Amigo
mío, me ha pedido usted que le cuente los recuerdos más vivos de mi existencia.
Soy muy vieja, sin parientes, sin hijos; puedo, pues, libremente confesarme con
usted. Prométame sólo que jamás desvelará mi nombre.
He
sido muy amada, usted lo sabe; y a menudo amé yo también. Era muy hermosa;
puedo decirlo hoy, cuando ya nada queda. El amor era para mí la vida del alma,
como el aire es la vida del cuerpo. Hubiera preferido morir a existir sin
ternura, sin un pensamiento siempre clavado en mí. Las mujeres pretenden con
frecuencia no amar sino una sola vez con todo el poder de su corazón; con
frecuencia me ocurrió que amaba tan violentamente que me parecía imposible que
aquellos transportes finalizasen. Y sin embargo se extinguían siempre de una
forma natural, como un fuego falto de leña.
Le
contaré hoy la primera de mis aventuras, en la que yo fui muy inocente, aunque
determinó las otras.
La
horrible venganza de ese espantoso farmacéutico de Le Pecq me ha recordado el
terrible drama al cual asistí muy a mi pesar.
Estaba
casada desde hacía un año, con un hombre rico, el conde Hervé de Ker..., un
bretón de vieja cepa al cual, por supuesto, no amaba. El amor, el verdadero,
necesita, o por lo menos así lo creo, libertad y obstáculos al mismo tiempo. El
amor impuesto, sancionado por la ley, bendecido por el sacerdote, ¿es amor? Un
beso legal nunca vale lo que un beso robado.
Mi
marido era de elevada estatura, elegante y todo un gran señor de aspecto. Pero
carecía de inteligencia. Hablaba de un modo terminante, emitía opiniones
cortantes como cuchillos. Se le notaba una mente llena de ideas preconcebidas,
infundidas en él por sus padres que a su vez las habían recibido de sus
antepasados. No vacilaba jamás, daba sobre todo una opinión inmediata y
limitada, sin el menor embarazo y sin comprender que pudieran existir otros
modos de ver. Se notaba que aquella cabeza estaba cerrada, que por ella no
circulaban ideas, esas ideas que renuevan y sanean un espíritu como el viento
que atraviesa una casa cuyas puertas y ventanas se abren.
El
castillo donde vivíamos se encontraba en plena región desierta. Era un gran
edificio triste, enmarcado por árboles enormes cuyo musgo hacía pensar en las
blancas barbas de los ancianos. El parque, un verdadero bosque, estaba rodeado
por un profundo foso de esos que llaman salto de lobo; y al final, del lado del
páramo, teníamos dos grandes estanques llenos de cañas y de hierbas flotantes.
Entre los dos, a orillas de un arroyo que los unía, mi marido había mandado
construir una pequeña choza para tirar sobre los patos salvajes.
Teníamos,
amén de nuestros criados normales, un guarda, una especie de bruto adicto a mi
marido hasta la muerte, y una doncella, casi una amiga, locamente ligada a mí.
Yo la había traído de España cinco años antes. Era una niña abandonada. Se la
hubiera tomado por una gitana a causa de su tez morena, de sus ojos oscuros, de
sus cabellos profundos como un bosque y siempre encrespados en torno a la
frente. Contaba entonces dieciséis años, pero aparentaba veinte.
Comenzaba
el otoño. Cazábamos mucho, unas veces en las propiedades de los vecinos, otras
en la nuestra; y yo me fijé en un joven, el barón de C..., cuyas visitas al
castillo se volvían singularmente frecuentes. Después dejó de venir, y no pensé
más en él; pero me di cuenta de que mi marido cambiaba de actitud conmigo.
Parecía
taciturno, preocupado, ya no me abrazaba; y aunque casi no entraba en mi
dormitorio, que yo había exigido separado del suyo con el fin de vivir un poco
sola, a menudo oía, de noche, unos pasos furtivos que llegaban hasta mi puerta
y se alejaban tras unos minutos.
Como
mi ventana estaba en la planta baja, a menudo creí también oír merodeos en la
sombra, en torno al castillo. Se lo dije a mi marido, que me miró fijamente
durante unos segundos y después respondió:
—No
es nada, es el guarda.
Ahora
bien, una noche, cuando acabábamos de cenar, Hervé, que parecía muy alegre,
contra su costumbre, con una alegría socarrona, me preguntó:
—¿Le
gustaría a usted pasar tres horas al acecho para matar un zorro que viene por
las noches a comerse mis gallinas?
Me
quedé sorprendida; vacilaba; pero como él me examinaba con singular
obstinación, acabé respondiendo:
—Claro
que sí, amigo mío.
Tengo
que decirle que yo cazaba como un hombre lobos y jabalíes. Conque era muy
natural que me propusiera aquel acecho.
Pero
mi marido de repente adoptó un aire extrañamente nervioso; y durante toda la
velada estuvo agitado, levantándose y volviéndose a sentar febrilmente.
