—por Néstor Mendoza (*)—
Un gran y
conocido antecedente, en nuestra lengua, es el peruano Carlos Germán Belli. En
su obra desfilan este tipo de estructuras métricas. Fue él quien me acercó a
ellas. Me atrajo la sorpresiva secuencia de los versos y los sentidos que estos
adquieren al pasar de una estrofa a otra. De ahí mi interés, no sé si
infructuoso, de escribir “Sextina con saudade”, la cual forma parte de un libro
inédito.
Conocía a Ana
Nuño en su rol de sobria, culta y afilada columnista del Papel Literario, cada domingo y en su espacio “Falso cuaderno”,
ahora ausente. Las voces encontradas
(1989) es su primer poemario. Ha escrito y subrayado sus ideas con firmeza, en
temas tan variados pero no excluyentes entre sí: política, cine, literatura,
arte y filosofía. Redacta sin venda ni chantaje. Vive desde hace casi dos
décadas en Barcelona, España. Desde la ciudad catalana mantiene contacto periódico
con el medio editorial venezolano. Hace poco apareció Nuño por Nuño, antología preparada y prologada por Ana sobre los
aforismos de su padre, el conocido filósofo Juan Nuño.
Una generación
literaria se edifica, a pesar de todo, con las omisiones. En la gran pizarra
generacional los tachones también cuentan. Están los agrupados y los
desagrupados, los que logran afianzarse y los que llegan y se sujetan a
destiempo. Sextinario es un islote
con fauna variadísima y flores y frutas inclasificables. Tiene dos ediciones:
la primera a cargo de la Fundación Esta
Tierra de Gracia, Colección de poesía
Rasgos Comunes (Caracas, 1999); y una segunda preparada por Randon House
Mondadori, en su colección Debolsillo (Barcelona, 2002). Aun así, conseguir un
ejemplar en librerías locales es improbable.
Sujeto el libro y
lo miro con ojo de naturalista alemán. Nuño ha invertido muchísimo tiempo en la
elaboración de este libro. La composición requiere de un apostolado, y ella, a
su manera, lo ha hecho. Muy visible es el motivo de cada sextina, el adecuado
conteo métrico y la novedad que aparece con su buena dosis de cultismo y
atrevimiento. No se puede dejar de mencionar el trabajo de selección y
traducción, que demandan una dedicación personalizada y esmerada.
Intento ubicar a Sextinario en algún espacio de nuestros
anaqueles de poesía venezolana. Es un ave bifronte que sobrevuela en el invierno.
Estaría junto a los palíndromos reunidos en Oír
a Darío, de Darío Lancini, otro raro espécimen. Y si ampliamos la visión, podría
anexar otro ejemplo y así completamos un tridente: Guitarra del horizonte de Sergio Sandoval (heterónimo de Eugenio
Montejo). Tendríamos, con esto, tres manifestaciones: la sextina, el palíndromo
y la copla glosada.
Nuño le ha dado
un hermoso nombre a la sextina y ha delimitado su función: “joya negra que
brilla sólo en la oscuridad”. No se equivoca: la sextina tiene un complejo
engranaje. El trovador provenzal Arnaut Daniel la inventó, y con sus altibajos,
no ha sido enterrada. Ana Nuño supera cierta ojeriza que desconfía o duda de
las formas tradicionales. Ella sabe que también es factible transgredir desde
la tradición: un retorno al pasado métrico que vence el absolutismo del verso
libre.
Desde el prólogo
de Sextinario, la autora expone públicamente
su devoción por la forma y lo explica con la sinceridad que se espera y que el
lector agradece. Hace una revisión y con originalidad ubica a la sextina en un
horizonte, no en un peldaño o escalafón. Y yo agregaría lo siguiente: la
sextina como forma métrica válida y vigente, que no compite sino que refresca y
complementa. En tiempos de tartamudeos (“hipos tipográficos”, diría Nuño), la
sextina se ve fortalecida desde sus entrañas. Con el derrumbe de las estéticas grupales
cada poeta habita un ecosistema individual; y desde esa perspectiva ha de constituir
sus propios antecedentes.
La poeta está en
un cuarto oscuro, da manotazos en el aire y espera que aparezca algo concreto, un
lazarillo que la dirija o guíe. Es un cuarto oscuro, ciertamente, pero no una
habitación de revelado fotográfico. Solo es un cuarto de tinieblas. La sextina
puede ser ese brazo que dirige a Ana Nuño en el pasadizo de la creación
poética. Hay poetas que necesitan publicaciones sucesivas, casi simultáneas,
para dar con la forma que mejor se adapte. Las piezas deben encajar. Ana Nuño elige
las barricas de roble para añejar sus poemas. Y ya sabemos cuánto puede tardar
este proceso de envejecimiento. Ella misma lo ha mencionado en algún artículo
de prensa: “Ahora no son clásicos, es decir, obras que alcanzan esta condición
tras templarse en la fría mirada de generaciones de lectores, críticos e imitadores,
sino la producción —aún humeante, en algunos casos a medio cocer— de cualquier
reciente difunto, lo que se ve sometido al pasapurés editorial”.
Por ahora, solo
está el libro y mi lectura ¿Qué se puede argumentar? Son poemas, no hay duda de
ello. Desde cualquier ángulo son poemas. Tienen algo característico que los
convierte en objetos de divertimento lúdico e intelectual. Hay medida sin castración.
Basta una primera ojeada para notar la libertad de asociación y de elección del
tema. Quien lea apreciará las versiones que Nuño hace de Petrarca. Notará el
registro de lo amoroso y la finura de la exploración lésbica, la exhortación al
joven poeta (jovial y festiva) y la contemplación de un paisaje físico que se
confunde con la pretensión axiomática:
“no existen los hechos, sólo hay estados/de ánimo como ese azul del
cielo”.
En muchos casos
la reiteración de las frases es una manera de fijeza. Se intenta atrapar lo que
la voz poética traduce, repite o transcribe. O lo que inventa o recuerda. De
eso, y mucho más, se vale la sextina.
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