—por
Néstor Mendoza [*]—
José Watanabe.foto:deperu.com |
I
Lo que queda (Monte Ávila Editores
Latinoamericana) es una antología que agrupa una muestra de cinco libros de
José Watanabe. La edición es del año 2005. La adquirí hace cuatro años
aproximadamente, gracias a la oportuna y siempre agradecida recomendación de un
amigo. De tanto pasar sus páginas, de tanto doblarlas, ha ido perdiendo poco a
poco la débil resistencia de la costura: el libro se ha descocido parcialmente
y un pedazo de cinta plástica intenta reunir de nuevo las hojas. Alrededor de
cada poema hay muchas anotaciones y borrones que dejo tras cada lectura. Leo,
vuelvo a leer y dejo reposar el texto varios meses. Me olvido de su existencia.
Hasta que retorna el interés —semanas, meses más tarde—, y sigo leyendo: su
poesía se transformó en una residencia íntima, tan familiar que se confunde con
los objetos de la casa.
Watanabe (1945) nace en el distrito de Laredo, un
pueblo localizado en el departamento de La Libertad, en la costa norte del
Perú. Su infancia transcurre en una hacienda azucarera, en un ambiente rural
donde “el único valor era vivir”. Ese contexto lo lleva a valorar la naturaleza
con otro sentido, uno menos bucólico, dotado de una fuerza casi panteísta.
Residenciado en Lima, varios años después, inicia la carrera de Arquitectura en
la Universidad Nacional Federico Villarreal, la cual abandona más tarde. Tuvo
contacto con poetas limeños durante ese periodo capitalino; colaboró en
diversas publicaciones literarias y se perfiló, en ese entonces, como una de
las figuras más resaltantes de la poesía peruana de la década de los 70.
Conozco parte del trabajo de otros autores postvallejianos —Blanca Varela, Emilio
Adolfo Westphalen, Martín Adán, Rodolfo Hinostroza, Carlos Germán Belli—.
Dentro de ese grupo, José Watanabe se diferencia con gran vigor: su estilo, si
bien no es un islote apartado, logra afirmar un acento genuino, conjugado con
su laborioso lenguaje. Su obra poética consta de pocos libros, con intervalos
relativamente largos de distancia entre la publicación de uno y otro. El
primero de ellos, Álbum de familia
(1971), revela el estilo minucioso y sosegado, la precisión verbal que
caracterizará toda su obra y que sustenta su particular poética. Luego, y con
una diferencia de dieciocho años, aparecerá, en 1989, El huso de la palabra. A pesar de tantos años de aparente sequía
creativa, el motivo central de este largo silencio reafirma el trabajo orfebre
y paciente de todos sus textos. Como él mismo dijera alguna vez en una
entrevista, todo ese tiempo escribió constantemente; reescribió muchas veces
varias versiones del mismo poema; tachó, corrigió y omitió material suficiente
para armar, al menos, cinco libros. Pero ninguno satisfizo las exigencias de
Watanabe. Esa obsesión revisionista será, en él, una poética en sí: cada poema,
antes de llegar a ese punto final (el punto en que se “abandona”), siguió
varios niveles de corrección, sin dejar lugar a la frase descuidada o gratuita.
Después de El
huso de la palabra surgirían, con cierto margen de regularidad, los volúmenes
Historia natural (1994), Cosas del cuerpo (1999), Habitó entre nosotros (2002) y La piedra alada (2005). También
incursionó en otros géneros: publicó en 1999 La memoria del ojo, un relato histórico de la inmigración japonesa
al Perú; la pieza teatral Antígora y
varios guiones cinematográficos; entre ellos, La ciudad y los perros, una adaptación dramática de la novela
homónima de Mario Vargas Llosa. En torno a los títulos disponibles en
Venezuela, contamos solamente con Lo que
queda, una muestra antológica hecha por Monte Ávila Editores en el 2005 y
reeditada en el 2011. Solo eso se puede hallar, si nos limitamos al interés de
las editoriales locales. En cuanto a publicaciones extranjeras, encontramos la
antología El guardián del hielo (2003),
una edición cubana a propósito del Premio de Poesía José Lezama Lima 2002,
otorgado por la Casa de las Américas, con selección a cargo de Piedad Bonnett.
