Monday, August 10, 2015

Rodrigo Fresán: ser argentino es una forma de estar lejos (Entrevista)


—por Gregory Zambrano @gregoryzam

En una cafetería de Jimbocho.
Foto:GregoryZambrano
Rodrigo Fresán (Buenos Aires, 1963) se pasea entre el mundo de las novelas y los cuentos, el de los artículos periodísticos y las ciudades. Viaja constantemente, aunque confiesa que prefiere estar en Barcelona, reposado, escribiendo sus ficciones. Lo vimos en Tokio, donde tuvo lugar este diálogo informal en el que comenzamos por preguntarle sobre el origen de una de sus novelas más emblemáticas, Jardines de Kensington

Rodrigo Fresán: Hay escritores que se obsesionan con lo que más saben, a mí me pasa lo contrario, que me voy obsesionando en la medida en que voy escribiendo. En el caso de Jardines de Kensington, es una novela que no tenía entre mis planes. En mi infancia no había visto la película de Peter Pan, de Walt Disney, ni había leído el libro que trataba de Peter Pan. Pero una noche mientras veía la televisión, haciendo zapping, me detuve en una película en blanco y negro, muy lenta, de cine mudo o muy antigua, en la que aparecían George Bernard Shaw y Chesterton, vestidos de vaqueros e indios, como jugando en un jardín de una manera muy incómoda. Y en eso entra un hombre muy bajito dando saltos y comienza a darles instrucciones. Era un programa documental sobre John Matew Barrie. Ya no me interesó más, apagué inmediatamente el televisor, pero me quedé pensando en que me gustaría escribir una novela sobre este hombre, que es el autor de Peter Pan. Entonces me compré todas las biografías que había sobre John Mattew Barrie, y no fue que me las leí para después escribir aquella novela, sino que las fui leyendo en la medida en que iba escribiendo, y me sorprendía muchísimo el aliento novelesco de su biografía. Me pareció que el tiempo y la vida dramática de este hombre eran una novela perfecta. Y también, en la medida que escribía, me iba llenando de pánico, pues pensaba que en algún momento la vida de ese hombre dejaría de ser interesante. Cosa que podía ocurrir perfectamente, sin embargo, mientras avanzaba en la biografía, el personaje se me iba haciendo cada vez más apasionante.

El otro tema tiene que ver con el mundo de la infancia. En todos mis libros hay siempre algo relacionado con los niños. En Mantra, esta presencia es muy poderosa; en Esperanto también, en La parte inventada, ocurre de igual manera. Muchos lectores lo señalan, aunque yo, cuando escribo, no estoy muy consiente de eso; pienso en una frase de Barrie, cuando dijo, que lo esencial en la vida nos ocurre antes de los doce años; luego queda otra experiencia profunda, que es también como la ultima experiencia infantil, o su prolongación, que es el debut sexual.

¿Tuviste que hacer una investigación exhaustiva en Inglaterra para reconstruir el ambiente de los jardines?

No. Realmente no fue así. Yo había ido a Londres, con mi padre, cuando era niño, pero fue un viaje fallido. Nos alojamos en las afueras de Londres y no pude visitar nada de interés, ni el Big Ben, ni el Palacio de Buckingham. Lo que sí fue como mi epifanía turística fue haber visto la fábrica que aparece en la portada de “Animals”, el disco de Pink Floyd. Así que empecé a escribir el libro, y en un momento pensé que iría a Londres, pero preferí seguir así como Salgari escribió sobre la Malasia o Julio Verne sobre la Patagonia. Para mí era una especie de Londres imaginaria. Y cuando se publicó el libro, sí fui y tuve una enorme decepción. Como aparece en el libro, yo pensé que Kensington Garden sería una jungla tupidísima, pero no es así, es una especie de planicie; la estatua de Peter Pan es una pequeña efigie, pero me quedé contento porque si hubiese ido antes, la decepción hubiese sido tan grande que tal vez no hubiera escrito el libro. Así que mi Kensignton Garden es más bien el jardín botánico de Buenos Aires. Y volví de nuevo a Kensignton Garden con mi hijo, que está muy interesado por la arquitectura y me reconcilié un poco. Me gusta que Londres sea algo así como un estado mental, más que una postal.

