Thursday, May 21, 2015

Cuento: CONFESIONES DE UNA MUJER de GUY DE MAUPASSANT (1850-1893) Francia


Amigo mío, me ha pedido usted que le cuente los recuerdos más vivos de mi existencia. Soy muy vieja, sin parientes, sin hijos; puedo, pues, libremente confesarme con usted. Prométame sólo que jamás desvelará mi nombre.

He sido muy amada, usted lo sabe; y a menudo amé yo también. Era muy hermosa; puedo decirlo hoy, cuando ya nada queda. El amor era para mí la vida del alma, como el aire es la vida del cuerpo. Hubiera preferido morir a existir sin ternura, sin un pensamiento siempre clavado en mí. Las mujeres pretenden con frecuencia no amar sino una sola vez con todo el poder de su corazón; con frecuencia me ocurrió que amaba tan violentamente que me parecía imposible que aquellos transportes finalizasen. Y sin embargo se extinguían siempre de una forma natural, como un fuego falto de leña.

Le contaré hoy la primera de mis aventuras, en la que yo fui muy inocente, aunque determinó las otras.

La horrible venganza de ese espantoso farmacéutico de Le Pecq me ha recordado el terrible drama al cual asistí muy a mi pesar.

Estaba casada desde hacía un año, con un hombre rico, el conde Hervé de Ker..., un bretón de vieja cepa al cual, por supuesto, no amaba. El amor, el verdadero, necesita, o por lo menos así lo creo, libertad y obstáculos al mismo tiempo. El amor impuesto, sancionado por la ley, bendecido por el sacerdote, ¿es amor? Un beso legal nunca vale lo que un beso robado.

Mi marido era de elevada estatura, elegante y todo un gran señor de aspecto. Pero carecía de inteligencia. Hablaba de un modo terminante, emitía opiniones cortantes como cuchillos. Se le notaba una mente llena de ideas preconcebidas, infundidas en él por sus padres que a su vez las habían recibido de sus antepasados. No vacilaba jamás, daba sobre todo una opinión inmediata y limitada, sin el menor embarazo y sin comprender que pudieran existir otros modos de ver. Se notaba que aquella cabeza estaba cerrada, que por ella no circulaban ideas, esas ideas que renuevan y sanean un espíritu como el viento que atraviesa una casa cuyas puertas y ventanas se abren.

El castillo donde vivíamos se encontraba en plena región desierta. Era un gran edificio triste, enmarcado por árboles enormes cuyo musgo hacía pensar en las blancas barbas de los ancianos. El parque, un verdadero bosque, estaba rodeado por un profundo foso de esos que llaman salto de lobo; y al final, del lado del páramo, teníamos dos grandes estanques llenos de cañas y de hierbas flotantes. Entre los dos, a orillas de un arroyo que los unía, mi marido había mandado construir una pequeña choza para tirar sobre los patos salvajes.

Teníamos, amén de nuestros criados normales, un guarda, una especie de bruto adicto a mi marido hasta la muerte, y una doncella, casi una amiga, locamente ligada a mí. Yo la había traído de España cinco años antes. Era una niña abandonada. Se la hubiera tomado por una gitana a causa de su tez morena, de sus ojos oscuros, de sus cabellos profundos como un bosque y siempre encrespados en torno a la frente. Contaba entonces dieciséis años, pero aparentaba veinte.

Comenzaba el otoño. Cazábamos mucho, unas veces en las propiedades de los vecinos, otras en la nuestra; y yo me fijé en un joven, el barón de C..., cuyas visitas al castillo se volvían singularmente frecuentes. Después dejó de venir, y no pensé más en él; pero me di cuenta de que mi marido cambiaba de actitud conmigo.

Parecía taciturno, preocupado, ya no me abrazaba; y aunque casi no entraba en mi dormitorio, que yo había exigido separado del suyo con el fin de vivir un poco sola, a menudo oía, de noche, unos pasos furtivos que llegaban hasta mi puerta y se alejaban tras unos minutos.

Como mi ventana estaba en la planta baja, a menudo creí también oír merodeos en la sombra, en torno al castillo. Se lo dije a mi marido, que me miró fijamente durante unos segundos y después respondió:

—No es nada, es el guarda.

