Saturday, December 26, 2015

Algunos gatos ficticios en los cómics


Desde la antigüedad la fascinación con los felinos ha sido parte integral de la cosmología, la creatividad y el entretenimiento del ser humano. No es casualidad que los gatos, en particular, han sido venerados por muchos artistas, autores, reyes y faraones.

Los hemos domesticado, pero ojo, es fácil dejarse seducir por sus atributos: cuerpo esbelto, oído agudo, excelente vista, cazadores sigilosos, independientes, imponentes y, debido a injustas quejas de algunos dueños descontentos, hasta egoístas y perezosos.

Los gatos han sido fuente inagotable en la pintura, la música, la literatura, el cine y los dibujos animados; los cómics no podía ser la excepción. A continuación, y sin seguir ningún orden establecido, cinco de los gatos ficticios en los cómics más emblemáticos:

El gato Fritz: Tira cómica Fritz The Cat del conocido caricaturista y músico estadounidense Robert Dennis Crumb que apareció en los sesenta. Ralph Bakshi escribió y dirigió la película animada para adultos, Fritz The Cat, la cual debutó en el cine en 1972. Fue la primera película animada en ser clasificada X en los Estados Unidos. Se centra en Fritz —voz de Skip Hinnant—, un felino antropomorfo a mediados de 1960 en la ciudad de Nueva York que explora los ideales del hedonismo y la conciencia sociopolítica. La película es una sátira centrada en la vida universitaria estadounidense de la época, las relaciones raciales, el movimiento del amor libre, y la política de izquierda y de derecha.

A pesar del éxito —película de animación independiente más exitosa de todos los tiempos, recaudó más de noventa millones de dólares en el mundo—, Fritz the Cat estuvo plagada de problemas de producción y controversias, incluyendo desacuerdos con Crumb por su contenido político y su clasificación. Muchos espectadores del momento la calificaron de ofensiva.

Garfield: es una tira cómica estadounidense creada por Jim Davis y publicada desde 1978. Narra la vida del personaje del título, el gato Garfield, Jon —su dueño—, y Odie, el perro de Jon. A partir de 2013 fue sindicado en aproximadamente 2.580 periódicos y revistas, y mantuvo el récord mundial Guinness por ser la tira cómica más ampliamente sindicada en el mundo.

Aunque esto rara vez se menciona en la impresión, Garfield está basada en el pueblo de Muncie, Indiana, donde queda la casa de Jim Davis; esto de acuerdo con el especial de televisión Feliz cumpleaños Garfield.

Los temas comunes en el cómic incluyen la pereza de Garfield, su comer obsesivo, y el desprecio de los lunes y las dietas. El enfoque de la tira es principalmente las interacciones entre Garfield, Jon y Odie, pero personajes secundarios recurrentes aparecen también.

La gata loca: Krazy Kat es una tira cómica estadounidense del dibujante George Herriman (1880-1944), que se desarrolló entre 1913 y 1944. Apareció por primera vez en el periódico New York Evening Journal, cuyo dueño, William Randolph Hearst, fue un apoyo importante para que la tira durara en impresión a pesar de la poca aceptación del público.

Los personajes se habían introducido previamente en una tira llamada The Dingbat Family, creación por Herriman en sus comienzos. La frase "Krazy Kat" se originó allí, dijeron que por el ratón, a modo de describir al gato.

Situado en una imagen onírica de la casa de vacaciones de Herriman en condado Coconino, en Arizona. Krazy Kat mezcla el surrealismo poco convencional, la alegría inocente y el lenguaje poético idiosincrásico que se ha convertido en el favorito de las revistas aficionadas y críticos de arte por más de ochenta años.

La tira se centra en la curiosa relación entre un gato sin preocupaciones, ingenuo e inocente, llamado Krazy, de género indeterminado —referido tanto como a “él” y “ella”— y un ratón gruñón llamado Ignatz —Ignacio—. Krazy está enferma de un amor no correspondido por el ratón. Sin embargo, Ignatz desprecia a Krazy y constantemente está haciendo planes de lanzar ladrillos a la cabeza de Krazy, los cuales Krazy interpreta como un signo de afecto, pronunciando respuestas agradecidas como: “dollink Li'l, allus f'etful”, o “ainjil Li'l”. Un tercer personaje principal, Offisa Bull Pupp, a menudo aparece y trata de proteger a Krazy para frustrar los intentos Ignatz y encarcelarlo. Más tarde, Offisa Pupp se enamora de Krazy.

Bucky Katt: es el gato siamés egoísta y cínico de Rob que apareció en la tira cómica norteamericana Get Fuzzy, escrita y dibujada por Darby Conley en 1999.

Sus orejas están casi siempre dibujadas en un plano relajado de la cabeza, un signo felino de desafío y agresividad. La Sociedad Protectora de Animales encontró a Bucky acurrucada en un bote de basura, cuando apenas tenía pocas semanas de edad, en Hackensack, Nueva Jersey, que más tarde sería adoptado por Rob. Mientras que el padre de Bucky nunca ha sido mencionado, Bucky dio el apellido de soltera de su madre en una solicitud de tarjeta de crédito, como "Tricky Woo"; haciendo referencia al ridículamente mimado —pero de buen carácter— perro, cuyo nombre proviene de las historias de James Herriot y sus experiencias como veterinario.