Gregory Zambrano: ¿Cómo recuerdas tu infancia y adolescencia?, con alegría, con nostalgia…

Rodrigo Fresán: Yo tuve una infancia muy activa con mis padres, que a veces eran como una especie de niños grandes; pero llegó un momento en el que yo me sentía más maduro que mis padres. Mi padre siempre me decía una frase que, vista en la perspectiva del tiempo, siempre me hiela la sangre. Mi padre me decía “yo quiero ser tu mejor amigo”. Y para mí eso era terrible porque yo quería que fuese mi padre, no mi mejor amigo. De mi adolescencia tengo recuerdos lamentables, por ejemplo, cuando mi padre intentaba seducir a mis novias. Una de mis primeras novias me dijo un día: —“pero, ¿qué le pasa a tu papá?”, y yo me moría de vergüenza. Pero bueno, así es la vida. Tengo muy claras las sensaciones infantiles y cuando tienes un hijo, tienes como un flash back, y te conviertes en una persona más sensible y acaso más tierna.

En aquellos años de transición entre la infancia y la adolescencia, te tocó el drama del exilio, el traslado de Argentina a Venezuela, ¿cómo recuerdas esos cambios en el espacio y en el tiempo?

Bueno, aquellos años yo los recuerdo como hechos muy traumáticos. Pero también, vistos en el tiempo, los recuerdo como un privilegio. Haber podido salir de Argentina los diez años, y haber llegado a la Venezuela de entonces. Yo era muy fan del Corto maltés, de Hugo Pratt, y una de las obras de esta serie, Siempre un poco más lejos, transcurría en Venezuela, y yo quería ir a Maracaibo. Tenía esos referentes vivos y los años en que me tocó vivir en Venezuela yo hubiera tenido que pasarlos bajo una dictadura en Buenos Aires; pero la pasé muy bien en Caracas. Vivía en las residencias “Country”, que tenían un salón de fiestas, una gran piscina, y yo podía tener no una sino varias novias. Era una especie de microcosmos aquella vida sentimental entre rascacielos. En ese sentido, no tengo ningún trauma. Yo no me siento argentino puntualmente, pero en mí hay una constante argentina. Recuerdo una frase de Julio Cortázar que dice “ser argentino es una forma de estar lejos”. Y estoy de acuerdo. En Venezuela estuve como cuatros años, sin embargo, cuando lo recuerdo siento que fue más tiempo.

Caminando por Ochanomizu.
foto:GregoryZambrano
Y luego de esos años tu familia volvió a radicarse en Argentina…

Cuando regresamos a Argentina todo fue muy complicado en la parte académica, porque los programas en Venezuela y en Argentina eran completamente diferentes. Y no me adapté. Por eso, para la ley argentina, soy un sujeto casi semianalfabeta, porque sé leer y escribir, pero no pude terminar la educación primaria. Entonces debía hacer todo desde cero. Yo tenía decidido desde muy chico que quería ser escritor. Desde que tengo memoria nunca tuve otro destino posible para mí, por eso siempre pienso que sigo siendo un infante. En el mejor sentido de la palabra. Yo quería ser escritor cuando mis amigos querían ser pilotos de Fórmula 1 o Supermán, presidente de la República, o integrante de la selección nacional de fútbol. Entonces, fue estupendo no haber tenido que renunciar a mi vocación más infantil y primaria.

¿Consideras que fue un privilegio que tus padres te hayan dejado decidir lo que querías hacer cuando eras apenas un niño?

Desde que tengo memoria soy escritor. Recuerdo claramente que cuando entré al colegio primario, a los cinco años, siempre quería terminar la clase para poder dedicarme a leer y escribir. Yo antes de la escuela podía leer ciertas cosas; por ejemplo, recuerdo que aprendí inglés leyendo la obrita del El granjero Pimienta, con un diccionario. No estudié inglés formalmente. El tema de la infancia es para mí muy grato y por eso disfruto mucho estar con mi hijo; cuando entro con él a una juguetería, en realidad voy a comprar juguetes para mí. En Japón estuve buscando un Godzilla para mi hijo. Me encanta que a él le guste Godzilla. A mi me hubiera gustado tener un Godzilla. Pero entonces no llegaban esos juguetes a Buenos Aires.

