Clarice Lispector.foto:bookforum.com |
Un poco cansada, con las
compras deformando la nueva bolsa de malla, Ana subió al tranvía. Depositó la
bolsa sobre las rodillas y el tranvía comenzó a andar. Entonces se recostó en
el banco en busca de comodidad, con un suspiro casi de satisfacción. Los hijos
de Ana eran buenos, algo verdadero y jugoso. Crecían, se bañaban, exigían,
malcriados, por momentos cada vez más completos. La cocina era espaciosa, el
fogón estaba descompuesto y hacía explosiones. El calor era fuerte en el
departamento que estaban pagando de a poco. Pero el viento golpeando las
cortinas que ella misma había cortado recordaba que si quería podía enjugarse
la frente, mirando el calmo horizonte. Lo mismo que un labrador. Ella había
plantado las simientes que tenía en la mano, no las otras, sino esas mismas. Y
los árboles crecían.
Crecía su rápida conversación
con el cobrador de la luz, crecía el agua llenando la pileta, crecían sus
hijos, crecía la mesa con comidas, el marido llegando con los diarios y
sonriendo de hambre, el canto importuno de las sirvientas del edificio. Ana
prestaba a todo, tranquilamente, su mano pequeña y fuerte, su corriente de
vida. Cierta hora de la tarde era la más peligrosa. A cierta hora de la tarde
los árboles que ella había plantado se reían de ella. Cuando ya no precisaba
más de su fuerza, se inquietaba. Sin embargo, se sentía más sólida que nunca,
su cuerpo había engrosado un poco, y había que ver la forma en que cortaba
blusas para los chicos, con la gran tijera restallando sobre el género. Todo su
deseo vagamente artístico hacía mucho que se había encaminado a transformar los
días bien realizados y hermosos; con el tiempo su gusto por lo decorativo se
había desarrollado suplantando su íntimo desorden. Parecía haber descubierto
que todo era susceptible de perfeccionamiento, que a cada cosa se prestaría una
apariencia armoniosa; la vida podría ser hecha por la mano del hombre.
En el fondo, Ana siempre había
tenido necesidad de sentir la raíz firme de las cosas. Y eso le había dado un
hogar, sorprendentemente. Por caminos torcidos había venido a caer en un
destino de mujer, con la sorpresa de caber en él como si ella lo hubiera
inventado. El hombre con el que se había casado era un hombre de verdad, los
hijos que habían tenido eran hijos de verdad. Su juventud anterior le parecía
tan extraña como una enfermedad de vida. Había surgido de ella muy pronto para
descubrir que también sin la felicidad se vivía: aboliéndola, había encontrado
una legión de personas, antes invisibles, que vivían como quien trabaja con persistencia,
continuidad, alegría. Lo que le había sucedido a Ana antes de tener su hogar ya
estaba para siempre fuera de su alcance: era una exaltación perturbada a la que
tantas veces había confundido con una insoportable felicidad. A cambio de eso,
había creado algo al fin comprensible, una vida de adulto. Así lo había querido
ella y así lo había escogido. Su precaución se reducía a cuidarse en la hora
peligrosa de la tarde, cuando la casa estaba vacía y sin necesitar ya de ella,
el sol alto, y cada miembro de la familia distribuido en sus ocupaciones.
Mirando los muebles limpios, su corazón se apretaba un poco con espanto. Pero
en su vida no había lugar para sentir ternura por su espanto: ella lo sofocaba
con la misma habilidad que le habían transmitido los trabajos de la casa.
Entonces salía para hacer las compras o llevar objetos para arreglar, cuidando
del hogar y de la familia y en rebeldía con ellos. Cuando volvía ya era el
final de la tarde y los niños, de regreso del colegio, le exigían. Así llegaba
la noche, con su tranquila vibración. De mañana despertaba aureolada por los
tranquilos deberes. Nuevamente encontraba los muebles sucios y llenos de polvo,
como si regresaran arrepentidos. En cuanto a ella misma, formaba oscuramente
parte de las raíces negras y suaves del mundo. Y alimentaba anónimamente la
vida. Y eso estaba bien. Así lo había querido y elegido ella.
El tranvía vacilaba sobre las
vías, entraba en calles anchas. Enseguida soplaba un viento más húmedo
anunciando, mucho más que el fin de la tarde, el final de la hora inestable.
