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En una cafetería de Jimbocho.
Foto:GregoryZambrano |
Rodrigo Fresán (Buenos Aires,
1963) se pasea entre el mundo de las novelas y los cuentos, el de los artículos
periodísticos y las ciudades. Viaja constantemente, aunque confiesa que
prefiere estar en Barcelona, reposado, escribiendo sus ficciones. Lo vimos en
Tokio, donde tuvo lugar este diálogo informal en el que comenzamos por
preguntarle sobre el origen de una de sus novelas más emblemáticas, Jardines de Kensington…
Rodrigo Fresán: Hay escritores que se
obsesionan con lo que más saben, a mí me pasa lo contrario, que me voy
obsesionando en la medida en que voy escribiendo. En el caso de Jardines de Kensington, es una novela
que no tenía entre mis planes. En mi infancia no había visto la película de
Peter Pan, de Walt Disney, ni había leído el libro que trataba de Peter Pan.
Pero una noche mientras veía la televisión, haciendo zapping, me detuve en una
película en blanco y negro, muy lenta, de cine mudo o muy antigua, en la que aparecían
George Bernard Shaw y Chesterton, vestidos de vaqueros e indios, como jugando
en un jardín de una manera muy incómoda. Y en eso entra un hombre muy bajito
dando saltos y comienza a darles instrucciones. Era un programa documental
sobre John Matew Barrie. Ya no me interesó más, apagué inmediatamente el
televisor, pero me quedé pensando en que me gustaría escribir una novela sobre
este hombre, que es el autor de Peter Pan. Entonces me compré todas las
biografías que había sobre John Mattew Barrie, y no fue que me las leí para
después escribir aquella novela, sino que las fui leyendo en la medida en que
iba escribiendo, y me sorprendía muchísimo el aliento novelesco de su
biografía. Me pareció que el tiempo y la vida dramática de este hombre eran una
novela perfecta. Y también, en la medida que escribía, me iba llenando de
pánico, pues pensaba que en algún momento la vida de ese hombre dejaría de ser
interesante. Cosa que podía ocurrir perfectamente, sin embargo, mientras
avanzaba en la biografía, el personaje se me iba haciendo cada vez más
apasionante.
El otro tema tiene que ver con el mundo de la infancia. En todos mis
libros hay siempre algo relacionado con los niños. En Mantra, esta presencia es muy poderosa; en Esperanto también, en La
parte inventada, ocurre de igual manera. Muchos lectores lo señalan, aunque
yo, cuando escribo, no estoy muy consiente de eso; pienso en una frase de
Barrie, cuando dijo, que lo esencial en la vida nos ocurre antes de los doce
años; luego queda otra experiencia profunda, que es también como la ultima
experiencia infantil, o su prolongación, que es el debut sexual.
¿Tuviste que hacer una
investigación exhaustiva en Inglaterra para reconstruir el ambiente de los
jardines?
No. Realmente no fue así. Yo había ido a Londres, con mi padre, cuando
era niño, pero fue un viaje fallido. Nos alojamos en las afueras de Londres y
no pude visitar nada de interés, ni el Big Ben, ni el Palacio de Buckingham. Lo
que sí fue como mi epifanía turística fue haber visto la fábrica que aparece en
la portada de “Animals”, el disco de Pink Floyd. Así que empecé a escribir el
libro, y en un momento pensé que iría a Londres, pero preferí seguir así como
Salgari escribió sobre la Malasia o Julio Verne sobre la Patagonia. Para mí era
una especie de Londres imaginaria. Y cuando se publicó el libro, sí fui y tuve
una enorme decepción. Como aparece en el libro, yo pensé que Kensington Garden
sería una jungla tupidísima, pero no es así, es una especie de planicie; la
estatua de Peter Pan es una pequeña efigie, pero me quedé contento porque si
hubiese ido antes, la decepción hubiese sido tan grande que tal vez no hubiera
escrito el libro. Así que mi Kensignton Garden es más bien el jardín botánico
de Buenos Aires. Y volví de nuevo a Kensignton Garden con mi hijo, que está muy
interesado por la arquitectura y me reconcilié un poco. Me gusta que Londres
sea algo así como un estado mental, más que una postal.