Ahora bien, una noche, cuando acabábamos de cenar, Hervé, que parecía muy alegre, contra su costumbre, con una alegría socarrona, me preguntó:

—¿Le gustaría a usted pasar tres horas al acecho para matar un zorro que viene por las noches a comerse mis gallinas?

Me quedé sorprendida; vacilaba; pero como él me examinaba con singular obstinación, acabé respondiendo:

—Claro que sí, amigo mío.

Tengo que decirle que yo cazaba como un hombre lobos y jabalíes. Conque era muy natural que me propusiera aquel acecho.

Pero mi marido de repente adoptó un aire extrañamente nervioso; y durante toda la velada estuvo agitado, levantándose y volviéndose a sentar febrilmente.

Hacía las diez me dijo de pronto:

—¿Está usted preparada?

Me levanté. Y cuando él me trajo mi escopeta, pregunté:

—¿Hay que cargar con bala o con posta?

Pareció sorprendido, y después prosiguió:

—¡Oh!, sólo con posta, bastará, puede estar segura.

Después, tras unos segundos, agregó con singular tono:

—¡Puede usted alabarse de su sangre fría!

Me eché a reír:

—¿Yo? ¿Por qué? ¡Sangre fría para ir a matar un zorro! Pero, ¡qué ideas tiene usted, amigo mío!

Y henos aquí en marcha, sin hacer ruido, a través del parque. Toda la casa dormía. La luna llena parecía teñir de amarillo el viejo edificio oscuro cuyo tejado de pizarra relucía. Las dos torrecillas que lo flanqueaban ostentaban en su cima dos placas de luz, y ningún ruido turbaba el silencio de aquella noche clara y triste, dulce y pesada, que parecía muerta. Ni el menor soplo de aire, ni un grito de un sapo, ni un gemido de lechuza; un lúgubre entorpecimiento se había abatido sobre todo.

Cuando estuvimos bajo los árboles del parque me asaltó su frescura, y un olor a hojas caídas. Mi marido no decía nada, pero escuchaba, espiaba, parecía olfatear en las sombras, poseído de pies a cabeza por la pasión de la caza.

Pronto llegamos al borde de los estanques.

Su cabellera de juncos permanecía inmóvil, ningún soplo la acariciaba; pero por el agua corrían movimientos apenas sensibles. A veces un punto se agitaba en la superficie, y de allí partían leves círculos, semejantes a arrugas luminosas, que se agrandaban sin fin.

Cuando llegamos a la choza donde debíamos emboscarnos, mi marido me dejó pasar delante, después armó lentamente su escopeta y el chasquido seco de las piezas me produjo un extraño efecto. Me sintió temblar y me preguntó:

—¿Es, acaso, que ya le basta a usted con esta prueba?

Pues márchese.

Respondí, muy sorprendida:

—Nada de eso, no he venido para regresar. ¿Está usted de broma esta noche?

Murmuró:

—Como usted quiera.

Y permanecimos inmóviles.

Al cabo de una media hora, como nada turbaba la pesada y clara tranquilidad de aquella noche de otoño, dije, en voz baja:

—¿Está usted seguro de que pasa por aquí?

Hervé tuvo una sacudida, como si lo hubiera mordido, y, con la boca pegada a mi oído:

—Estoy seguro, escuche.

Y volvió a reinar el silencio.

Creo que empezaba a amodorrarse cuando mi marido me apretó el brazo; y su voz silbante, cambiada, pronunció:

—¿No le ve usted, allá abajo, entre los árboles?

Por mucho que miraba, yo no distinguía nada. Y lentamente Hervé apuntó, mientras me miraba fijamente a los ojos. Yo misma estaba preparada para disparar, cuando de pronto, a treinta pasos de nosotros, apareció a plena luz un hombre que avanzaba a pasos rápidos, con el cuerpo inclinado, como si viniera huyendo.

Me quedé tan estupefacta que lancé un violento grito; pero antes de que pudiera volverme, ante mis ojos pasó una llama, una detonación me aturdió, y vi al hombre rodar por el suelo como un lobo que recibe una bala.