El gato Salem: Salem Saberhagen es un personaje del cómic Sabrina, la bruja adolescente, perteneciente a la famosa serie norteamericana Archie.
Salem es un gato de pelo corto que vive con Sabrina Spellman, Hilda y Zelda Spellman en la ciudad ficticia de Greendale, situado cerca de Riverdale. Una ex bruja de Salem fue condenada por el Consejo de las Brujas a pasar un período indefinido de tiempo con un gato como castigo por tratar de conquistar al mundo. Salem apareció por primera vez junto a Sabrina en Archie Mad House #22 en 1962, y fue creado por George Gladir y Dan DeCarlo.

El gato Félix: También conocido como Félix el gato, es un personaje animado de la era del cine mudo. Su pelaje negro, ojos blancos, y amplia sonrisa, junto a las situaciones surrealistas en las que sus historias se presentaban, contribuyeron a hacer de Félix uno de los personajes animados más reconocibles del mundo. Félix fue el primer personaje de animación en alcanzar un nivel de popularidad tan grande como para atraer a los espectadores con el solo reclamo de su aparición en una película.


Los orígenes de Félix continúan cuestionados. Pat Sullivan, caricaturista y empresario de cine de origen australiano y el animador estadounidense Otto Messmer han afirmado ser los creadores, y la evidencia parece sostener ambas demandas. Muchos historiadores, incluyendo John Canemaker, afirman que fue Sullivan quien plagió a Messmer. Lo que es seguro es que el gato salió del estudio de Sullivan, y los dibujos animados que incluían al personaje disfrutaron de un enorme éxito en los años 1920. Paramount Pictures distribuyó las primeras películas entre 1919 y 1921.



Por John Montañez Cortez para Cervantes@MileHighCity 2015©.




Sunday, December 13, 2015

reseña: MANERAS DE IRSE de Ricardo Ramírez Requena


-por Alberto Hernández-

“Maneras de irse” es un libro de experiencias
inmediatas y de experiencias literarias.
Cuesta un poco diferenciarlas tajantemente.
Una habita en la otra y ambas son
expresiones de vida en particular:
la de un poeta que no teme mostrar sus
antecedentes y gustos; es más,
allí radica la poética de este libro.
-Néstor Mendoza-


1.-
Si la muerte es una manera de irse, viajar siempre ha sido una manera de regresar. Pero irse también significa quedarse, instalar en un lugar las voces que se alejaron o las que aún no se oyen. O las que se imaginan. Irse, entonces, es una manera de estar, de ser. Y hasta de amistarse con la muerte para conjurarla.

El poema que le da nombre al libro de Ricardo Ramírez Requena, “Maneras de irse” (Editorial Ígneo / Colección Ciudades Insomnes, Caracas, 2014), es el más íntimo de todos. Es el del más doloroso destierro. Porque es la ida definitiva, la más cercana al dolor: es la marcha de unos seres que retornan como fantasmas. O como susurros mientras la rutina o la cotidianidad despliegan sus oficios.

El poema:
“Las amigas de mi madre se han ido muriendo. // Primero fue Yolanda, de carne firme y silencio. / Luego vinieron la abuela Arreaza, quien le vio/ el culo a todo El Cafetal de tantos años poniendo inyecciones: Elvira, su alegría y su cigarrillo perpetuo; / Beatriz, a quien no le tocaba realmente pero decidió / irse, y al final Elena, impuntual…”

El poema se decanta, asciende y desciende: quien lo escribe lo anima a ser, lo piensa y lo premia con nombres cercanos, tanto de personajes como del lugar donde habitaban esos espíritus que siempre regresan para convidar a quien se quedó en este mundo entre los afanes del recuerdo. Es una elegía en la que la voz que cierra el texto se familiariza más con sus duendes interiores. 

“Todas se han ido muriendo. Quién les habrá dicho/ que podían morirse así, como pidiendo permiso.// Hay maneras de irse y cada una ha respetado el pacto/ que las une. // Hay un orden de las cosas y mi madre / lo ha entendido en su silencio.// Se le ve en el rostro, cada vez que aparece Elvira / durmiendo o fumando en la casa, o el ascensor/ decide detenerse en el segundo piso, el de la abuela.// Tanto apuro y nadie quiere irse de verdad, dice. // Tanto apuro y no pueden vivir sin contarme sus/ asuntos en los sueños, comenta.// Me dejaron sola, cuidándoles la calle y a su gente. / Yo cuento ahora los chismes, yo doy las clases, / yo pongo las inyecciones ahora. / Aún no puedo irme, me cuenta. Ni que quisiera. / Cada día me encomiendan cosas nuevas/ las pendejas esas”.

Morir es el sino más próximo al exilio. Pero siempre se regresa en la voz del otro. Este exilio, tan casero, tan de la comarca familiar, estremece en la lectura porque así habla quien vive, quien no ha desistido de la vida, quien no se ha ido, pero sabe que también le tocará irse algún día.

Una manera de irse: la muerte, la sombra de quien viaja y retorna en la imaginación, en las voces de los muertos.

el escritor venezolano Ricardo Ramírez Requena
foto:queleer.com.ve
2.-
El poemario de Ramírez Requena está dividido en cuatro estaciones: Movimientos, Diásporas, Postales y Adendas. Todos los títulos interiores son correlatos del viaje, de la ausencia. La voz del poeta comienza con un yo neural, un yo que reclama a la altura el azar, la suerte de andarse atrincherado, mofado por el dolor. Y desde ese momento, el libro se mueve –mediante un discurso preciso, limpio, despojado de brillos innecesarios- a través de un tempo en el que la voz adquiere otros matices: “Hay una serenidad que otorga la amargura (…) Sabemos que el que suelte su amargura pierde. / Solo el silencio la resguarda”. Ya no es la nostalgia invocada por la muerte del otro. Ahora, un sentimiento vivo toma lugar y se hace a la calle para decir de otros protagonistas, los que seguramente formaron parte de la experiencia juvenil del poeta.