Gregory Zambrano: ¿Cómo recuerdas
tu infancia y adolescencia?, con alegría, con nostalgia…
Rodrigo Fresán: Yo tuve una infancia muy activa
con mis padres, que a veces eran como una especie de niños grandes; pero llegó
un momento en el que yo me sentía más maduro que mis padres. Mi padre siempre
me decía una frase que, vista en la perspectiva del tiempo, siempre me hiela la
sangre. Mi padre me decía “yo quiero ser tu mejor amigo”. Y para mí eso era
terrible porque yo quería que fuese mi padre, no mi mejor amigo. De mi
adolescencia tengo recuerdos lamentables, por ejemplo, cuando mi padre
intentaba seducir a mis novias. Una de mis primeras novias me dijo un día:
—“pero, ¿qué le pasa a tu papá?”, y yo me moría de vergüenza. Pero bueno, así
es la vida. Tengo muy claras las sensaciones infantiles y cuando tienes un
hijo, tienes como un flash back, y te
conviertes en una persona más sensible y acaso más tierna.
En aquellos años de transición
entre la infancia y la adolescencia, te tocó el drama del exilio, el traslado
de Argentina a Venezuela, ¿cómo recuerdas esos cambios en el espacio y en el
tiempo?
Bueno, aquellos años yo los recuerdo como hechos muy traumáticos. Pero
también, vistos en el tiempo, los recuerdo como un privilegio. Haber podido
salir de Argentina los diez años, y haber llegado a la Venezuela de entonces.
Yo era muy fan del Corto maltés, de
Hugo Pratt, y una de las obras de esta serie, Siempre un poco más lejos, transcurría en Venezuela, y yo quería ir
a Maracaibo. Tenía esos referentes vivos y los años en que me tocó vivir en
Venezuela yo hubiera tenido que pasarlos bajo una dictadura en Buenos Aires;
pero la pasé muy bien en Caracas. Vivía en las residencias “Country”, que
tenían un salón de fiestas, una gran piscina, y yo podía tener no una sino
varias novias. Era una especie de microcosmos aquella vida sentimental entre
rascacielos. En ese sentido, no tengo ningún trauma. Yo no me siento argentino
puntualmente, pero en mí hay una constante argentina. Recuerdo una frase de
Julio Cortázar que dice “ser argentino es una forma de estar lejos”. Y estoy de
acuerdo. En Venezuela estuve como cuatros años, sin embargo, cuando lo recuerdo
siento que fue más tiempo.
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Caminando por Ochanomizu.
foto:GregoryZambrano |
Y luego de esos años tu familia
volvió a radicarse en Argentina…
Cuando regresamos a Argentina todo fue muy complicado en la parte
académica, porque los programas en Venezuela y en Argentina eran completamente
diferentes. Y no me adapté. Por eso, para la ley argentina, soy un sujeto casi
semianalfabeta, porque sé leer y escribir, pero no pude terminar la educación
primaria. Entonces debía hacer todo desde cero. Yo tenía decidido desde muy chico
que quería ser escritor. Desde que tengo memoria nunca tuve otro destino
posible para mí, por eso siempre pienso que sigo siendo un infante. En el mejor
sentido de la palabra. Yo quería ser escritor cuando mis amigos querían ser
pilotos de Fórmula 1 o Supermán, presidente de la República, o integrante de la
selección nacional de fútbol. Entonces, fue estupendo no haber tenido que
renunciar a mi vocación más infantil y primaria.
¿Consideras que fue un privilegio
que tus padres te hayan dejado decidir lo que querías hacer cuando eras apenas
un niño?
Desde que tengo memoria soy escritor. Recuerdo claramente que cuando
entré al colegio primario, a los cinco años, siempre quería terminar la clase
para poder dedicarme a leer y escribir. Yo antes de la escuela podía leer
ciertas cosas; por ejemplo, recuerdo que aprendí inglés leyendo la obrita del El granjero Pimienta, con un
diccionario. No estudié inglés formalmente. El tema de la infancia es para mí
muy grato y por eso disfruto mucho estar con mi hijo; cuando entro con él a una
juguetería, en realidad voy a comprar juguetes para mí. En Japón estuve
buscando un Godzilla para mi hijo. Me encanta que a él le guste Godzilla. A mi
me hubiera gustado tener un Godzilla. Pero entonces no llegaban esos juguetes a
Buenos Aires.