Lancé agudos clamores, espantada, asaltada por la locura; y entonces una mano furiosa, la de Hervé, me asió por la garganta. Fui derribada, y después alzada en sus robustos brazos. Corrió, llevándome en vilo, hacia el cuerpo tendido sobre la hierba, y me arrojó sobre él, violentamente, como si hubiera querido romperme la cabeza.

Me sentí perdida; iba a matarme; y ya alzaba sobre mi frente su tacón, cuando a su vez fue sujetado y derribado, sin que yo hubiese entendido aun lo que estaba ocurriendo.

Me alcé bruscamente y vi, de rodillas sobre él, a Paquita, mi criada, que, aferrada a él como un gato furioso, crispada, enloquecida, le arrancaba la barba, el bigote y la piel del rostro.

Después, como asaltada bruscamente por otra idea, se levantó y, arrojándose sobre el cadáver, lo estrechó entre sus brazos, besándolo en los ojos, en la boca, abriendo con sus labios los labios muertos, buscando en ellos un hálito, y la profunda caricia de los amantes.

Mi marido, en pie, la miraba. Comprendió y, cayendo a mis pies:

—¡Oh! perdón, querida mía; sospeché de ti y he matado al amante de esta muchacha; mi guarda me ha engañado.

Yo, por mi parte, miraba los extraños besos de aquel muerto y aquella viviente; y los sollozos de ella, y sus sobresaltos de amor desesperado.

Y en ese momento comprendí que le sería infiel a mi marido.





Friday, May 15, 2015

Pez abisal (Dos comentarios sobre la poesía de Kevork Topalian)


—por Néstor Mendoza—

l. La majestad del invierno. El paisaje que ha escogido es un entorno escasamente explotado. Su procedencia es atípica. Un antecedente podría hallarse en los territorios remotos que sirven de escenografía a la obra de José Antonio Ramos Sucre, quien acuñó el frío septentrional en nuestra tradición. Kevork Topalian elige los bosques de abedules (“bosque umbroso”); se inclina por las corrientes gélidas de alguna ciudad rusa y prefiere posponer el viento caluroso del Caribe. Desarticula la dualidad campo—ciudad o urbanismo—ruralismo y propone un tercer contexto. En sus poemas hay cabañas y manteles extranjeros, escenas que revelan la apariencia invernal de los habitantes. A cada momento, la voz nos repite su origen sometido por la estación de los abrigos: "Pero esta delgada lluvia hiela el día de hoy/garúa insistentemente sobre la conciencia/ en el sur, el cielo ceñido de nubes grises". Quienes recorren este libro van hacia "Praderas nórdicas", y su sensibilidad es "amor reflejado y frío".

Especial atención merece Lámpara de oscuridad (2008), su primer libro. El título deriva de un verso del argentino Roberto Juarroz: oxímoron a fin de cuentas, ejerce un oficio contrario a su procedencia originaria. Imaginemos que la ropa no nos cubre, sino que nos hace sentir completamente desnudos. O que la comida nos produce hambre y la ingesta de arsénico se convierte en el electroshock que revitaliza.

T.S. Eliot opinaba que un poema extenso se sostiene de algunos pasajes prosaicos, necesarios e incluso obligatorios. Kevork procura que estos pasajes sean ligeramente perceptibles, de manera que los versos tienen la presencia de un estancia limpia, sin objetos desparramados o adornos innecesarios y mal ubicados. Predomina la fluidez de las descripciones. Su escritura se mueve sin rudeza y con elegancia. Se nota lo que planteó Edgar Allan Poe: la extensión no es una cualidad per se, es un recurso más; el poeta norteamericano se adelanta y reafirma que un poema extenso debe ser leído como una suma de poemas más breves —suma de “intensidades”—, con sus respectivos periodos de descanso. El uso premeditado de los recursos métricos refuerza este mérito: el encabalgamiento oportuno es un evidente ejemplo, especialmente tratado en Un texto en ruinas —el cual pude leer, aún inédito, hace tres años—. Este libro vio luz recientemente en formato digital Scribd. También hay una tercera obra en ese formato, La irrupción, que completa una tríada. Estos volúmenes han transitado con escaso respaldo crítico; aun así, Kevork ofrece tres libros íntegros en soporte digital. Incluye a manera de prólogo una breve nota, casi una poética, que ubica al lector y lo encamina en su propuesta estética.