“Los muchachos van al frente. Uno teme por ellos, / por su bien o por la idealización malsana que se/ tiene de ellos. La juventud es fiel a su sangre, / a ese vigor que desmorona conceptos. Uno solo debe/ guardar aquello que ofrecen, sus pasos consecuentes/ en un tiempo inconsecuente, su risa. Y caminar alerta/ de que un viento no nos los vaya a llevar”.
El movimiento, el tránsito hacia muchos puntos del tiempo, forma parte de los signos de este hoy amalgamado por miedos y por angustias.

La voz se traslada de un sitio a otro. Caracas es el depósito de quienes han activado –desde muchos destinos obligados- la pérdida, porque irse conforma una obligación.

3.-
También está la imagen de una mujer. Describirla es desearla, pero también mantenerla detenida o dibujada en la memoria: “Hago imperio en tu mirada mientras oteo cada / espacio entre los pliegues de tu falda: luz oscura/ que me envuelve sin motivos, sombra empapada/ de humedad, lugar de mi sosiego, senda clara”. El amor y el deseo, el texto que crece dentro de quien lo lee, proteico. Y el tiempo, los pasos del tiempo sobre la realidad, esa cosa que aturde, que desestima los sueños: “No somos la historia de nadie”.

Y la foto continúa en otro texto. Pero esta vez es la imagen genética de alguien que forma parte de una búsqueda, de una historia de exilios, de una fecha anclada en un siglo ya muerto, y que “fue el insomnio del tiempo”. No deja por fuera la vivencia plural de un país ardido: “Susúrrale al siglo que se duerma, que deje nacer/ otra belleza.// Préstale tu pierna mala para que al andar salga/ prudente.// Llévate a sus muertos olvidados y cansados.// Déjanos la música y el trago. Déjanos la llama”.

El tiempo también se larga: tiene su manera de irse. El tiempo se exilia.

foto:el-nacional.com
4.-
Las ciudades también sufren destierros. Suelen irse de uno, de quien las alquila para habitarlas. La polis es la consagración de todas las huidas. Quien habita una calle es ciudad, cañería o patio trasero. Quien habita esos espacios se hace esos espacios. Se hace ciudad. Abandonarlas, dejarlas ante cualquier eventualidad implica llevarse la ciudad en un morral, en los ojos, en la piel o en el interior de nuestras sombras. Pero quien viaja ciudades también es muchas ciudades, pero no se desprende de la original. Es su ciudad. Sus malos olores, sus personajes anónimos, las mujeres que desnuda y ama, sus muertos, sus miserias, sus tragedias.
La diáspora, las semillas esparcidas en otros suelos, la siembra en otro idioma, en otra calle que no reconoce al recién llegado. El poeta habla de esas ciudades, las examina, las ama o las detesta. Se hace ellas, parte de sus misterios, de sus luces y oscuridades. A veces quien respira una ciudad no sabe si la habita o la muere. O si ha nacido en ella. Se es extranjero la mayoría de las veces: un país se abandona si el país deja de serlo. La ciudad se despoja.

“En ésta, en donde vivo ahora, me siento apenas/ testigo de sus andares y mutaciones. De las otras, / alguien que las busca siempre en sueños”.

Por eso se entra y se sale del vientre materno. Se hurga en las vísceras de los callejones, en las costumbres y distracciones. Una ciudad siempre nos retorna a sus ambigüedades. Y en ella hay tantos desperdicios, tantas pérdidas. Pero también tanta memoria:

“Hay un televisor pasando Sábado Sensacional, mudo, / con Amador Bendayán entero; una radio en donde/ suena Toña La Negra. Nadie baila ni se mira. Reina/ el silencio y los murmullos de los cuatro del fondo. / De repente, una risa tuya. Una extraña presencia/ en este final del día. Entran dos niñas ofreciéndote flores para una mujer que no está aquí. Entra la/ policía y te requisa, para luego ofrecerte marihuana. / Para todo giras la cabeza, negando. Te detestan. / Terminas la cerveza y te levantas, dejas el dinero/ y haces que vas al baño. “No hay agua”, dice/ el letrero. Bajas la cabeza y al salir, sabes que nadie / te mira. Como si no pertenecieras ahí, y no hubieras/ bebido y pagado tu cerveza. Es que tu cansancio/ no es el de ellos. ¿No recuerdas el extraño olor a/ cementerio, a huesos viejos, a negra herrumbre”.

Entonces el país, el pequeño país del sabor a cerveza, el incapaz de ocasionar resaca, ha perdido el sentido de ser. Y es Puerto Malo, el milagro geográfico de Eugenio Montejo, el que aparece para designar el otro destino.

Y es la misma ausencia, sin huesos, sin palabras. El poema se instala de nuevo en la muerte. 