¿Es verdad que apuntabas todo en
un cuaderno Rivadavia?
Sí, yo utilizaba cuadernos Rivadavia, allí apuntaba todo. Todavía
conservo varios cuadernos Rivadavia con las anotaciones de la infancia. En
ellos escribí muchos micros relatos.
¿Y es cierto que llevabas contigo
un cuaderno Rivadavia cuando te secuestraron?
Bueno no todo es verdad. La parte del pasado que se narra en ese cuento
último de Historia argentina es todo
cierto, la del futuro es inventada. Pero es sólo algo que muestra mucho el
poder de la literatura. Cuando me secuestraron —realmente me secuestraron—
estaba junto a mi hermano, que es un año y medio menor que yo. Pero consideré
que, dramáticamente, cuando relataba la historia, no me convenía tener a mi
hermano al lado. Ahora, cuando evoco lo que viví, me acuerdo más de lo que
escribí, que de lo que viví realmente; es decir, que cuando yo me ocupo del
recuerdo de aquel momento, ya mi hermano no está y realmente él estuvo cuando
vivimos ese hecho. Lo siento por él, pero él también podría escribir su
versión.
¿Con cuál de tus libros te
sientes más afín?
Me siento afín con todos mis libros, pero de manera distinta. Quizás con
Historia argentina, por ser mi primer
libro, tengo una relación especial. La primera vez que lees tu nombre escrito en
un formato de libro y lo pones en la biblioteca, es como tu primer amor. Con un
beneficio para mí y es que no me arrepiento de ese primer libro, como suele
ocurrir con algunos escritores que sí se arrepienten de su primer libro. O no
lo reeditan. En Historia argentina ya
hay bastante de lo que iba a venir. Después, tengo mucho cariño por Esperanto, sobre todo porque es una
novela que escribí en una semana. Y porque es producto de un sueño. Cuando
desperté de un sueño recordaba las primeras escenas, pero me puse a escribirlas
y sentí que me las dictaban. Así escribí la novela entera, sin parar, durante
una semana. Por eso le tengo mucho cariño, porque sé que no voy a poder repetir
esta acción. Pero también le tengo poco de miedo. Escribí un capítulo por día y
lo terminé al séptimo día, la semana siguiente. Es una cosa rarísima. Y tiene
poquísimas correcciones. Lo único que hice en una reedición fue sugerir una
foto de Bob Dylan.
Luego, La velocidad de las cosas,
es un libro al que le tengo especial cariño porque significa un cambio muy
grande en mi ADN de lector y escritor. Esperanto
fue tal vez el hecho que motivó esa escritura; el haberme pasado encerrado en
un hotel durante quince días leyendo En
busca del tiempo perdido, de Marcel Proust. Leí los siete volúmenes
seguidos. Y eso me cargó tanto las baterías que luego ya no puede parar el
ejercicio de escritura. Yo pensaba que Esperanto
había sido una especie de regalo y que ahora las cosas se pondrían difíciles. La velocidad de las cosas me parece
interesante porque es un libro que también es una especie de teoría del cuento.
La literatura argentina es una de las pocas en las que el género rey es el
cuento y no la novela. Incluso sus grandes novelas como Facundo, Sobre héroes y
tumbas, Respiración artificial, Adán Buenosayres y Rayuela son novelas muy cuentisticas. Para mí la más perfecta formalmente
es la de Bioy Casares, El sueño de los
héroes, que además es mi favorita y no deja de ser la historia de una
novela que quiere acordarse de un cuento. Mantra
me gusta porque es un libro escrito por encargo y me lo encomendaron solamente
porque estaba casado con una mexicana. Y el editor quería sumar una historia
que transcurriera en México. En esa colección hay un libro de Santiago Gamboa,
uno de Roberto Bolaño, otro de Rodrigo Rey Rosa. Yo hubiera preferido escribir
situándome en Nueva York. Entonces tuve que recurrir a cosas que mí me gustan
mucho de México, como los cómics, la lucha libre, y otros elementos que tienen
que ver con el lenguaje.
