Seix Barral, Biblioteca Breve, 2014 |
—por Alberto Hernández—
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“Veo por la
ventanilla...”, reiteración que Elmer nos obliga a cumplir en su condición de
narrador protagonista, testigo y hasta omnisciente, pero también personaje que
se desdobla en cada uno de los que a su lado se sientan a reconocerlo. Eduardo
Liendo, desde su visión de niño, nos ha metido en un autobús, en el
Circunvalación Nº 13, y nos ha hecho pasar por todas las estaciones y calles
que los ojos de la muerte son capaces de ver. Otro lector diría que los ojos de
la vida, pero me atengo a lo que ha dicho Liendo cuando habla —fuera de la
novela— de la edad, de su edad, y nos hace leer dos epígrafes que nos hunden
más en la butaca de un bus en el que viajamos sin término geográfico.
Nos deja el
trozo de una carta a Felice, firmada por Franz Kafka en Praga el 15 de enero de
1913, en la que dice: “Al fin y al cabo no puede existir un lugar más bonito
para morir, más digno de la desesperación total, que la novela escrita por uno
mismo”, y otro, por el poeta cubano Virgilio Piñera: “Cada uno tiene su manera
de seguir viviendo después de muerto”, pedazo de ahogo poético tomado de Pequeñas maniobras.
Desde esos
dos instantes iniciamos nuestra muerte a través de una ilusión, suerte de
engaño porque quien abre la primera página y lee varias de sus líneas, llega a
pensar que se trata de una aventura en la que un niño se reconoce en su ciudad,
pero no es así: Liendo nos ha tendido una emboscada y nos lleva a un paseo
interminable. El autor conduce, gracias a los retrecheros oficios de un chofer
y a la extraña amabilidad de un colector con nombre de filósofo, a Elmer y a
los lectores, por un camino urbano del que no hay regreso. Y llega a definir la
situación en la que, como agónicos lectores, sentimos: “El final es la vida sin
uno” (P. 50). Entonces estamos muertos, pero unos muertos que vivimos la vida a
través de una película que nos pasa frente a los ojos desde la ventanilla de un
autobús que recorre una ciudad vital, llena de barrios, en la que los
personajes difuntos se ven vivos en las aceras, en los distintos espacios donde
han estado. Elmer es el relator de estas vidas, de cada una de esas vidas, a
través de la de él. Es decir, es un narrador/narratario que se narra desde un
tiempo ya ido. Y quien lee se siente narrado y obligado a viajar porque ese es
su destino: “Pasa y siéntate, que aquí el que entra ya no se baja nunca más
hasta llegar al fin del final” (p. 31), dice Sócrates, el colector, quien nos
hace entender que ya no estamos en el mundo de los vivos.
El eslogan
que Sócrates Pérez vocea cuando admite que el personaje se resiente de la
“muerte” es “Da por vivido todo lo soñado”, de allí que por la butaca de Elmer
hayan pasado personajes que nunca llegó a ver de cerca ni a tocar. La vida es
sueño y nos cuelga a Calderón. La muerte, según el cinismo de Sócrates, tiene
esa ventaja. Tarzán, Jane, Chita, los luchadores Dark Búfalo, El Carnicero, El
Apolo o El Conde Maximiliano, Chico Carrasquel, José Gregorio Hernández, Dick
Tracy, Doña Bárbara, Billy The Kid, Simbad, Yves Montand, Gregory Peck, Ava
Gardner, Grace Kelly, Bambi, Clark Gable, Vivien Leigh, Cantinflas, Víctor
Hugo, Don Quijote, Walt Whitman, Kafka, Pasternak, Pierre Choderlos de Laclos,
Dorian Gray, Publio Ovidio Nasón, Dante, Sancho, Cyrano, Neruda, Wilde, Jorge
Amado, Bergman y Bogart, Salvador Garmendia, Montejo, el Orfeón Universitario,
Gardel, Agustín Lara, Sadel, Benny Moré, Armstrong y otros tantos que se quedaron
fuera de la memoria forman parte del viaje. De la memoria. Por supuesto,
también los personajes de su vida cercana, como sus maestros, sobre todo la
maestra de primer grado, Omaira, de quien siempre estuvo enamorado; de sus
compañeros de escuela, sus padres, sus abuelos, tíos, amigos y vecinos. Toda la
vida pasó frente a los ojos de la muerte de Elmer.
El poeta
Whitman le dejó un susurro: “Todos los que alguna vez nacimos somos islas
rodeadas de olvido” (p. 81). En el Circunvalación Nº 13 también viaja el
olvido, como las calles con sus nombres y apodos, las películas, las acciones
que Elmer vio y que desde niño recordó hasta el viaje final. Una referencia que
nos acoge como lectores está en la Isla de las Pasiones Literarias, donde el
joven Elmer, como si formara parte de la Sociedad de los Poetas Muertos, revisa
todos los libros que han salvado de los mercenarios, de quienes quieren
destrozar o quemar la imaginación, los sueños, la belleza. Elmer ve un país
donde la violencia tiene nombre actual. Mira por la ventanilla a pesar de que
“ninguna preocupación post mórtem puede ya modificar lo inexorable” (p. 165). Y
viaja, mira, recuerda, muere y vive.
Luego de
recorrer las calles, las que lo han marcado al niño y al ya maduro fantasma, se
dice: “Tengo la fuerte impresión, ahora sí, de que me despido de algo vital,
que después de este viaje todo será silencio” (179). No obstante, la Calle de
la Nostalgia lo trae de nuevo a los sonidos de los vivos: oye Contigo en la distancia, aquel bolero
—de César Portillo de la Luz— que Alfredo Sadel nunca dejó de cantar. Los
pasajeros lo corearon, lo aplaudieron, para luego seguir cantando Alma libre, en la que las voces del
mismo Sadel y Benny Moré se unieron para darle un fin al final. Pero aún
faltaba vivir más recuerdos mientras la muerte rodaba en el bus: oír What a Wonderful World de boca de Louis
Armstrong, el “Satchmo”.
Como un
sueño la Misa de la Coronación, de
Mozart, y una Greta Garbo nocturnal y vieja. Y si Mozart suena, también el Yellow Submarine de Los Beatles. John
Lennon imagina un mundo distinto. José Gregorio Hernández, el siervo de Dios,
camino al paraíso... El fin.
Con Elmer y
todos esos personajes entramos en un túnel sin salida. Eduardo Liendo inventó
esta metáfora y la deslizó por un viaje que no tiene retorno. Pero también
Eduardo Liendo es un personaje imaginado por Elmer, que no es su alter ego sino
un otro que no ha terminado de contarnos ese viaje hecho sueño.
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