foto:adondevamos.pe |
Quien más ha demostrado receptividad fuera del Perú
ha sido la editorial española Pre-Textos; hasta ahora, tres títulos de Watanabe
integran su catálogo: La piedra alada
(2005), Banderas detrás de la niebla
(2006) y Poesía completa (2008),
estos dos últimos aparecidos tras la muerte del poeta a los 61 años, en el
2007, a causa de un cáncer de garganta.
II
Los poemas de José Watanabe procuran la univocidad
del lenguaje, una exactitud hiperrealista. Los detalles aparecen minuciosamente
descritos, mediante un ejercicio consciente de la escritura. Pareciera decirnos
que el camino lo traza el orden en que se disponen las palabras, bajo una
continua y sostenida vigilancia. Hay un ritmo particular, con diferentes
matices y caídas repentinas: oraciones extensas que prolongan el aliento
descriptivo. Watanabe concilia lo mejor del discurso en prosa con la cadencia
del verso. Gran parte de su equilibrio rítmico radica en el manejo sintáctico.
Cuando el poeta así lo requiere, se ciñe a la normativa gramatical, al uso
prescriptivo de la oración, sin alterar la disposición que en el discurso
tienen regularmente las palabras. Por eso, encontramos versos precisos que
describen situaciones y espacios concretos, reflejando una realidad
aparentemente verosímil. Puntos, comas, signos de interrogación, etcétera, cumplen
una función limítrofe.
foto:serperuano.com |
Hans-Georg Gadamer escribió que “la puntuación no
pertenece a la sustancia de la palabra poética”. El origen de la puntuación del
poema proviene, no solo de un estricto origen normativo, sino de un dictado
interior, capaz de matizar cada verso de manera exclusiva. Estos recursos
lingüísticos y expresivos se alternan, en la poesía de Watanabe, con el
lenguaje transgresor: distinguimos una voz más desenfadada, una sintaxis libre,
con muchas caídas y encabalgamientos; vemos la supresión de signos de
puntuación y oraciones de largo aliento. En ese caso, el poema muestra mayor
complejidad metafórica, mayor énfasis en el lenguaje sugerido, prescindiendo de
ciertos usos habituales en la redacción formal. Entonces, no es solo imagen,
metáfora. El poema toca dos orillas: sigue la normativa convencional y la
transgrede, según su conveniencia. Hay un esfuerzo por agudizar el ojo que
profundiza su visión para mostrar, no un lado inefable y metafísico, sino un
lado cercano y concreto de la realidad, aquella realidad que muchas veces pasa
desapercibida por ser tan obvia.
Dos años antes de fallecer, en uno de sus tantos
viajes alrededor del continente, el poeta arribó a Venezuela para participar en
la Semana Internacional de la Poesía. En ese marco, visitó la Casa Nacional de
las Letras Andrés Bello y compartió la lectura de sus poemas, dejando en muchos
de los asistentes —y sus lectores posteriores— una campanada sutil y sólida que
aún resuena entre nosotros: todo su paciente trabajo poético continúa vivo en
ese libro remendado que conservo.
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[*] Néstor
Mendoza (Maracay,
Venezuela, 1985). Poeta y ensayista. Licenciado en Educación (Universidad de
Carabobo) y estudios de posgrado en Literatura Latinoamericana. Ha publicado Andamios
(IV Premio Nacional Universitario de Literatura, 2011). Forma parte del
comité de redacción de la revista Poesía, y de la comisión de cultura de
la Feria Internacional del Libro de la UC (FILUC), Venezuela.
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