Ana respiró profundamente y una gran aceptación dio a su rostro un aire de
mujer.
El tranvía se arrastraba,
enseguida se detenía. Hasta la calle Humaitá tenía tiempo de descansar. Fue
entonces cuando miró hacia el hombre detenido en la parada. La diferencia entre
él y los otros es que él estaba realmente detenido. De pie, sus manos se
mantenían extendidas. Era un ciego.
¿Qué otra cosa había hecho que
Ana se fijase erizada de desconfianza? Algo inquietante estaba pasando.
Entonces lo advirtió: el ciego masticaba chicle... Un hombre ciego masticaba
chicle.
Ana todavía tuvo tiempo de
pensar por un segundo que los hermanos irían a comer; el corazón le latía con
violencia, espaciadamente. Inclinada, miraba al ciego profundamente, como se
mira lo que no nos ve. Él masticaba goma en la oscuridad. Sin sufrimiento, con
los ojos abiertos. El movimiento, al masticar, lo hacía parecer sonriente y de
pronto dejó de sonreír, sonreír y dejar de sonreír como si él la hubiese insultado,
Ana lo miraba. Y quien la viese tendría la impresión de una mujer con odio.
Pero continuaba mirándolo, cada vez más inclinada. El tranvía arrancó
súbitamente, arrojándola desprevenida hacia atrás y la pesada bolsa de malla
rodó de su regazo y cayó en el suelo. Ana dio un grito y el conductor dio la
orden de parar antes de saber de qué se trataba; el tranvía se detuvo, los
pasajeros miraron asustados. Incapaz de moverse para recoger sus compras, Ana
se irguió pálida. Una expresión desde hacía tiempo no usada en el rostro
resurgía con dificultad, todavía incierta, incomprensible. El muchacho de los
diarios reía entregándole sus paquetes. Pero los huevos se habían quebrado en
el paquete de papel de diario. Yemas amarillas y viscosas se pegoteaban entre los
hilos de la malla. El ciego había interrumpido su tarea de masticar chicle y
extendía las manos inseguras, intentando inútilmente percibir lo que estaba
sucediendo. El paquete de los huevos fue arrojado fuera de la bolsa y, entre
las sonrisas de los pasajeros y la señal del conductor, el tranvía reinició
nuevamente la marcha.
Pocos instantes después ya
nadie la miraba. El tranvía se sacudía sobre los rieles y el ciego masticando
chicle había quedado atrás para siempre. Pero el mal ya estaba hecho.
La bolsa de malla era áspera
entre sus dedos, no íntima como cuando la había tejido. La bolsa había perdido
el sentido, y estar en un tranvía era un hilo roto; no sabía qué hacer con las
compras en el regazo. Y como una extraña música, el mundo recomenzaba a su
alrededor. El mal estaba hecho. ¿Por qué?, ¿acaso se había olvidado de que
había ciegos? La piedad la sofocaba, y Ana respiraba con dificultad. Aun las
cosas que existían antes de lo sucedido ahora estaban precavidas, tenían un
aire hostil, perecedero... El mundo nuevamente se había transformado en un
malestar. Varios años se desmoronaban, las yemas amarillas se escurrían.
Expulsada de sus propios días, le parecía que las personas en la calle corrían
peligro, que se mantenían por un mínimo equilibrio, por azar, en la oscuridad;
y por un momento la falta de sentido las dejaba tan libres que ellas
no sabían
hacia dónde ir. Notar una ausencia de ley fue tan súbito que Ana se agarró al
asiento de enfrente, como si se pudiera caer del tranvía, como si las cosas
pudieran ser revertidas con la misma calma con que no lo eran. Aquello que ella
llamaba crisis había venido, finalmente. Y su marca era el placer intenso con
que ahora gozaba de las cosas, sufriendo espantada. El calor se había vuelto
menos sofocante, todo había ganado una fuerza y unas voces más altas. En la
calle Voluntarios de la Patria parecía que estaba pronta a estallar una
revolución. Las rejas de las cloacas estaban secas, el aire cargado de polvo.
Un ciego mascando chicle había sumergido al mundo en oscura impaciencia. En
cada persona fuerte estaba ausente la piedad por el ciego, y las personas la
asustaban con el vigor que poseían. Junto a ella había una señora de azul, ¡con
un rostro! Desvió la mirada, rápido. ¡En la acera, una mujer dio un empujón al
hijo! Dos novios entrelazaban los dedos sonriendo... ¿Y el ciego? Ana se había
deslizado hacia una bondad extremadamente dolorosa.