el poeta venezolano Kevork Topalian
foto:artepoetica.net
En Lámpara de oscuridad se nota un tratamiento lejano y contemplativo hacia los objetos: "Allí, sola, una mujer; / los codos apoyados en la mesa. / Al llevarse a la boca un pan,/ migas desprendidas/ crepitan al caer/ sobre ese antes prístino, / blanco mantel”. En lo temático, existe unidad; en lo formal, el poeta se mueve entre la modernidad anglosajona y la herencia castellana. No existe un banquete experimental. Los poemas delimitan sus ecos. Son apariciones que se mueven entre espejos, herencia y un linaje que se nos presenta como una imagen en claroscuro. Los objetos, palpitantes y observadores, también interactúan: los naipes desplegados en la mesa son testigos, interrogan y ocupan un lugar activo y no meramente accesorio. La lámpara de Kevork ausculta los temores de quienes se aprovechan de su emanación. La luz y la oscuridad se unifican para irradiar el enigma. La materia prima de Lámpara de oscuridad son los recuerdos, “exhumados murmullos sin fecha”. Pueden tomar la visible forma de un álbum familiar o la súbita ráfaga que entra por la ventana, instalándose en el mobiliario y en los huesos.

II. Desmontaje de la ciudad. En ocasiones, el bagaje de un poeta podría entorpecer el discurso y hacer que trastabille a cada momento. La contorsión culta que solo intenta ser la demostración de un conocimiento no digerido, la enseñanza de tópicos que al lector no le interesa conocer. El poema, entonces, se transforma en un paquidermo fatigado, de muy pobre movilidad. En la poesía de Kevork se notan las voces de la influencia literaria, es cierto, pero matizadas y filtradas por la paciencia y el cuidado de un ebanista.

Kevork ha expresado pública e íntimamente su inclinación por el pensamiento de Nietzsche. Es notoria la lectura que hace del autor alemán y evidente el andamio filosófico que la sostiene. Sin embargo, quien habla es el poeta, pleno y seguro de sus roles. Debajo del puente (“demasiado leve para el alma enferma”), la razón se desplaza al mismo ritmo que la inmundicia. El agua turbia y las ideas son parte del paisaje.

En el puente de Kevork, como en el gran puente de Lezama Lima, transita una comparsa. La extensión es demasiado amplia para el límite de los sentidos; es el puente Danyang–Kunshan, pero no está hecho con metales, concreto y gruesísimas guayas. Está hecho con imágenes. Allí todo se desplaza y circunda lo improbable: la distorsión de lo figurativo. Todo lo que es aprehensible con la limitada capacidad de nuestra visión; todas las asociaciones, variadas y atractivas. Dice Lezama Lima: tres millones de hormigas herniadas trasladan un tiburón de plata. No importa si esto es posible o no, lo importante es la contundencia de la imagen, que puebla nuevamente lo deshabitado.

Kevork destruye para renombrar. Destruye con la mejor arma que posee: el lenguaje; por este motivo, “La estructura claudica su discurso”. El lenguaje, convertido en instrumento, es el arma, el martillo, el taladro o la enorme esfera de acero con que destruyen las construcciones antiguas. Un texto en ruinas es el desmontaje discursivo de la ciudad: el jugueteo textual como respuesta a la descomposición de la ciudad. Aquí se cumple una vieja premisa: el ejercicio de renombrar y fundar de nuevo: “Imagen que por fuerza dará paso/ a una dislocación de la metáfora, / su necesaria profanación, la fisura/ por donde finalmente irrumpe el destino”.