¿Es verdad que apuntabas todo en un cuaderno Rivadavia?

Sí, yo utilizaba cuadernos Rivadavia, allí apuntaba todo. Todavía conservo varios cuadernos Rivadavia con las anotaciones de la infancia. En ellos escribí muchos micros relatos.

¿Y es cierto que llevabas contigo un cuaderno Rivadavia cuando te secuestraron?

Bueno no todo es verdad. La parte del pasado que se narra en ese cuento último de Historia argentina es todo cierto, la del futuro es inventada. Pero es sólo algo que muestra mucho el poder de la literatura. Cuando me secuestraron —realmente me secuestraron— estaba junto a mi hermano, que es un año y medio menor que yo. Pero consideré que, dramáticamente, cuando relataba la historia, no me convenía tener a mi hermano al lado. Ahora, cuando evoco lo que viví, me acuerdo más de lo que escribí, que de lo que viví realmente; es decir, que cuando yo me ocupo del recuerdo de aquel momento, ya mi hermano no está y realmente él estuvo cuando vivimos ese hecho. Lo siento por él, pero él también podría escribir su versión.

¿Con cuál de tus libros te sientes más afín?

Me siento afín con todos mis libros, pero de manera distinta. Quizás con Historia argentina, por ser mi primer libro, tengo una relación especial. La primera vez que lees tu nombre escrito en un formato de libro y lo pones en la biblioteca, es como tu primer amor. Con un beneficio para mí y es que no me arrepiento de ese primer libro, como suele ocurrir con algunos escritores que sí se arrepienten de su primer libro. O no lo reeditan. En Historia argentina ya hay bastante de lo que iba a venir. Después, tengo mucho cariño por Esperanto, sobre todo porque es una novela que escribí en una semana. Y porque es producto de un sueño. Cuando desperté de un sueño recordaba las primeras escenas, pero me puse a escribirlas y sentí que me las dictaban. Así escribí la novela entera, sin parar, durante una semana. Por eso le tengo mucho cariño, porque sé que no voy a poder repetir esta acción. Pero también le tengo poco de miedo. Escribí un capítulo por día y lo terminé al séptimo día, la semana siguiente. Es una cosa rarísima. Y tiene poquísimas correcciones. Lo único que hice en una reedición fue sugerir una foto de Bob Dylan.

Luego, La velocidad de las cosas, es un libro al que le tengo especial cariño porque significa un cambio muy grande en mi ADN de lector y escritor. Esperanto fue tal vez el hecho que motivó esa escritura; el haberme pasado encerrado en un hotel durante quince días leyendo En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust. Leí los siete volúmenes seguidos. Y eso me cargó tanto las baterías que luego ya no puede parar el ejercicio de escritura. Yo pensaba que Esperanto había sido una especie de regalo y que ahora las cosas se pondrían difíciles. La velocidad de las cosas me parece interesante porque es un libro que también es una especie de teoría del cuento. La literatura argentina es una de las pocas en las que el género rey es el cuento y no la novela. Incluso sus grandes novelas como Facundo, Sobre héroes y tumbas, Respiración artificial, Adán Buenosayres y Rayuela son novelas muy cuentisticas. Para mí la más perfecta formalmente es la de Bioy Casares, El sueño de los héroes, que además es mi favorita y no deja de ser la historia de una novela que quiere acordarse de un cuento. Mantra me gusta porque es un libro escrito por encargo y me lo encomendaron solamente porque estaba casado con una mexicana. Y el editor quería sumar una historia que transcurriera en México. En esa colección hay un libro de Santiago Gamboa, uno de Roberto Bolaño, otro de Rodrigo Rey Rosa. Yo hubiera preferido escribir situándome en Nueva York. Entonces tuve que recurrir a cosas que mí me gustan mucho de México, como los cómics, la lucha libre, y otros elementos que tienen que ver con el lenguaje.

