—por
Alberto Hernández—
Ryunosuke Akutagawa nada muy
bien en las rápidas aguas del cuento. Maestro del género, lo sabemos cercano a
nosotros gracias al cine. Hace ya algunas décadas, leímos “Rashomon”, cuento
que conjugado con las imágenes del relato “En el bosque” dio origen a la
película Rashomon, dirigida por Akira
Kurosawa, donde destaca el alejamiento de los japoneses de ciertas tradiciones.
En este filme los personajes revelan muchos de los problemas que, por
occidentales, afectaban al pueblo nipón.
Akutagawa regresa a nuestra
memoria gracias a la traducción de trece de sus cuentos realizada por el
reconocido Ryukichi Terao, quien contó con la colaboración del escritor
venezolano Ednodio Quintero, quien también escribió el prólogo para la
publicación del libro de relatos El mago
(Barcelona, España, 2012), en la editorial Candaya.
El mago es un acto de
magia, un milagro literario que nos aproxima a lo mejor de la literatura de ese
muy lejano país. Pero también es una polémica silenciosa. Podría pensarse que
en lo afirmado por Daisuki Ikeda —en el prólogo del libro La noche anuncia la aurora (Emecé Editores, Buenos Aires 1985),
diálogo en el que participan René Huyghe y el mismo Ikeda— se debate la
relación de ambos hemisferios culturales: “Ahora bien, diría yo que la morada
en que vivimos no se ve amenazada por una tromba que aparece en el horizonte,
sino que está amenazada por sus propios ocupantes —los hombres, rivales en la
carrera del lucro—, que se disputan los muebles, que arrancan los cielos rasos,
las tablas de los pisos, que socavan los pilares y tienden así a derrumbarla”.
La imagen podría resultar exagerada, pero no quedan dudas de que ocurre algo en
el ambiente que flota aún en las líneas narrativas de Akutagawa. Algunos
cuentos de este libro que Candaya lanza al mundo delinean eso que muchos han
dado en llamar la “decadencia” del Japón y que nuestro autor nos hace ver a
través de la película de Kurosawa.
El primer cuento, el que le da
nombre al libro, es uno de los más japoneses. Es, a juicio de este lector, el
más cercano al espíritu nipón junto a “Blanco” y “Crónica de una deuda
liquidada”. Todos los relatos fueron escritos con elegancia y delicadeza, próximas
a las de Kawabata en las novelas País de nieve
y Kioto. Estas características se notan en el uso de las imágenes, en el
ritmo de las acciones. Por supuesto, el paisaje del también autor de Diario de un muchacho atiende más a la
mirada inmediata. Akutagawa se detiene con más paciencia y atención en los
personajes, a quienes rodea de problemas, los que alarga hasta convertirlos en
una atmósfera con cierta tensión psicológica.
Este maestro japonés del cuento
cabe perfectamente en la expresión “La armonía es la piedra angular del
equilibrio”, que Huyghe usara para hablar de la clave acerca de los dos bloques
culturales. Cada relato de nuestro autor desvela la mirada inasible del
budismo, donde el mundo objetivo y el mundo subjetivo se debaten para dar paso
al yo y al no yo. Estas dos instancias aparecen como una “tercera realidad”,
que es el arte. Es decir, Akutagawa roza la teoría de Huyghe y participa en el
diálogo desde los personajes, como queda visto en el cuento “El baile de
Akiko”, tan francés, tan Maupassant, para decirlo con la perspectiva de Ednodio
Quintero. Se trata del relato menos nipón, el más occidental, el más diplomáticamente occidental.
En “El Cristo de Nanking” el
autor revela la tensión que Oriente y Occidente siempre han tratado de disimular.
O al menos de maquillar a través de los negocios. Esta vez a través de la
religión. Un problema de fe. Se trata de una historia en la que una joven
prostituta es contagiada de sífilis. La mujer tiene que abandonar el oficio del
cual viven ella y su padre enfermo. La mujer se dedica a rechazar a todos los
clientes hasta que aparece un extranjero (mitad japonés, mitad norteamericano)
quien la “enamora” a través del ofrecimiento de muchos dólares y por su
parecido con un Cristo que ella tenía puesto en la pared. Años después, un
japonés que hace de narrador silencioso entera al lector de que el tal
extranjero no es ningún santo sino un aventurero llamado George Murry, quien se
ufanaba de haber tenido relaciones con una muchacha china porque lo creía un enviado
de Dios. Murry —dice la voz del japonés— enloqueció al enterarse de que tenía
sífilis, mientras la joven, gracias a la fe en el personaje a quien creía su
salvador, se cura. El relator japonés, personaje circunstancial, decide no
revelarle nada a la muchacha, quien siguió su vida “con la cara resplandeciente
mientras masticaba las semillas de sandía”.
En este relato se puede
asimilar la tensión entre ambos bloques culturales. Oriente se venga de
Occidente. Oriente derrota a Occidente. Occidente enloquece. Oriente sigue
vivo. No obstante, existe un elemento catalizador: quien provoca la crisis es
un mestizo. Un hombre que tiene sangre oriental y sangre occidental. La
paradoja da paso a la moraleja.
Los ojos rasgados del Buda, los
que ambulan por el archipiélago, por las tierras de la antigua China, por la
curva silenciosa de unos labios que pronuncian el universo con tanta lentitud,
están presentes en estos relatos. Pero también los ojos reconocidamente
abiertos en el autorretrato de Van Gogh, que son los mismos de Chejov, Borges o
Edgar Allan Poe. Es decir, el rostro de dos mundos que expresa igual número de
miradas. Si bien Akutagawa recibió la sospechosa influencia de los
prenombrados, también es cierto que su obra se sostiene en el “dolor” permanente
de la crisis del espíritu japonés. De allí que haya sido considerado el más
importante de los cuentistas de esa lejana nación, por su apego a sus
tradiciones genéticas que convirtió en expresión universal.
La publicación de estos trece
cuentos nos acerca a un escritor que, pese a haber sido traducido a varios
idiomas, hoy día está casi olvidado. He allí la importancia de su salida al
campo de los lectores. Hay otros sabores cercanos a este hoy convulsionado,
como los de Haruki Murakami o Banana Yoshimoto, quienes seguramente tuvieron
que aprender mucho de quien hoy nos ocupa.
Japón es todos ellos, pero
queda en El mago la ilusión de haber
leído lo que aún nos queda por leer de ese extraordinario país, tan misterioso
como la mirada oblicua del Buda en medio de la noche.
Dejemos, para completar, las
palabras de Quintero al arbitrio de nuestros curiosos lectores: “Para una mejor
comprensión de la obra de Akutagawa, aun cuando demos por sentada su
originalidad y la impronta de su genio, no deja de ser útil recurrir a los
autores que están en la génesis de su creación. La relación de Akutagawa con
sus maestros, Natsume Soseki y Mori Ogay, al igual que con sus contemporáneos
Shiga Naoya, Nagai Kafu y Tanizaki, es muy importante de dilucidar aun cuando
no sería pertinente en estos casos hablar de influencias”.
La “tercera realidad” recurre
sin dilación a las páginas de este tomo que Candaya ha sabido escoger para
lanzarlo al mundo, tanto al occidental como al oriental, donde el español es
idioma de muchas bocas con variados sabores y acentos.
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