Hacía
las diez me dijo de pronto:
—¿Está
usted preparada?
Me
levanté. Y cuando él me trajo mi escopeta, pregunté:
—¿Hay
que cargar con bala o con posta?
Pareció
sorprendido, y después prosiguió:
—¡Oh!,
sólo con posta, bastará, puede estar segura.
Después,
tras unos segundos, agregó con singular tono:
—¡Puede
usted alabarse de su sangre fría!
Me
eché a reír:
—¿Yo?
¿Por qué? ¡Sangre fría para ir a matar un zorro! Pero, ¡qué ideas tiene usted,
amigo mío!
Y
henos aquí en marcha, sin hacer ruido, a través del parque. Toda la casa
dormía. La luna llena parecía teñir de amarillo el viejo edificio oscuro cuyo
tejado de pizarra relucía. Las dos torrecillas que lo flanqueaban ostentaban en
su cima dos placas de luz, y ningún ruido turbaba el silencio de aquella noche
clara y triste, dulce y pesada, que parecía muerta. Ni el menor soplo de aire,
ni un grito de un sapo, ni un gemido de lechuza; un lúgubre entorpecimiento se
había abatido sobre todo.
Cuando
estuvimos bajo los árboles del parque me asaltó su frescura, y un olor a hojas
caídas. Mi marido no decía nada, pero escuchaba, espiaba, parecía olfatear en
las sombras, poseído de pies a cabeza por la pasión de la caza.
Pronto
llegamos al borde de los estanques.
Su
cabellera de juncos permanecía inmóvil, ningún soplo la acariciaba; pero por el
agua corrían movimientos apenas sensibles. A veces un punto se agitaba en la
superficie, y de allí partían leves círculos, semejantes a arrugas luminosas,
que se agrandaban sin fin.
Cuando
llegamos a la choza donde debíamos emboscarnos, mi marido me dejó pasar
delante, después armó lentamente su escopeta y el chasquido seco de las piezas
me produjo un extraño efecto. Me sintió temblar y me preguntó:
—¿Es,
acaso, que ya le basta a usted con esta prueba?
Pues
márchese.
Respondí,
muy sorprendida:
—Nada
de eso, no he venido para regresar. ¿Está usted de broma esta noche?
Murmuró:
—Como
usted quiera.
Y
permanecimos inmóviles.
Al
cabo de una media hora, como nada turbaba la pesada y clara tranquilidad de
aquella noche de otoño, dije, en voz baja:
—¿Está
usted seguro de que pasa por aquí?
Hervé
tuvo una sacudida, como si lo hubiera mordido, y, con la boca pegada a mi oído:
—Estoy
seguro, escuche.
Y
volvió a reinar el silencio.
Creo
que empezaba a amodorrarse cuando mi marido me apretó el brazo; y su voz silbante,
cambiada, pronunció:
—¿No
le ve usted, allá abajo, entre los árboles?
Por
mucho que miraba, yo no distinguía nada. Y lentamente Hervé apuntó, mientras me
miraba fijamente a los ojos. Yo misma estaba preparada para disparar, cuando de
pronto, a treinta pasos de nosotros, apareció a plena luz un hombre que
avanzaba a pasos rápidos, con el cuerpo inclinado, como si viniera huyendo.
Me
quedé tan estupefacta que lancé un violento grito; pero antes de que pudiera
volverme, ante mis ojos pasó una llama, una detonación me aturdió, y vi al
hombre rodar por el suelo como un lobo que recibe una bala.
Lancé
agudos clamores, espantada, asaltada por la locura; y entonces una mano
furiosa, la de Hervé, me asió por la garganta. Fui derribada, y después alzada en
sus robustos brazos. Corrió, llevándome en vilo, hacia el cuerpo tendido sobre
la hierba, y me arrojó sobre él, violentamente, como si hubiera querido
romperme la cabeza.
Me
sentí perdida; iba a matarme; y ya alzaba sobre mi frente su tacón, cuando a su
vez fue sujetado y derribado, sin que yo hubiese entendido aun lo que estaba
ocurriendo.
Me
alcé bruscamente y vi, de rodillas sobre él, a Paquita, mi criada, que,
aferrada a él como un gato furioso, crispada, enloquecida, le arrancaba la
barba, el bigote y la piel del rostro.
Después,
como asaltada bruscamente por otra idea, se levantó y, arrojándose sobre el
cadáver, lo estrechó entre sus brazos, besándolo en los ojos, en la boca,
abriendo con sus labios los labios muertos, buscando en ellos un hálito, y la
profunda caricia de los amantes.
Mi
marido, en pie, la miraba. Comprendió y, cayendo a mis pies:
—¡Oh!
perdón, querida mía; sospeché de ti y he matado al amante de esta muchacha; mi
guarda me ha engañado.
Yo,
por mi parte, miraba los extraños besos de aquel muerto y aquella viviente; y
los sollozos de ella, y sus sobresaltos de amor desesperado.
Y
en ese momento comprendí que le sería infiel a mi marido.