—por Néstor Mendoza—
l. La majestad del invierno. El paisaje que ha escogido es un entorno
escasamente explotado. Su procedencia es atípica. Un antecedente podría
hallarse en los territorios remotos que sirven de escenografía a la obra de
José Antonio Ramos Sucre, quien acuñó el frío septentrional en nuestra
tradición. Kevork Topalian elige los bosques de abedules (“bosque umbroso”); se
inclina por las corrientes gélidas de alguna ciudad rusa y prefiere posponer el
viento caluroso del Caribe. Desarticula la dualidad campo—ciudad o urbanismo—ruralismo
y propone un tercer contexto. En sus poemas hay cabañas y manteles extranjeros,
escenas que revelan la apariencia invernal de los habitantes. A cada momento,
la voz nos repite su origen sometido por la estación de los abrigos: "Pero
esta delgada lluvia hiela el día de hoy/garúa insistentemente sobre la
conciencia/ en el sur, el cielo ceñido de nubes grises". Quienes recorren
este libro van hacia "Praderas nórdicas", y su sensibilidad es
"amor reflejado y frío".
Especial atención merece Lámpara
de oscuridad (2008), su primer libro. El título deriva de un verso del
argentino Roberto Juarroz: oxímoron a fin de cuentas, ejerce un oficio
contrario a su procedencia originaria. Imaginemos que la ropa no nos cubre,
sino que nos hace sentir completamente desnudos. O que la comida nos produce
hambre y la ingesta de arsénico se convierte en el electroshock que revitaliza.
T.S. Eliot opinaba que un poema extenso se sostiene de algunos pasajes prosaicos, necesarios e incluso
obligatorios. Kevork procura que estos pasajes sean ligeramente perceptibles,
de manera que los versos tienen la presencia de un estancia limpia, sin objetos
desparramados o adornos innecesarios y mal ubicados. Predomina la fluidez de
las descripciones. Su escritura se mueve sin rudeza y con elegancia. Se nota lo
que planteó Edgar Allan Poe: la extensión no es una cualidad per se, es un recurso más; el poeta
norteamericano se adelanta y reafirma que un poema extenso debe ser leído como
una suma de poemas más breves —suma de “intensidades”—, con sus respectivos periodos
de descanso. El uso premeditado de los recursos métricos refuerza este mérito:
el encabalgamiento oportuno es un evidente ejemplo, especialmente tratado en Un texto en ruinas —el cual pude leer,
aún inédito, hace tres años—. Este libro vio luz recientemente en formato
digital Scribd. También hay una
tercera obra en ese formato, La irrupción,
que completa una tríada. Estos volúmenes han transitado con escaso respaldo
crítico; aun así, Kevork ofrece tres libros íntegros en soporte digital. Incluye
a manera de prólogo una breve nota, casi una poética, que ubica al lector y lo
encamina en su propuesta estética.
el poeta venezolano Kevork Topalian foto:artepoetica.net |
En Lámpara de oscuridad se
nota un tratamiento lejano y contemplativo hacia los objetos: "Allí, sola,
una mujer; / los codos apoyados en la mesa. / Al llevarse a la boca un pan,/
migas desprendidas/ crepitan al caer/ sobre ese antes prístino, / blanco
mantel”. En lo temático, existe unidad; en lo formal, el poeta se mueve entre
la modernidad anglosajona y la herencia castellana. No existe un banquete
experimental. Los poemas delimitan sus ecos. Son apariciones que se mueven
entre espejos, herencia y un linaje que se nos presenta como una imagen en
claroscuro. Los objetos, palpitantes y observadores, también interactúan: los
naipes desplegados en la mesa son testigos, interrogan y ocupan un lugar activo
y no meramente accesorio. La lámpara de Kevork ausculta los temores de quienes
se aprovechan de su emanación. La luz y la oscuridad se unifican para irradiar
el enigma. La materia prima de Lámpara de
oscuridad son los recuerdos, “exhumados murmullos sin fecha”. Pueden tomar
la visible forma de un álbum familiar o la súbita ráfaga que entra por la
ventana, instalándose en el mobiliario y en los huesos.
II. Desmontaje de la ciudad. En ocasiones, el bagaje de un poeta podría
entorpecer el discurso y hacer que trastabille a cada momento. La contorsión
culta que solo intenta ser la demostración de un conocimiento no digerido, la
enseñanza de tópicos que al lector no le interesa conocer. El poema, entonces,
se transforma en un paquidermo fatigado, de muy pobre movilidad. En la poesía
de Kevork se notan las voces de la influencia literaria, es cierto, pero
matizadas y filtradas por la paciencia y el cuidado de un ebanista.