¿Crees que haya un “acento” particular en tu escritura, es decir, que el hecho de asumirte en tu lengua materna deje esos rastros en la escritura artística?

Yo no escribo con un español porteño, sino que trato de escribir en un español muy neutro, como el doblaje de las series o películas que hacen en México. Pero ese también es el español de Borges cuando traduce, el de José Bianco, el de Enrique Pezzoni, cuando traduce Lolita o Moby Dick, y yo creo que es el mejor español. Es un español esperántico, neutro. Cada una de mis novelas tiene un atractivo diferente. Por ejemplo, Jardines de Kensignton me ha dado muchas alegrías por cuanto se tradujo a dieciocho idiomas, o a diecinueve, incluyendo ahora el japonés —que está en camino— y en el fondo, es un libro que tuve que recortar, lo comprimí y lo convertí en otra cosa, una especie de prosa poética, es más lírico. Y como me gusta mucho la ciencia ficción siento que éste es un libro de ciencia ficción que le da gran importancia al pasado. Y La parte inventada me gusta mucho porque es el libro más personal, aunque en él no cuento cosas reales. Con Vidas de santos y con Trabajos manuales, tal vez son libros con lo que tengo una relación difícil. Quizás porque los dos vienen después de haber tenido mi primer éxito como escritor con Historia argentina. Porque con este libro yo supe lo que es acostarse un día como un desconocido y unas horas después, amanecer siendo famoso. Nunca ocurrió algo así y nunca me lo han perdonado. Fue número uno en ventas, tal vez por el enganche con el título. El editor no estaba de acuerdo con el título, porque pensaba que la gente iba creer que era un manual escolar de historia. Y por eso me costó mucho luchar para que se titulara de esa manera.

Luego vino Vidas de santos que es un libro provocador, revulsivo. Pero ni siquiera el Vaticano se escandalizó, que eso nos pudo haber salvado. Pero un año después salió Dan Brown con El código Da Vinci y le ocurrió lo que me tuvo que ocurrir a mí, y hoy yo fuese millonario. O si por lo menos, hubiese sido prohibido por Juan Pablo II… La idea de este libro es que cuando nace Jesucristo, tiene un hermano mellizo. Así, va Jesucristo por el mundo mientras al otro lo tienen encerrado en un monasterio para que cuando crucifiquen al otro, el mellizo aparezca diciendo: “!Resucité!”. Ese es su único momento de gloria. Es un resentido absoluto pero con un agravante, y es que el tipo es inmortal. Y eso tiene lo peor de ambos mundos, porque tiene que hacer las veces del hermano y quedarse así para siempre sin poder decir: éste soy yo y no aquel que andaba diciendo “amaos los unos a los otros”.

En una entrevista hiciste un comentario acerca de la zona misteriosa, muy personal, que hay en la literatura. En esta nueva novela, La parte inventada, ¿haces algo con esa zona misteriosa?

Lo que dije es que la literatura, no es que haya perdido todas las batallas, sino que ya no es lo que era. Que la novela ya no es el artefacto donde la gente conocía otros mundos, o recibía ideas, porque la gente tiene otros medios donde busca y encuentra eso, ni mejor ni peor, porque el libro no tiene la garantía de que la gente encuentre algo noble; pero me parece que la única zona de misterio que le queda a la literatura es el estilo. Lo único donde se puede competir con los medios audiovisuales. Hay ciertos directores de cine que sí son unos estilistas. Como Stanley Kubrick, por ejemplo; pero también directores como Terrence Malik, o los hermanos Cohen o Woody Allen. Para mí todos ellos están más cerca de la escritura que del cine. Me parece que estando todo perdido, que no queda nada para ganar, y esto sobrepasa la crisis del sector literario, de la escritura y del papel incluso, creo que es el momento de los grandes gestos. Paradójicamente, ya que puedes hacer realmente lo que quieres. Me parece muy bien que aparezcan novelas cada vez más extremas, más complejas, menos complacientes.