foto:golfedombre.blogspot.com
La belleza es el desplazamiento del ave que sobrevuela la ciudad. Quien oye su canto desde abajo, asocia su vuelo con el presagio. No es la vulgar paloma de plumas negras y grises que husmea en las plazas públicas, cualquier tarde, no importa cuál; que deja caer sus desechos en la frente amarillenta de los próceres. Parece ser, en cambio, otra ascendencia, una iluminación repentina. Se escucha el cántico, otra vez, pero sus alas son invisibles para el torpe ojo del hombre. Creemos que es un ave pero solo es un bulto que está allá arriba, encima, en el techo de nuestra ignorancia. El hombre busca la geometría concreta del animal, no la belleza del desplazamiento. Busca la textura exacta de las plumas, los piojos —solo entomología—, el latir sostenido del pecho, el funcionamiento intestinal. El hombre quiere el ave degollada en una plancha y así analizar su anatomía. Por eso no ve, o lo que es peor, está convencido de su visión aunque esté ciego. Es la terquedad, no la mirada humilde. Sin embargo, estas líneas de Kevork nos reconcilian con los pobladores de las alturas: 

En vano intentas seguir con la mirada
el rumbo de su saludo natural
que se bifurca y se pierde, remoto,
en una contradicción de claridades.

¿Qué contundencia nos arroja a la cara Un texto en ruinas? Si algo está desvencijado, inservible, es mejor destruirlo totalmente. Quemar los fragmentos, los retazos y la impostura. Empezar de cero es más conveniente: implosionar el edificio antes de que se desplome bajo su propio peso de olvido y desidia. Cada rincón debe ser dinamitado: los escombros, si acaso perduran, podrían utilizarse para levantar otra edificación (realidad que solo encuentra justificación en el poema). En este libro se nos reitera cierta autosuficiencia. La autonomía de un lugar que redacta leyes propias y las ejecuta según sus necesidades. Dejando a un lado la justificación filosófica, se ve (veo) la grasa corporal que se bambolea cuando alguien corre o escapa; se ve el cuerpo sudado y la ropa ajustada y mojada. Veo la humanidad, la sangre y el idioma que los traduce. Allí aparece Kevork, pez abisal. Vemos el pez oceánico —la mínima luz de la antena—; de pronto, ya no está.





Wednesday, May 6, 2015

Idéntico al ser humano de Kōbō Abe (1924-1993) Japón


—por Alberto Hernández—

1
Luego de saberme parte de una alucinación al abrevar en las páginas de Idéntico al ser humano (Editorial Candaya, Barcelona, España, 2010, traducción directa del japonés de Ryukichi Terao) y de haber perdido mi identidad, tomé la decisión de regresar y leer la novela al revés. Entonces me entendí “cantante calvo” o Gregorio Samsa con diez patas. También me dejé recorrer por la mirada de Michel Foucault, el de Las palabras y las cosas (Siglo XXI Editores, México 1978), y me detuve un rato a pensar en eso que él llamó la representación y el ser.
Cité un soplo de la página 299, así:

...espectadores que se miran y que, a su vez, son encuadrados por los que los miran (...) en el corazón de la representación, lo más cerca posible de lo esencial, el espejo que muestra lo que es representado, pero como un reflejo tan lejano, tan hundido en el espacio irreal, tan extraño a todas las miradas que se vuelven hacia otra parte, que no es más que la duplicación más débil de la representación.

Comencé a marearme con el capítulo de “El hombre y sus dobles” y decidí someterme a quien me tenía detenido en mi casa con un discurso en el que no faltaban la locura, la imaginación exacerbada y un espejo que, aunque no aparece en la novela de Kobo Abe, forma parte de eso que han dado en llamar la identidad. Pues bien, cosificado gracias a las palabras, el lector, es decir yo, éste que escribe, entra con sus papeles al tribunal de la locura.

¿Cómo no hacer ficción con un texto que lo empuja a uno a ser parte de la tensión de una larga conversación donde un loco que se cree marciano intenta convencer a un locutor de que tiene que hacer filas en su mundo? ¿Cómo no pensar que Kobo Abe tenía la mirada puesta en la Tierra y deseaba que el ser humano fuese tan cósmico como un meteorito? Quien entre en esta historia pensará que se trata de una simple banalidad, de un juego infantil donde una cinta cómic trata de hacernos entender que el mundo se dilata bajo la luz intensa de una nave espacial. No; esta novela de Abe es muy humana, idénticamente humana. Profundamente humana. Locamente humana.