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Ella había calmado tan bien a
la vida, había cuidado tanto que no explotara. Mantenía todo en serena
comprensión, separaba una persona de las otras, las ropas estaban claramente
hechas para ser usadas y se podía elegir por el diario la película de la noche,
todo hecho de tal modo que un día sucediera al otro. Y un ciego masticando
chicle lo había destrozado todo. A través de la piedad a Ana se le aparecía una
vida llena de náusea dulce, hasta la boca.
Solamente entonces percibió que
hacía mucho que había pasado la parada para descender. En la debilidad en que
estaba, todo la alcanzaba con un susto; descendió del tranvía con piernas
débiles, miró a su alrededor, asegurando la bolsa de malla sucia de huevo. Por
un momento no consiguió orientarse. Le parecía haber descendido en medio de la
noche.
Era una calle larga, con altos
muros amarillos. Su corazón latía con miedo, ella buscaba inútilmente reconocer
los alrededores, mientras la vida que había descubierto continuaba latiendo y
un viento más tibio y más misterioso le rodeaba el rostro. Se quedó parada
mirando el muro. Al fin pudo ubicarse. Caminando un poco más a lo largo de la
tapia, cruzó los portones del Jardín Botánico.
Caminaba pesadamente por la
alameda central, entre los cocoteros. No había nadie en el Jardín. Dejó los
paquetes en el suelo, se sentó en un banco de un atajo y allí se quedó por
algún tiempo.
La vastedad parecía calmarla,
el silencio regulaba su respiración. Ella se adormecía dentro de sí.
De lejos se veía la hilera de
árboles donde la tarde era clara y redonda. Pero la penumbra de las ramas
cubría el atajo.
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A su alrededor se escuchaban
ruidos serenos, olor a árboles, pequeñas sorpresas entre los "cipós".
Todo el Jardín era triturado por los instantes ya más apresurados de la tarde.
¿De dónde venía el medio sueño por el cual estaba rodeada? Como por un zumbar
de abejas y de aves. Todo era extraño, demasiado suave, demasiado grande. Un
movimiento leve e íntimo la sobresaltó: se volvió rápida. Nada parecía haberse
movido. Pero en la alameda central estaba inmóvil un poderoso gato. Su pelaje
era suave. En una nueva marcha silenciosa, desapareció.
Inquieta, miró en torno. Las
ramas se balanceaban, las sombras vacilaban sobre el suelo. Un gorrión
escarbaba en la tierra. Y de repente, con malestar, le pareció haber caído en
una emboscada. En el Jardín se hacía un trabajo secreto del cual ella comenzaba
a apercibirse.
En los árboles las frutas eran
negras, dulces como la miel. En el suelo había carozos llenos de orificios,
como pequeños cerebros podridos. El banco estaba manchado de jugos violetas.
Con suavidad intensa las aguas rumoreaban. En el tronco del árbol se pegaban
las lujosas patas de una araña. La crudeza del mundo era tranquila. El
asesinato era profundo. Y la muerte no era aquello que pensábamos.
Al mismo tiempo que imaginario,
era un mundo para comerlo con los dientes, un mundo de grandes dalias y
tulipanes. Los troncos eran recorridos por parásitos con hojas, y el abrazo era
suave, apretado. Como el rechazo que precedía a una entrega, era fascinante, la
mujer sentía asco, y a la vez era fascinada.
Los árboles estaban cargados,
el mundo era tan rico que se pudría. Cuando Ana pensó que había niños y hombres
grandes con hambre, la náusea le subió a la garganta, como si ella estuviera
grávida y abandonada. La moral del Jardín era otra. Ahora que el ciego la había
guiado hasta él, se estremecía en los primeros pasos de un mundo brillante,
sombrío, donde las victorias-regias flotaban, monstruosas. Las pequeñas flores
esparcidas sobre el césped no le parecían amarillas o rosadas, sino del color
de un mal oro y escarlatas. La descomposición era profunda, perfumada... Pero
todas las pesadas cosas eran vistas por ella con la cabeza rodeada de un
enjambre de insectos, enviados por la vida más delicada del mundo. La brisa se
insinuaba entre las flores. Ana, más adivinaba que sentía su olor dulzón... El
Jardín era tan bonito que ella tuvo miedo del Infierno.