Son las ciudades del escape. Son tantas ancladas en el poema. Tantas que se han quedado desterradas, solas, lejanas. La experiencia sofoca: se ha viajado. Pero nunca se abandona la tierra bajo las uñas. Una manera de irse es no irse nunca. O quedarse para irse de otra manera.

foto:culturaurbana.org
5.-
Desde La Guaira, desde la tierra que una vez fue la prometida, se escribe una postal. Orlando se dirige a Angélica. Referencias culturales, nombres de la vieja Europa. Italia. Los saludos a amigos y familiares. Y también una especie de Aquiles engendrado por Afrodita. La cólera. El viaje. La Odisea o la Ilíada. Y el hombre que escribe traza su propio carácter, sus cambios, sus trastornos. El poema, la prosa en la que viaja el personaje se aleja con el nombre: “Toma mis palabras, Angélica, no creo que escriba más. // Menos tuyo y cómo lo agradezco”. Otra forma de irse.
Ahora es Orfeo quien le escribe a Eurídice. El hijo de Apolo y Calíope, desposa a la ninfa de los valles de Tracia. En un evento donde participa Aristeo, la mujer es mordida por una serpiente. Muere y Orfeo se dedica al llanto y a musicalizar su pena. Los dioses le permiten bajar al infierno del que intenta sacar a su amada. El retorno es extenuante. Como en el caso de la mujer de Lot, Orfeo pierde a Eurípides al no obedecer a los dioses: volteó y la mujer desapareció en las sombras. Desde este mito, Ramírez Requena escribe “Postal desde la autopista”.

Un segmento nos permite sentir la presencia de ambos personajes en la actualidad. Dos sujetos que forman parte del destierro, de la pérdida, pero también del rencor. El poeta recrea el mito y lo transforma.

“Esa casa, ese rostro mediterráneo llega al alba hecho/ certeza y es el mejor de los insomnios: te despides/ de mí desde otra orilla; estás de espaldas ofreciendo/ tu cabellos a mis dedos y sin verme nunca, / estallando en luz por la ceguera de cualquier otro sol/ en tus almendras, alejándote me besas desde el más/ nuevo y último de sus exilios”.
La ciudad, la Caracas de quien la vive y la desvive, aparece en escena en otra postal. Esta vez desde un espacio específico: el café Rajatabla del Ateneo de Caracas. Y he allí que la ciudad se angosta y se descubre. Se manifiesta extraña “en una mesa, / sentado uno al frente de otro, a un punketo y un/ Guardia Nacional”.

La “Carmen” de Merimée, la cigarrera de la Real Fábrica de Tabacos de Sevilla, donde también trabaja el sargento vasco José Lizarrabengoa, se hacen presencia en Chacao. Esta traslación, esta suerte de manera de irse de un lugar a otro, de ser traídos por la imaginación del poeta, comporta un exilio recreado donde el Nuevo Circo de Caracas, las manifestaciones religiosas de la urbe capitalina habilitan las imágenes que hacen de este libro una manera de leerlo, de irse con él en exilio obligado hacia las páginas del novelista y hacia los sonidos de Bizet.

foto:RubénDaríoCarrero/rubencarrero.blogspot.com
La historia es harto conocida. La anécdota de la novela corta de Merimée es un retrato de época. Una retrospectiva amorosa que empujó a Ramírez Requena a decir:

“No tengo nada porque darte las gracias, solo/ desearte la mayor de las felicidades en tus labores/ de puta. // En este lado del Atlántico, en donde me he asumido uno más de los de aquí, bregamos la primavera arde/ en los ojos y lo que no otorgue vida lo despedazamos”.

Y desde Las Palmas, Isolda y Tristán. La postal sale de la ciudad. Lleva el mensaje de las horas y deshoras de la polis. De los ajetreos urbanos. Habla el poema de la presencia del personaje en Puerto Malo, y su no regreso a Cornualles por instrucciones de Mark. Exilio. Destierro. Finalmente es Manoa la tierra que lo acoge. La tierra que le advierte de la distancia de su origen.

6.-
El largo aliento del poema “Cuerpo de mujer” descifra a un personaje. El texto narra, toca y recorre la topografía de un cuerpo. Se hace de sus ojos, de su frente, de todas sus formas. Lo convierte en un país, en un lugar habitable. Lo desposa.

Es un poema de amor donde cada parte del cuerpo es un muelle de sorpresas, de sabores. Texto del deseo que no se agota:

“Te desgranas, mujer mía, ahora, en la mañana. / Intento descifrarte y no me dejas ya. Más que un/ sabio, soy ahora tu esposo. Es un círculo en donde/ lanzo la atarraya en cada calle y espero.// Del averno a tu olor, y de tu olor al averno”.
Ella también es un destino. Ella forma parte de esas maneras de irse, de ir y venir.

foto:ArnaldoUtrera/digopalabratxt.com
Cierra el libro con un cuadro de ambientes. Es un poema cuya intimidad se abre al mundo. Los retos de la casa, la nimiedad de las labores del hogar hasta el viaje verbal por Chile, Colombia, Praga, Barcelona, Turín…pero también está la mirada al paisaje local. Esa forma de establecer un espacio para explayar una manera de desplazarse en el futuro, los hijos que vendrán, los idiomas aprendidos. Y así, desde una ventana la contemplación del Jardín Botánico, la Universidad, el Ávila: vistos desde Berlín, México o Liverpool.

Con este libro, ópera prima de Ricardo Ramírez Requena, se confirma la calidad de una voz que seguirá aportando títulos para gusto de quienes tienen en la poesía una manera de irse y de recurrir al exilio y auxilio de sus imágenes.


_______________________
Ricardo Ramírez Requena (Ciudad Bolívar, Venezuela, 1976). Licenciado en Letras por la Universidad Central de Venezuela. Es, además de escritor, gran lector, librero y profesor universitario.

Pueden seguir a Ricardo Ramírez Requena en:


Friday, December 4, 2015

El retrato de Dora Maar (relato) por Kevork Topalian (Caracas 1969)


a Eliana.