Kevork ha expresado pública e íntimamente su inclinación por el
pensamiento de Nietzsche. Es notoria la lectura que hace del autor alemán y
evidente el andamio filosófico que la sostiene. Sin embargo, quien habla es el
poeta, pleno y seguro de sus roles. Debajo del puente (“demasiado leve para el
alma enferma”), la razón se desplaza al mismo ritmo que la inmundicia. El agua
turbia y las ideas son parte del paisaje.
En el puente de Kevork, como en el gran puente de Lezama Lima, transita
una comparsa. La extensión es demasiado amplia para el límite de los sentidos;
es el puente Danyang–Kunshan, pero no está hecho con metales, concreto y
gruesísimas guayas. Está hecho con imágenes. Allí todo se desplaza y circunda
lo improbable: la distorsión de lo figurativo. Todo lo que es aprehensible con
la limitada capacidad de nuestra visión; todas las asociaciones, variadas y
atractivas. Dice Lezama Lima: tres millones de hormigas herniadas trasladan un
tiburón de plata. No importa si esto es posible o no, lo importante es la
contundencia de la imagen, que puebla nuevamente lo deshabitado.
Kevork destruye para renombrar. Destruye con la mejor arma que posee: el
lenguaje; por este motivo, “La estructura claudica su discurso”. El lenguaje,
convertido en instrumento, es el arma, el martillo, el taladro o la enorme
esfera de acero con que destruyen las construcciones antiguas. Un texto en ruinas es el desmontaje
discursivo de la ciudad: el jugueteo textual como respuesta a la descomposición
de la ciudad. Aquí se cumple una vieja premisa: el ejercicio de renombrar y
fundar de nuevo: “Imagen que por fuerza dará paso/ a una dislocación de la
metáfora, / su necesaria profanación, la fisura/ por donde finalmente irrumpe
el destino”.
foto:golfedombre.blogspot.com |
La belleza es el desplazamiento del ave que sobrevuela la ciudad. Quien
oye su canto desde abajo, asocia su vuelo con el presagio. No es la vulgar
paloma de plumas negras y grises que husmea en las plazas públicas, cualquier
tarde, no importa cuál; que deja caer sus desechos en la frente amarillenta de
los próceres. Parece ser, en cambio, otra ascendencia, una iluminación
repentina. Se escucha el cántico, otra vez, pero sus alas son invisibles para
el torpe ojo del hombre. Creemos que es un ave pero solo es un bulto que está
allá arriba, encima, en el techo de nuestra ignorancia. El hombre busca la
geometría concreta del animal, no la belleza del desplazamiento. Busca la
textura exacta de las plumas, los piojos —solo entomología—, el latir sostenido
del pecho, el funcionamiento intestinal. El hombre quiere el ave degollada en
una plancha y así analizar su anatomía. Por eso no ve, o lo que es peor, está
convencido de su visión aunque esté ciego. Es la terquedad, no la mirada
humilde. Sin embargo, estas líneas de Kevork nos reconcilian con los pobladores
de las alturas:
En vano intentas seguir con la mirada
el rumbo de su saludo natural
que se bifurca y se pierde, remoto,
en una contradicción de claridades.
¿Qué contundencia nos arroja a la cara Un texto en ruinas? Si algo está desvencijado, inservible, es mejor
destruirlo totalmente. Quemar los fragmentos, los retazos y la impostura.
Empezar de cero es más conveniente: implosionar el edificio antes de que se
desplome bajo su propio peso de olvido y desidia. Cada rincón debe ser
dinamitado: los escombros, si acaso perduran, podrían utilizarse para levantar
otra edificación (realidad que solo encuentra justificación en el poema). En
este libro se nos reitera cierta autosuficiencia. La autonomía de un lugar que
redacta leyes propias y las ejecuta según sus necesidades. Dejando a un lado la
justificación filosófica, se ve (veo) la grasa corporal que se bambolea cuando
alguien corre o escapa; se ve el cuerpo sudado y la ropa ajustada y mojada. Veo
la humanidad, la sangre y el idioma que los traduce. Allí aparece Kevork, pez
abisal. Vemos el pez oceánico —la mínima luz de la antena—; de pronto, ya no
está.
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