Ahora era casi noche y todo
parecía lleno, pesado, un esquilo pareció volar con la sombra. Bajo los pies la
tierra estaba fofa, Ana la aspiraba con delicia. Era fascinante, y ella se
sentía mareada.
Pero cuando recordó a los
niños, frente a los cuales se había vuelto culpable, se irguió con una
exclamación de dolor. Tomó el paquete, avanzó por el atajo oscuro y alcanzó la
alameda. Casi corría, y veía el Jardín en torno de ella, con su soberbia
impersonalidad. Sacudió los portones cerrados, los sacudía apretando la madera
áspera. El cuidador apareció asustado por no haberla visto.
Hasta que no llegó a la puerta
del edificio, había parecido estar al borde del desastre. Corrió con la bolsa
hasta el ascensor, su alma golpeaba en el pecho: ¿qué sucedía? La piedad por el
ciego era muy violenta, como una ansiedad, pero el mundo le parecía suyo,
sucio, perecedero, suyo. Abrió la puerta de la casa. La sala era grande,
cuadrada, los picaportes brillaban limpios, los vidrios de las ventanas
brillaban, la lámpara brillaba: ¿qué nueva tierra era ésa? Y por un instante la
vida sana que hasta entonces llevara le pareció una manera moralmente loca de
vivir. El niño que se acercó corriendo era un ser de piernas largas y rostro
igual al suyo, que corría y la abrazaba. Lo apretó con fuerza, con espanto. Se
protegía trémula. Porque la vida era peligrosa. Ella amaba el mundo, amaba
cuanto había sido creado, amaba con repugnancia. Del mismo modo en que siempre
había sido fascinada por las ostras, con aquel vago sentimiento de asco que la
proximidad de la verdad le provocaba, avisándola. Abrazó al hijo casi hasta el
punto de estrujarlo. Como si supiera de un mal —¿el ciego o el hermoso Jardín
Botánico?— se prendía a él, a quien quería por encima de todo. Había sido
alcanzada por el demonio de la fe. La vida es horrible, dijo muy bajo,
hambrienta. ¿Qué haría en caso de seguir el llamado del ciego? Iría sola...
Había lugares pobres y ricos que necesitaban de ella. Ella precisaba de ellos...
—Tengo miedo —dijo. Sentía las
costillas delicadas de la criatura entre los brazos, escuchó su llanto
asustado.
—Mamá -exclamó el niño. Lo
alejó de sí, miró aquel rostro, su corazón se crispó.
—No dejes que mamá te olvide —le
dijo.
El niño, apenas sintió que el
abrazo se aflojaba, escapó y corrió hasta la puerta de la habitación, de donde
la miró más seguro. Era la peor mirada que jamás había recibido. La sangre le
subió al rostro, afiebrándolo.
Se dejó caer en una silla, con
los dedos todavía presos en la bolsa de malla. ¿De qué tenía vergüenza?
No había cómo huir. Los días
que ella había forjado se habían roto en la costra y el agua se escapaba.
Estaba delante de la ostra. Y no sabía cómo mirarla. ¿De qué tenía vergüenza?
Porque ya no se trataba de piedad, no era solamente piedad: su corazón se había
llenado con el peor deseo de vivir.
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Ya no sabía si estaba del otro
lado del ciego o de las espesas plantas. El hombre poco a poco se había
distanciado, y torturada, ella parecía haber pasado para el lado de los que le
habían herido los ojos. El Jardín Botánico, tranquilo y alto, la revelaba. Con
horror descubría que ella pertenecía a la parte fuerte del mundo ¿y qué nombre
se debería dar a su misericordia violenta? Sería obligada a besar al leproso,
pues nunca sería solamente su hermana. Un ciego me llevó hasta lo peor de mí
misma, pensó asustada. Sentíase expulsada porque ningún pobre bebería agua en
sus manos ardientes. ¡Ah!, ¡era más fácil ser un santo que una persona! Por
Dios, ¿no había sido verdadera la piedad que sondeara en su corazón las aguas
más profundas? Pero era una piedad de león.