¿Crees que haya un “acento”
particular en tu escritura, es decir, que el hecho de asumirte en tu lengua
materna deje esos rastros en la escritura artística?
Yo no escribo con un español porteño, sino que trato de escribir en un
español muy neutro, como el doblaje de las series o películas que hacen en
México. Pero ese también es el español de Borges cuando traduce, el de José
Bianco, el de Enrique Pezzoni, cuando traduce Lolita o Moby Dick, y yo
creo que es el mejor español. Es un español esperántico, neutro. Cada una de
mis novelas tiene un atractivo diferente. Por ejemplo, Jardines de Kensignton me ha dado muchas alegrías por cuanto se
tradujo a dieciocho idiomas, o a diecinueve, incluyendo ahora el japonés —que
está en camino— y en el fondo, es un libro que tuve que recortar, lo comprimí y
lo convertí en otra cosa, una especie de prosa poética, es más lírico. Y como
me gusta mucho la ciencia ficción siento que éste es un libro de ciencia
ficción que le da gran importancia al pasado. Y La parte inventada me gusta mucho porque es el libro más personal,
aunque en él no cuento cosas reales. Con Vidas
de santos y con Trabajos manuales,
tal vez son libros con lo que tengo una relación difícil. Quizás porque los dos
vienen después de haber tenido mi primer éxito como escritor con Historia argentina. Porque con este
libro yo supe lo que es acostarse un día como un desconocido y unas horas
después, amanecer siendo famoso. Nunca ocurrió algo así y nunca me lo han
perdonado. Fue número uno en ventas, tal vez por el enganche con el título. El
editor no estaba de acuerdo con el título, porque pensaba que la gente iba
creer que era un manual escolar de historia. Y por eso me costó mucho luchar
para que se titulara de esa manera.
Luego vino Vidas de santos que
es un libro provocador, revulsivo. Pero ni siquiera el Vaticano se escandalizó,
que eso nos pudo haber salvado. Pero un año después salió Dan Brown con El código Da Vinci y le ocurrió lo que
me tuvo que ocurrir a mí, y hoy yo fuese millonario. O si por lo menos, hubiese
sido prohibido por Juan Pablo II… La idea de este libro es que cuando nace
Jesucristo, tiene un hermano mellizo. Así, va Jesucristo por el mundo mientras
al otro lo tienen encerrado en un monasterio para que cuando crucifiquen al
otro, el mellizo aparezca diciendo: “!Resucité!”. Ese es su único momento de
gloria. Es un resentido absoluto pero con un agravante, y es que el tipo es
inmortal. Y eso tiene lo peor de ambos mundos, porque tiene que hacer las veces
del hermano y quedarse así para siempre sin poder decir: éste soy yo y no aquel
que andaba diciendo “amaos los unos a los otros”.
En una entrevista hiciste un
comentario acerca de la zona misteriosa, muy personal, que hay en la literatura.
En esta nueva novela, La parte inventada,
¿haces algo con esa zona misteriosa?
Lo que dije es que la literatura, no es que haya perdido todas las
batallas, sino que ya no es lo que era. Que la novela ya no es el artefacto
donde la gente conocía otros mundos, o recibía ideas, porque la gente tiene
otros medios donde busca y encuentra eso, ni mejor ni peor, porque el libro no
tiene la garantía de que la gente encuentre algo noble; pero me parece que la
única zona de misterio que le queda a la literatura es el estilo. Lo único
donde se puede competir con los medios audiovisuales. Hay ciertos directores de
cine que sí son unos estilistas. Como Stanley Kubrick, por ejemplo; pero
también directores como Terrence Malik, o los hermanos Cohen o Woody Allen.
Para mí todos ellos están más cerca de la escritura que del cine. Me parece que
estando todo perdido, que no queda nada para ganar, y esto sobrepasa la crisis
del sector literario, de la escritura y del papel incluso, creo que es el
momento de los grandes gestos. Paradójicamente, ya que puedes hacer realmente
lo que quieres. Me parece muy bien que aparezcan novelas cada vez más extremas,
más complejas, menos complacientes.
