre que podría estar ausente. Hace humor con el tema: “La culpa es de los pollos.// Y qué genoma incompleto ni qué Edipo/ ni qué sexo gonadal o desorden endocrino.// (Compadre no coma pollo)”. Pero también la tristeza forma parte de esta voz, la de ser eso, una condición.

4.-
Un juego inventa la palabra: “Monstruación”, para darle nombre a la otra parte. O, mejor, al otro libro que hace el tomo. En este espacio la voz se decanta: un hombre, una mujer, un agobio: quien habla entona su soledad, su lado tierno y familiar. Su crianza entre mujeres. Un hombre con alma femenina que a veces no sabe qué hacer con su presencia. De allí que diga: “cuándo voy a aprender/ a jugar con los huecos que no se pueden llenar”.

foto:twitter.com/ajcastrom
5.-
El último aliento de este trabajo de Alejandro Castro, “Vísceras de soledades”, tiene en el anterior su atadura. Aquí insiste en la sospecha de una pasión: “si ese amor no era más que sombra/ del amor que había en mí/ cómo podía ser bueno cómo podía/ ser sino un racimo de vergüenzas”. La interrogante asoma un reclamo, una rasgadura, de allí que “era sombra de una sombra/ nada más/ una tregua en el espejo”.

El poema es una teoría, un personaje. El autor habla de él como si fuera un cuerpo de carne y hueso: “voy a sabotear el poema”, porque “Tu cuerpo sólo me tiene a mí/ entre todos los artífices del canto”; “voy a meterle la mano a este poema. / Voy a lamerlo, voy a mentirle, voy a perder/ la cabeza por este poema como si fuese/ un hombre”. Y así, aparece un nombre que se inserta en el texto para agregarle la tensión con que casi finaliza el libro: “Cuando llegue Antonio vamos a exigirle/ que nos llene la boca con su lengua/ a cambio del poema”. Lo dice en plural: el nombre, el autor y el poema conforman la forma corporal del deseo. Y un reclamo rimbaudiano: “¿Qué se ha creído la belleza?”, y dejar la culpa de la derrota de Troya en Helena, secreto que se anuda a los dos poemas con que cierra El Lejano Oeste.





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