Un motivo, una intención conscientes, ¡cuánto del carácter imprevisible de la existencia traen detrás de sí! Vistos a la distancia, pasado el tiempo –si es que éste pasa, es decir, si hay en el sujeto en cuestión efectivamente un carácter—, ¡cuán poca cosa parecen en proporción con lo que, sin embargo, esos mismos motivos, intenciones personales precipitan –incluyendo lo terrible, la fatalidad.

¿No es una paradoja?

Ojos retorcidos asentando en dos los múltiples planos en síntesis cubista no- figurativa: amarillo, verde, rojo, todo tapizado de estrellas en trazos negros al estilo español, y otra vez esos ojos como emergiendo a través de todo aquello –mirando. El cuadro de Picasso, “Retrato de Dora Maar” (1941), falseando todo el entorno parecía también ejercer su influencia en la mente de aquel que le hablaba en sus pensamientos, el museo de arte contemporáneo Sofía Ímber en todo su tono blanco de pisos y paredes era en ese momento Caracas. En un solo hilo, como si proviniera de algún lugar lejano, oí tu voz y me volví hacia ti, mi mente inundada por el solapamiento óptico del retrato, y te miré, estabas a mi lado, el retrato en ese cuadro superponiéndose con sus bastos trazos a tu rostro que se deshacía, a su vez, en facetas aisladas en sí mismas, el museo diluyéndose a tus espaldas, “¡Qué bella!”, pensé al notar que los distintos planos de tus facciones tendían a unirse otra vez en un todo, hasta que le tocó el turno a tus ojos en mi visión –una punzada de dolor, un “¿y ahora a dónde iremos?, sé que te voy a perder, te diluirás en la ciudad que en este preciso momento, a medida que tu cuerpo y tu rostro cobran concreción y su unidad original, se descompone en múltiples fases y perspectivas, caprichosa, se desintegra allá afuera, tras el museo”.

Mi turbación se tradujo en sonrisa de folletín hacia ti, Bubrig, bajo la mirada de espejo roto del retrato que daba así la prueba de su verdad.

**

En esa ciudad, si aparte de una vivienda no se “tiene” además un abasto o una panadería a una o dos calles de distancia y a los que se vaya casi a diario, entonces no se puede ir a ninguna parte, a ningún lugar –quizás vaya el cuerpo, pero queda el alma atrás–: este eje vivienda-abasto o panadería, que difiere del caso vivienda-trabajo u oficina, determina un perímetro que se puede conocer, transitar en la sosegante y fértil duración. Este hecho es en realidad cierto para todas las ciudades modernas, al menos será muy pronto su destino; es sólo que se vivencia mejor, se ve como a través de un lente de aumento en las ciudades de América. Caracas, sin embargo, es el colmo en este sentido, allí todas las construcciones, sean cuales sean –un edificio, un hospital, una librería, un ministerio u oficina pública (a éstas es mejor incluso no poder llegar)–, quizás tengan, en efecto, una entrada o una puerta, sí, pero no tienen camino alguno que converja en ellas. La pose alcanza alturas hilarantes en esa ciudad en que nada parece crecer propiamente de su suelo en materia urbanística, sino que todo está como puesto allí artificialmente y desde afuera –esto mismo decía aquel portentoso legislador desde las alturas de Sils Maria en la Alta Engadina acerca de las ciudades y localidades alemanas, ya desde la segunda mitad del siglo XIX—, para que tarde o temprano el viento haga una fiesta con ello y se lo lleve. Como nada es afín, la lógica de contigüidad suprimida, cada cosa está en su propio plano, aislada, parcial, tal como ocurría con el cuadro de Picasso, cada construcción o edificio está desconectado del otro de un modo fatal, perturbador, casi doloroso –los sentidos y el entendimiento sufren. Pero lo más curioso es que el efecto de todo ello a distancia conforma su seducción.

Esta constitución urbana que aplica en general para toda la república es perfecta para publicistas, políticos, agentes de viaje y para cualquier índole de tenderos (el político y el hombre de Estado actual son tan solo un tipo particular de aquellos), a quienes podemos señalar cabalmente de “kafkianos” por su falta de escrúpulos en guiar y dar direcciones hacia la nada, y que tengan su intención puesta en explotar para su lucro el territorio, la naturaleza o las curiosidades culturales que haya en él, a través de fotografías para afiches publicitarios o revistas, películas, videos para cine o TV, o mediante la sola palabra: los lugares son extraídos y puestos ante el espectador bajo los supuestos de contigüidad, realidad y existencia, tan variados, disímiles, imposibles, tal que juntos conforman de entrada un mosaico para el exotismo y lo extremadamente pintoresco –pero esto no es todo: la síntesis cubista se produce finalmente en la mente del espectador: se puede decir sin reparos que esos lugares no existen; existe en cambio Comala.

Si usted decide ir a un banco para ejecutar alguna transacción acabará en una librería, por ejemplo, si es que llega a alguna parte; el motivo inicial lo habrá llevado a través de caminos torcidos y un sinnúmero de vueltas a un destino insospechado y aleatorio, en este caso prácticamente absurdo, dada la intención inicial. A usted le agradan los libros –aunque cada vez menos, eso sí–, y si llegaran a permitírselo su frustración y el poco dinero que le quedara a causa del inesperado periplo incluso comprará uno, para bien o para mal; el problema radicaría en que, en lugar de una librería, llegase a parar en una tienda de tornillos. “¿Y qué era eso tan indispensable que iba yo a hacer al banco?”, pensará, este último apareciendo como una entelequia lejana en el pensamiento. Al arribar a casa releerá el título del libro que compró: El castillo de Franz Kafka.