¿Por qué siempre en tus libros
hay escritores como personajes?
No sé si sea mi vocación primera como escritor o una forma de permanecer
en la infancia, pero los amigos escritores, o la vida de los escritores,
siempre se me ha hecho muy interesante. Un amigo mío, Alan Paul, que es un
escritor también argentino, siempre me hace una apuesta. Si en tu próximo libro
no hay un escritor te pago una cena en el mejor restaurante que elijas. Lo
acepto, pero siempre pierdo la apuesta. La
parte inventada era mi intento de acabar con todos los escritores que hay
en mis libros, pero no pude. Traje de vuelta a un escritor. Me gusta leer la
biografía de los escritores y también me parece que sus vidas son muy
interesantes.
En tus obras, me parece que lo
ficticio está en la mente de los personajes, pero la verdad también está en la
mente…
La parte inventada trata sobre eso, ¿cuánto de
verdad debe haber en algo para luego pueda ser inventada? Me gusta mucho una
expresión de Nabokov, cuando dice que la realidad está sobrevalorada. La
realidad no es más que información más especialización. Así que si uno es
escritor, va a tener una relación literaria con la realidad. Pero, por
ejemplo, si tú vas a un restaurante y comes un pan, no hay nada más allá de ese
acto natural de comer, pero si va un panadero, ve la cantaste del pan de otra
manera, porque esa es su zona de especialización. Pero hay otra realidad en la
que nos movemos todos, que es una realidad neutra. Igual que pasa con los
niños, que tienen una relación aparte con el mundo real, que es de su propio
tamaño. Al principio, para el niño todo es gigantesco y luego todo comienza a
achicarse. Borges dijo que el pasado es la memoria y el futuro son la esperanza
y el miedo. Todo está en la mente de las personas. En la medida que vas
creciendo el pasado es cada vez más grande y el futuro es cada vez más pequeño.
Tienes más para recordar, y recordar es reescribir. Eso está en todo mis
libros, pero quizás en La parte inventada
está tratado de manera más exhaustiva.
¿Podrías mencionar algunos
autores o libros que te hayan influido —si pudiera decirse de esa manera— o que
te hayan ayudado a escribir?
Ese tema de las influencias es algo muy complejo, uno tiende a pensar
que los autores que más te gustan son los que mas te influyen, pero no siempre
es así. Podría ser el caso de que se tengan muchas influencias, pero que no se
está consiente de ello y te las reencuentras luego. Por ejemplo, yo leí a Nabokov
muy mal traducido al español durante mi adolescencia; no volví a leerlo hasta
hace muy poco, traducido al inglés y cuando lo releí me di cuenta de lo mucho
que me había influenciado. Y Nabokov no están entre mis autores preferidos. Me
gustaría hablar más que de autores, de libros. Me marcaron mucho Drácula, Martin Eden, una novela criptobiográfica de Jack London, eso cuando
era niño. Después tuve mi periodo de lectura de Keruac. Todos los escritores
beatnik me parecen muy interesantes. Luego Proust, En busca del tiempo perdido. También Matadero Cinco, de Kurt Vonnegut, que tiene un párrafo que yo
siempre cito en todos mis libros. Un párrafo sobre los libros y los
extraterrestres, en el que todo transcurre al mismo tiempo. Es el libro que me
hubiese gustado escribir, que me ha influido mucho, tanto en lo formal como con
el tratamiento del humor, y en cierto tono de escritura; también las novelas de
John Banville, un autor irlandés. Entre los escritores, podría mencionar a
Adolfo Bioy Casares, que me gusta mucho más que Borges, lo cual siempre me ha
traído muchos problemas, pero yo no tengo ningún reparo en decirlo. También me
gustan Roberto Bolaño y Enrique Vila Matas, amigos muy cercanos.
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Rodrigo Fresán con los traductores Ryukichi Terao (izq.) y Akifumi Uchida |
Colaboraron con esta entrevista los académicos y traductores Ryukichi Terao
y Akifumi Uchida,
a quienes expreso mi gratitud.
©Gregory Zambrano. Tokio, 2015.