¿Por qué siempre en tus libros hay escritores como personajes?

No sé si sea mi vocación primera como escritor o una forma de permanecer en la infancia, pero los amigos escritores, o la vida de los escritores, siempre se me ha hecho muy interesante. Un amigo mío, Alan Paul, que es un escritor también argentino, siempre me hace una apuesta. Si en tu próximo libro no hay un escritor te pago una cena en el mejor restaurante que elijas. Lo acepto, pero siempre pierdo la apuesta. La parte inventada era mi intento de acabar con todos los escritores que hay en mis libros, pero no pude. Traje de vuelta a un escritor. Me gusta leer la biografía de los escritores y también me parece que sus vidas son muy interesantes.

En tus obras, me parece que lo ficticio está en la mente de los personajes, pero la verdad también está en la mente…

La parte inventada trata sobre eso, ¿cuánto de verdad debe haber en algo para luego pueda ser inventada? Me gusta mucho una expresión de Nabokov, cuando dice que la realidad está sobrevalorada. La realidad no es más que información más especialización. Así que si uno es escritor, va a tener una relación  literaria con la realidad. Pero, por ejemplo, si tú vas a un restaurante y comes un pan, no hay nada más allá de ese acto natural de comer, pero si va un panadero, ve la cantaste del pan de otra manera, porque esa es su zona de especialización. Pero hay otra realidad en la que nos movemos todos, que es una realidad neutra. Igual que pasa con los niños, que tienen una relación aparte con el mundo real, que es de su propio tamaño. Al principio, para el niño todo es gigantesco y luego todo comienza a achicarse. Borges dijo que el pasado es la memoria y el futuro son la esperanza y el miedo. Todo está en la mente de las personas. En la medida que vas creciendo el pasado es cada vez más grande y el futuro es cada vez más pequeño. Tienes más para recordar, y recordar es reescribir. Eso está en todo mis libros, pero quizás en La parte inventada está tratado de manera más exhaustiva.

¿Podrías mencionar algunos autores o libros que te hayan influido —si pudiera decirse de esa manera— o que te hayan ayudado a escribir?

Ese tema de las influencias es algo muy complejo, uno tiende a pensar que los autores que más te gustan son los que mas te influyen, pero no siempre es así. Podría ser el caso de que se tengan muchas influencias, pero que no se está consiente de ello y te las reencuentras luego. Por ejemplo, yo leí a Nabokov muy mal traducido al español durante mi adolescencia; no volví a leerlo hasta hace muy poco, traducido al inglés y cuando lo releí me di cuenta de lo mucho que me había influenciado. Y Nabokov no están entre mis autores preferidos. Me gustaría hablar más que de autores, de libros. Me marcaron mucho Drácula, Martin Eden, una novela criptobiográfica de Jack London, eso cuando era niño. Después tuve mi periodo de lectura de Keruac. Todos los escritores beatnik me parecen muy interesantes. Luego Proust, En busca del tiempo perdido. También Matadero Cinco, de Kurt Vonnegut, que tiene un párrafo que yo siempre cito en todos mis libros. Un párrafo sobre los libros y los extraterrestres, en el que todo transcurre al mismo tiempo. Es el libro que me hubiese gustado escribir, que me ha influido mucho, tanto en lo formal como con el tratamiento del humor, y en cierto tono de escritura; también las novelas de John Banville, un autor irlandés. Entre los escritores, podría mencionar a Adolfo Bioy Casares, que me gusta mucho más que Borges, lo cual siempre me ha traído muchos problemas, pero yo no tengo ningún reparo en decirlo. También me gustan Roberto Bolaño y Enrique Vila Matas, amigos muy cercanos.

Rodrigo Fresán con los traductores Ryukichi Terao (izq.) y Akifumi Uchida


Colaboraron con esta entrevista los académicos y traductores Ryukichi Terao y Akifumi Uchida,
a quienes expreso mi gratitud.
©Gregory Zambrano. Tokio, 2015.





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