Humillada, sabía que el ciego
preferiría un amor más pobre. Y, estremeciéndose, también sabía por qué. La
vida del Jardín Botánico la llamaba como el lobo es llamado por la luna. ¡Oh,
pero ella amaba al ciego!, pensó con los ojos humedecidos. Sin embargo, no era
con ese sentimiento con el que se va a la iglesia. Estoy con miedo, se dijo,
sola en la sala. Se levantó y fue a la cocina para ayudar a la sirvienta a
preparar la cena.
Pero la vida la estremecía,
como un frío. Oía la campana de la escuela, lejana y constante. El pequeño
horror del polvo ligando en hilos la parte inferior del fogón, donde descubrió
la pequeña araña. Llevando el florero para cambiar el agua estaba el horror de
la flor entregándose lánguida y asquerosa a sus manos. El mismo trabajo secreto
se hacía allí en la cocina. Cerca de la lata de basura, aplastó con el pie a
una hormiga. El pequeño asesinato de la hormiga. El pequeño cuerpo temblaba.
Las gotas de agua caían en el agua inmóvil de la pileta. Los abejorros de
verano. El horror de los abejorros inexpresivos. Horror, horror. Caminaba de un
lado para otro en la cocina, cortando los bifes, batiendo la crema. En torno a
su cabeza, en una ronda, en torno de la luz, los mosquitos de una noche cálida.
Una noche en que la piedad era tan cruda como el mal amor. Entre los dos senos
corría el sudor. La fe se quebrantaba, el calor del horno ardía en sus ojos.
Después vino el marido,
vinieron los hermanos y sus mujeres, vinieron los hijos de los hermanos.
Comieron con las ventanas todas
abiertas, en el noveno piso. Un avión estremecía, amenazando en el calor del
cielo. A pesar de haber usado pocos huevos, la comida estaba buena. También sus
chicos se quedaron despiertos, jugando en la alfombra con los otros. Era
verano, sería inútil obligarlos a ir a dormir. Ana estaba un poco pálida y reía
suavemente con los otros.
Finalmente, después de la
comida, la primera brisa más fresca entró por las ventanas. Ellos rodeaban la
mesa, ellos, la familia. Cansados del día, felices al no disentir, bien
dispuestos a no ver defectos. Se reían de todo, con el corazón bondadoso y
humano. Los chicos crecían admirablemente alrededor de ellos. Y como a una
mariposa, Ana sujetó el instante entre los dedos antes que desapareciera para
siempre.
Después, cuando todos se fueron
y los chicos estaban acostados, ella era una mujer inerte que miraba por la
ventana. La ciudad estaba adormecida y caliente. Y lo que el ciego había
desencadenado, ¿cabría en sus días? ¿Cuántos años le llevaría envejecer de
nuevo? Cualquier movimiento de ella, y pisaría a uno de los chicos. Pero con
una maldad de amante, parecía aceptar que de la flor saliera el mosquito, que
las victorias regias flotasen en la oscuridad del lago. El ciego pendía entre
los frutos del Jardín Botánico.
¡Si ella fuera un abejorro del
fogón, el fuego ya habría abrasado toda la casa!, pensó corriendo hacia la
cocina y tropezando con su marido frente al café derramado.
—¿Qué fue? —gritó vibrando
toda.
Él se asustó por el miedo de la
mujer. Y de repente rió, entendiendo:
—No fue nada —dijo—, soy un
descuidado —parecía cansado, con ojeras.
Pero ante el extraño rostro de
Ana, la observó con mayor atención. Después la atrajo hacia sí, en rápida
caricia.
—¡No quiero que te suceda nada,
nunca! —dijo ella.
—Deja que por lo menos me
suceda que el fogón explote —respondió él sonriendo. Ella continuó sin fuerzas
en sus brazos.
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Ese día, en la tarde, algo
tranquilo había estallado, y en toda la casa había un clima humorístico,
triste.
—Es hora de dormir —dijo él—,
es tarde.
En un gesto que no era de él,
pero que le pareció natural, tomó la mano de la mujer, llevándola consigo sin
mirar para atrás, alejándola del peligro de vivir. Había terminado el vértigo
de la bondad.
Había atravesado el amor y su
infierno; ahora peinábase delante del espejo, por un momento sin ningún mundo
en el corazón. Antes de acostarse, como si apagara una vela, sopló la pequeña
llama del día.
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