el escritor japonés Kobo Abe.foto:vice.com
2
Una vez en la nave espacial de esta lectura, tomo líneas del prólogo de Gregory Zambrano y me digo con él: En este panóptico de observación menuda, el hombre se encuentra inmerso en la búsqueda de un irrecuperable paraíso. Asumo que se trata del viejo anhelo de Utopía, de la mirada hacia atrás para intentar mirar los pasos perdidos. Para el personaje que me acosa, Marte es la Isla de Thomas Moro. El loco “marciano” ha recurrido a la vieja demencia de confirmarse “hombre nuevo” desde la identidad del otro. Ser uno para poder mirarse en él mismo. ¿Crisis de identidad? ¿El ser y la nada? ¿El yo y el otro? Está bien, querido “marciano” Ichiro Tanaka, usted ha tocado a mi puerta. Es decir, ha abierto las páginas de este libro para que un simple vendedor de ilusiones radiales, un profesional del micrófono que “engaña” a los oyentes al acercarlos al mundo de la ciencia-ficción con un reality show que lleva en la solapa de un saludo estelar, sea quien soporte la arremetida de quien invadió su espacio para tratar de convencerlo de que era tan marciano como uno que se hace pasar por tal. Y no sólo eso, sino llevarlo a su mundo, a su yo, a su identidad, a su otredad, a su alteridad, a un universo idénticamente humano, humanamente loco.

Ichito Tanaka advierte: No soy un ser humano común y corriente. Soy un marciano. Cabe la pregunta fuera de contexto, fuera de la obra: ¿qué somos? ¿A qué nos parecemos? ¿Quiénes somos? La respuesta podría quedar encerrada en la misma nave de los marcianos, en el mismo libro, en nuestra conciencia. Y así, vuelta la página, Tanaka no deja de ser marcado por estas palabras del invadido, de quien ahora es narrador: Por más que argumente con lógica, un loco es un loco.

3
...La dificultad de hacer creer a alguien, la decepción de no infundir confianza, y el amor topo-geométrico para tratar de inspirar confianza a pesar de todo... Sólo alcanzar ese santuario, será posible atravesar esa puerta de duda que conduce a la verdad y avanza más, ¿no cree? No he dado ninguna vuelta, se lo aseguro. La mejor prueba consiste en que usted acaba de llamarme loco por primera vez en nuestra conversación.

La lógica demencial de Tanaka se figura en esta expresión: Usted dice que soy un loco y yo mismo en que soy un marciano. Es decir, tan idéntico a un humano, tan ser humano, tan cercano al temor de que los japoneses perdían su identidad frente a Occidente. Sí, claro, somos japoneses pero miramos como americanos. De allí que Kobe maneje esta tesis a través del sujeto que lo cuestiona todo: Por eso nos quedan dos alternativas: una consiste en que Japón se integre en la Federación Marciana. En este caso, los japoneses dejarían de ser idénticos a los marcianos para convertirse en los mismos marcianos. La metáfora roza la piel. No necesita explicación.

Tanaka y el invadido viven en el mismo edificio, así como los personajes de Ionesco respiran el mismo aire, tienen los mismos gustos, abren las mismas puertas y usan las mismas llaves.

Al final, el locutor va en busca de su mujer, quien había salido a convencer a la del “marciano” para que lo sacara de la casa ajena, toda vez que había llamado por teléfono para advertir que estaba loco. Cuestión que no sucedió: la esposa de Tanaka nunca se presentó, razón por la cual la del locutor subió a buscarla. Ésta nunca regresó, y así el locutor se dirigió hasta la casa del marciano. Una casa de locos, el tribunal de la locura, el cementerio de la demencia. Obligado a admitir que es un marciano, el locutor entró en una instancia de terror que quedó colgada de estas últimas líneas de la novela de Kobo Abe:

Sí, quiero saber: ¿todo esto será la consecuencia de una fábula sometida por la realidad o de la realidad rendida por una fábula? Me gustaría preguntárselo a usted, que está situado fuera de este tribunal. El lugar donde se encuentra, ¿pertenece a la realidad o a la fábula?

Afortunadamente cerré el libro. Ya Ichiro Tanaka tenía sus ojos de marciano extraviado puestos en mí. He logrado salvarme. Pero como lector, como un idéntico ser humano, he sido invadido por la duda: ¿soy el que soy o no soy?