Cierta persona me contaba que hay períodos largos, asimismo, de 3 a 4 meses, en que una extraña fusión toma lugar –el hospital, la librería, el banco, la variedad de destinos arbitrarios, daimónicos, antagónicos en relación con la plana y útil intención consciente, troca por una insidiosa recurrencia: sin importar el destino previamente escogido, en ese período se llega sólo a iglesias. Lo siguiente fue lo que le sucedió la última vez que, por no dejar, penetró en una de esas imposiciones.

“Bajo la inconcebible bóveda, la nave de la estructura alargándose a mi izquierda en inquietante paridad de medida que a mi derecha; doble, una voz en ambas direcciones se prolongaba:

“—Y tú, ¿quién eres?

“Lateral, de la nada aparecía el confesionario cuya puerta se abría en ese instante y expulsaba a un sacerdote; a la distancia, yo lograba leer sus labios en el lento, claro y silente esbozo –Y tú, ¿…? Del otro lado del sombrío cubículo escapaba el confeso en un estado de conciencia que el sentimiento traducía a la imagen de una bandada de murciélagos en vuelo.”

**

Años después de aquella escena ante el “Retrato de Dora Maar”, volví al museo de arte contemporáneo –no recuerdo qué camino seguí para llegar a él—, y frente a la puerta me encontré conque estaba cerrado. Aquel cartelito colgado en la puerta –“Cerrado”–, oblicuo, cambiaba de manera insidiosa en mi mente su inscripción: “Imposibilidad”. El lugar lucía asolado, mucha gente, en cambio, yendo y viniendo en los alrededores; al darme la vuelta tropecé levemente. Noté hacia el lado derecho otra puerta, pintada de negro; quizás depósito de las obras pictóricas y de las esculturas en tránsito. Una viga de madera atravesada dos metros por encima de mí, diagonal, posaba su extremo inferior entre el suelo y la puerta de negro. Todo ello tenía el aspecto de la trastienda de un teatro, un teatro de máscaras. Más tarde supe que un Matisse, “Odalisca con pantalón rojo” –cuadro en que el artista capta el momento justo en que la mujer retratada parece llevar veladamente a cabo el movimiento propio de quitarse un pantalón, sentada con las piernas recogidas, el pecho ya desnudo y la mirada fija en el espectador–, había sido robado. Aquella vez la habíamos visto antes de ver el cuadro de Picasso. Pero la cosa no paraba allí, la mistificación se prolongaba más al fondo como una reacción química que, una vez disparada, tenía que terminar: me enteré de que muchas de las obras pertenecientes a la colección del museo, probablemente también el Picasso que constituía el motivo por el que yo había querido volver a visitarlo, habían estado hacía tiempo en “restauración”, fuera de exposición. Pero tampoco paraba allí el asunto –la reacción progresaba invariablemente. Supe también que parte de la colección había sido mudada arbitrariamente a otro museo; no podía saber, por tanto, qué parte permanecía en él. Yo había visto ese otro museo una vez desde la calle, sin que hubiera despertado en mí ningún deseo de acercarme ni de conocerlo en su interior: era un coloso de edificio, una mezcla de estilos arquitectónicos que, junto con el contexto, es decir, el lugar donde estaba emplazado –un enorme terraplén que remataba en un abismo que se extendía por uno de sus flancos y doblaba por la parte trasera; en la otra orilla de esta hondonada de tierra baldía se extendía nada menos que un mercado de las pulgas–. Aunado a todo ello, una fachada demasiado pequeña en relación con las proporciones de la edificación en su conjunto daba por resultado que fuera prácticamente inaccesible por invisible.

—¡Cómo!

Sí, a pesar de su tamaño; daba la impresión de estar escondido, resultaba absurdo, extraviado –de hecho surgía la pregunta, susurrada en el pensamiento: ¿en verdad existe? o ¿existe en la realidad? Todo ello producía un “no-efecto” inicial de dispersión nihilista que la persona ante quien se erguía experimentaba casi físicamente a nivel motriz; una especie de síncope respiratorio me prohibió seguir el curso de mis pensamientos que amenazaban con representar el intrincado desvarío de galerías en su interior, probablemente distribuidas en cuántos pisos, aéreos o subterráneos, sótanos como catacumbas, corredores, puntos y estancias muertos… Es apenas ahora, mientras escribo, que puedo hacerlo. Luego el vértigo, una sensación de desorientación inquietante. El efecto, no obstante, apareció finalmente: vi emerger ante mis ojos, justo detrás de aquella edificación la síntesis “cubista”, la imagen totalizadora de toda aquella dispersividad que se erguía aún más grande y fantasmal: era el castillo.

Aquella vez, media hora antes de la experiencia con el cuadro de Picasso, había hecho notar, bajo la mirada de la “Odalisca con pantalón rojo”, su gesto de despojarse de la prenda, muy sutilmente sugerido en el retrato; y al descubrirlo, gracias a mí, mi amiga había quedado fascinada. Esa noche reprodujo la citada secuencia del cuadro en la alcoba –la odalisca cobró vida para mí. Ahora puedo revelar que mi segunda intención, inconsciente sólo por inconfesable e ilógica, al querer volver años después al museo de arte contemporáneo había sido el “encontrarla” a ella. Pero tal como profetizara el “Retrato de Dora Maar” a su manera de retorcidos signos y gestos, mi amiga, al igual que la “Odalisca con pantalón rojo”, habría sido robada. ¡Era la ciudad que la tenía!, a ella, hecha pedazos, cuyos rasgos diseminados en sus propios planos, ángulos y perspectivas aislados solían aparecérseme desperdigados, de pronto, al doblar una esquina, en una tienda de sombreros, aquí y allá, en un café, en un banco de piedra en la plaza o a bordo de un auto en movimiento, desintegrada para jamás unirse de nuevo en la síntesis que ella era y que yo había podido ver en símbolo esa vez ante el cuadro de Picasso.

