—por Néstor
Mendoza—
Alberto Hernández |
En el gran tomo de su Correspondencia, Truman Capote describe un episodio que no dejo de
asociar con 70 poemas burgueses. Así
anota el escritor norteamericano en una carta fechada en 1949: “Estoy viviendo
con Loel Guinnes, que tiene una casa fantástica en la kasbah. Me lo estoy
pasando enormemente bien y aún promete más, porque Cecil Beaton y Greta Garbo
vienen la semana próxima y estarán con nosotros hasta septiembre, que es cuando
ella tiene que ir a Francia a rodar una película (La Duchesse de Langaeis, de Balzac)”.
¿Quién tiene conocimientos de todas las
personalidades que nombra Truman en su carta? ¿Quién ha leído esa obra de
Balzac? ¿Quién sabe, sin necesidad de visitar Google, lo que significa kasbah? Y para hacer más digerible mi
planteamiento, ¿es necesario conocer todos los referentes de un poema para acceder,
al fin, a la degustación?
Alberto Hernández no le teme a la escena de la
farándula. Por eso hago énfasis en el estilo libérrimo de su escritura: paso
las hojas e imagino una revista Vogue,
abandonada en la sala de espera de cualquier consulta ginecológica; y a Miranda
Hobbes, con su cabello muy corto y rojizo, en un capítulo inicial de Sex and the City.
Al poeta se le pide concisión y contención. Que diga
lo justo y necesario. Que tome el camino del gesto silencioso. Se trata de
quitar y podar (dicen), no de adicionar. Con vigilancia, Alberto Hernández ha
decidido sumar en este libro. Entonces, ¿cómo leer 70 poemas burgueses? Otra vez la pregunta y la expectativa de una
respuesta convincente. Como primer ejercicio, quitaré los epígrafes, las
dedicatorias y las citas indirectas; luego eliminaré los nombres de actores,
cantantes, personajes de ficción, poetas y novelistas: nada de Milan Kundera,
Pablo Neruda, Jennifer López, Frank Sinatra, Elizabeth Taylor o Jean-Baptiste
Grenouille; también alejaré los nombres de revistas, fragancias y galletas.
¿Qué hay después de todo este desvalijamiento?
En 70 poemas
burgueses hay celebración, quejas y exceso premeditado: observo un vaso
colmado de agua, de vino, leche y arsénico, un universo de referentes que se
superponen y se oponen, que se complementan y saltan a la vista con poco
esfuerzo. Imagino a Alberto de este modo: abre un recipiente y poco a poco
introduce lo que su memoria educada es capaz de recordar en ese preciso
momento. Se deja colmar, llenar; Alberto aparece hinchado de memoria y de
lecturas; ha leído sin distinción genérica; ha oído música diversa; ha viajado,
por aire y por asfalto y en las páginas leídas. A contracorriente de la
abundancia anterior, me atrae, por
ahora, la frase sin merodeos:
Voy a ocultarme
en el lenguaje,
Alejandra.
En todo caso,
si lo hay,
es un lujo mirar
el mundo
sin mirar a nadie.
Alberto Hernández es la materia prima de 70 poemas burgueses: “Dispuesto a ser
confeccionado como traje de lujo/soy el personaje de estos destellos verbales”.
El poema es él, con su vanidad de cultura (apetito continuo) y su bondad; es él
en su apartamento, detrás del cementerio de Juan Vicente Gómez, en Maracay, con
sus hijas y las travesuras de sus nietas. Leo otros poemas del libro: parece
una crónica azarosa, escrita antes de desplomarse el edificio o del naufragio
(papelitos enrollados y sumergidos en el vientre de la botella). Alberto
escribe deprisa para dejar constancia de nuestro breve itinerario vital.
También escribe porque es una de las pocas maneras honestas de existir en esta
comarca de la navaja y el fraude. Escribe, igualmente, para saber qué hay
detrás de nosotros mismos. Escribe en la época de “los insectos del ruido”,
como una manera de defenderse y divertirse. Y parece que nos dijera: “En alguna
grieta/busca la próxima fobia”.
El contenido social es una parte del libro, no su
totalidad. Es otro pliegue que dialoga e invita a que leamos con atención. El
adjetivo “burgués” tiene un sentido paródico. A Alberto Hernández no le
interesan los antagonismos de clase.
Paradójicamente, ha sido Marx quien mejor se ha acercado a las motivaciones
artísticas de nuestro tiempo. Y por supuesto, a las motivaciones de estos
poemas burgueses: “La burguesía ha despojado de su aureola a todas las
profesiones que hasta entonces se tenían por venerables y dignas de piadoso
respeto. Al médico, al jurista, al sacerdote, al poeta, al sabio, los ha
convertido en sus servidores asalariados”. Lo ha dicho Marx, en alguna parte de
su Manifiesto, pero bien pueden ser
palabras del propio Alberto Hernández.
Néstor Mendoza |
Alberto Hernández escribe con intensión espontánea y
su mirada aparentemente frívola es una estética. No hay diques o represas que
contengan el deslave expresivo. Beber whisky en un velorio y admirar con
lascivia las piernas tersas de la viuda es “moralmente” incorrecto. Tan
improbable como ver a Truman Capote chatear con la infanta Cristina bajo el sol
de Mallorca. Pero esto sucede, y mucho más, en 70 poemas burgueses, libro de absurdos (“Imagino una cronología de
mis almuerzos”). Libro que no debe ser medido con la balanza de lo
estrictamente lírico. Podríamos leerlo como un poema o texto satírico (poema a
fin de cuentas), o comerlo como un canapé de sabores que no precisamos al
instante. Alberto se arriesga, lanza sus dados sobre “el tapete de tela verde
en las que reposan las esperanzas”.
Estos poemas se emparentan con las notas al margen
de Edgar Allan Poe, sus conocidas marginalias:
apuntes deliberados, descargas del pensamiento hechas con soltura, sin
afectación. Algunas veces, necesitan la presencia de su referente; en otras, el
texto puede caminar con su propia autonomía. Es decir, el placer puede estar
supeditado al bagaje cultural del lector. Y quiero añadir algo más: con 70 poemas burgueses, nuestro autor se
burla con la seriedad del caso, inclusive en los epígrafes; extiende su dedo y
nos pide que miremos una escenografía íntima, la suya, que no es ajena del
todo, que también nos pertenece: “Música para ti/desde el acoso de quien se
sabe/tierra en los ojos/viaje sin maleta”.
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