“¡Qué bella!”

el escritor venezolano Kevork Topalian
Pero más allá de primeras o segundas intenciones, más o menos conscientes, ¿qué era lo que yo había ido a buscar propiamente al volver al museo? Todo lo expuesto, lo acontecido, ¿acaso queda determinado en fórmulas como esas –motivo, intención consciente o no, utilidad? Independientemente, también podría decir: yo no fui a ver el cuadro de Picasso, yo no fui a ver a la odalisca…

—¿No?

Bien, aunque en este último caso resulte un poco más problemático el asunto –yo sabía que era imposible encontrarla a ella. ¿Y cómo iba a ser suficiente el querer ir por el solo hecho de recordarla, cosa que resultaría pobre, opresiva? Así pues, tomando en cuenta lo relatado, la experiencia global, todo lo constatado, aquello que yo había ido a buscar en mi retorno, ¿no era acaso –la vida?


Fin.





Wednesday, December 2, 2015

Los hombres fieras (cuento completo) de Roberto Arlt


El sacerdote negro apoyó los pies en un travesaño de bambú del barandal de su bungalow, y mirando un elefante que se dirigía hacia su establo cruzando las calles de Monrovia, le dijo al joven juez Denis, un negro americano llegado hacía poco de Harlem a la Costa de Marfil:

—En mi carácter de sacerdote católico de la Iglesia de Liberia debía aconsejarle a usted que no hiciera ahorcar al niño Tul; pero antes de permitirme interceder por el pequeño antropófago, le recordaré a usted lo que le sucedió a un juez que tuvimos hace algunos años, el doctor Traitering.

"El doctor Traitering era americano como usted. Fue un hombre recto, aunque no se distinguió nunca por su asiduidad a la Sagrada Mesa. No. Sin embargo, trató de eliminar muchas de las bestiales costumbres de nuestros hermanos inferiores, y únicamente el señor presidente de la República y yo conocemos el misterio de su muerte. Y ahora lo conocerá usted."

El doctor Denis se inclinó ceremonioso. Era un negro que estaba dispuesto a hacer carrera. El sacerdote encendió su pipa, llenó el vaso del juez con un transparente aguardiente de palma, y prosiguió:

—El señor Traitering era nativo de Florida, y, como usted, vino aquí, a Liberia, nombrado por la poderosa influencia de una gran compañía fabricante de neumáticos. Nosotros hemos conceptuado siempre un error nombrar negros nacidos en tierras extrañas para regir los destinos del país de una manera u otra, pero la baja del caucho obliga a todo...

El doctor negro sonrió obsequioso, y haciendo una mueca terrible ingirió el vasito de aguardiente de palma. El sacerdote continuó:

—Yo he sentido siempre que el hombre de color, extranjero en este país, está desvinculado del clima de la selva y de la tierra. Y cuando menos lo espera, se encuentra enganchado por el engranaje del misterio bestial que en todos nosotros ha puesto el demonio, siempre en acecho del alma animal de estos pobrecitos salvajes.

El doctor Denis volvió a sonreír con obsequiosa máscara de chocolate, y el sacerdote, sirviéndole otro vasito de aguardiente de palma, prosiguió su relato:

—Hace cosa de siete años se produjeron numerosas desapariciones, que, con toda razón, supusimos de origen criminal. Niños y doncellas, a veces hasta hombres robustos, salían de sus chozas para no regresar. Las poblaciones de Krus comenzaron a sentirse alarmadas; al caer la tarde, frente a las cabañas, las mujeres miraban impacientes los desiertos caminos, temiendo por la desaparición de los suyos. Se iniciaron investigaciones, se ofrecieron premios, y finalmente un esclavo mandinga reveló que había sido invitado a una fiesta en el bosque que está más allá del rápido de Manba. Se destacó una compañía de gendarmes, y una noche pudo detenerse a una banda compuesta de cuarenta hombres que danzaban en torno de una muchacha de la tribu de De, listos ya para sacrificarla. Algunos de los criminales estaban cubiertos de orejudas máscaras de madera; otros, embozados en pieles de fieras. Había entre ellos hombres de la tribu de los gbalín, para quienes la antropofagia es familiar, y también un niño de Kwesi, de brazos largos y piernas cortas que parecía un pequeño gorila. Todos confesaron sus delitos —habían devorado vivas a muchas personas—, pero no había uno solo de ellos que no alegara que cometía estos crímenes cuando se había metamorfoseado en una bestia...

—Sugestión colectiva —murmuró el negro doctor.
El sacerdote volvió su mirada hostil al pedantesco congénere, y el doctor Denis comprendió que le convenía disimular su sabiduría materialista, y para hacerse perdonar la indiscreción repuso:

—La declaración del niño, ¿coincidió con la de los mayores?

—Sí. El niño Gan alegó que cuando bailaba con los otros hombres en el bosque a medida que danzaba sentía que se iba metamorfoseando en una hiena. Traitering condenó a esos cuarenta criminales a la horca; su sentencia se ejecutó, y los cuarenta caníbales fueron colgados de las ramas de los árboles en los caminos que conducían a Monrovia. El único que se libró de ser ejecutado fue el niño Gan, debido a su corta edad: doce años.

"Cuando el juez Traitering me expuso sus escrúpulos, yo me manifesté de acuerdo con él. No era posible ahorcar a una criatura de doce años. Pero Traitering estaba personalmente interesado en el caso. Pensaba escribir un libro sobre costumbres de nuestros negros, de modo que condenó al niño a prisión perpetua. Pronto olvidamos todos a los cuarenta ahorcados. En este país hay demasiado trabajo para disponer de tiempo para pensar en muertos, y dos meses después de aquel suceso, estando yo una tarde en este barandal, mirando como mira usted al elefante de míster Marshall, bruscamente apareció el doctor Traitering.

"Creo haberle dicho a usted que el juez era un hombre alto y robusto, de ojos saltones y miembros pesados. Pero ahora, su pie, como un traje excesivamente holgado, colgaba sobre la agobiada percha de su osamenta. Me miró tristemente, como un gorila cuando se siente enfermo del pecho, y me dijo:

—Padre, tengo algo muy grave que conversar con usted.

"Quiero advertirle, doctor Denis, que el juez Traitering no era un hombre religioso ni mucho menos. Sin embargo, me di cuenta de que se trataba de un caso importante, y dejando de ocuparme del elefante de míster Marshall, hice sentar al juez donde está usted sentado, le ofrecí un vaso de aguardiente y me quedé callado, esperando su confidencia.

"Traitering lanzó un largo suspiro, pero permaneció en silencio. Yo no abrí la boca y volví a ocuparme de los chicos de míster Marshall, que jugaban en torno de las patas del elefante. Finalmente, el juez Traitering, después de lanzar otro suspiro, me dijo:

"—¿Se acuerda, padre, de los cuarenta ahorcados?

"Francamente, yo ya no me acordaba. Por eso le respondí un poco aturdidamente:

"—¿Qué pasa? ¿Han resucitado?

"Traitering sonriose débilmente:

"—Ojalá hubieran resucitado! ¿Recuerda usted, padre, que me aconsejó que indultara al niño?

"Efectivamente, yo no podía negar que le había aconsejado que indultara al pequeño Gan.

"—Sí, sí... ¿Qué es de ese huérfano?

"—Lo he asesinado ayer, padre.

"Me quedé mirando atónito al juez Traitering. ¡Había asesinado al niño!

"—¿Por qué ha hecho eso? —terminé por preguntarle—. ¿Por qué lo asesinó?

"—¡Ah, padre..., padre!... —Y el juez Traitering se echó a llorar como una criatura—. No se imagina usted la calidad de monstruo que era ese niño. Si le hubiera hecho ahorcar en compañía de los otros, no estaría yo aquí. No.

"A mí se me partía el alma de ver llorar a un hombrón tan recio. Traté de consolarlo, y le serví un vaso de aguardiente. (Aquí el padre aprovechó para servirse otro y llenarle el vaso al doctor Denis.)

"—¿Qué ha pasado? —le dije.

"Finalmente, el juez Traitering comenzó a relatarme su desgracia.

"—¡Santo nombre de Dios! Y después hay gente que duda de la existencia del demonio. He aquí lo que contó el infortunado:

"—Un mes después que hice ahorcar a los cuarenta antropófagos del rápido de Manba recordé que en la cárcel permanecía encerrado el niño Gan, y como disponía de tiempo resolví tomar apuntes respecto al proceso en que el niño declaraba sentir que se metamorfoseaba en hiena. Una tarde le hice traer a mi oficina. Un soldado me entregó al niño, y yo quedé solo con él en mi despacho

"—¿Estarás contento de haber salvado la piel? —le dije al chico en dialecto krus.

"El pequeño caníbal no contestó palabra.

"—¿No quisieras ahora un trozo de carne humana? —le pregunté.

"Gan continuó en silencio. Yo insistí:

"—Si me cuentas cómo hacías para convertirte en hiena te daré un trozo de carne de mandinga (los mandingas son recios enemigos de los kwesi) y una botella de aguardiente.

"Gan no abrió la boca Continuaba mirándome fijamente, y cuanto más él me miraba más simpatía experimentaba yo hacia él. Se iba formando un lazo de amistad secreta entre nosotros. Quizá por mis venas también circulara sangre de negro kwesi, pensé. Y entonces poniéndome de pie, me acerqué a Gan e intenté pasarle la mano por la cabeza; pero Gan se retiró velozmente, y encogiendo el labio superior se quedó mostrándome los dientes como una fiera que quiere morder. ¡Ah, padre! Yo no sé qué pasó en aquel momento por mí; recuerdo perfectamente que no sentí ningún desagrado por ese gesto bestial, sino que riéndome también yo fruncí los labios, mostrándole los dientes al caníbal. Entonces Gan apoyó las manos en el suelo y comenzó a andar ágilmente en cuatro pies rozándome las pantorrillas con el flanco; yo experimenté un sobresalto terrible, me precipité a la puerta, la cerré con llave, y apoyando las manos en el suelo, también me puse a caminar como una fiera. Y el niño lanzaba gruñidos y yo le imitaba y ambos parecíamos dos fieras que no se resuelven a reñir.

"—¿Es posible? —interrumpí asombrado.

"—¡Ah, padre! —Vaya, si es posible! Lo único que recuerdo es que en aquel momento experimenté un placer vertiginoso en degradar mi dignidad humana. Además, sentía un deseo tan violento de morder, que creo que hubiera terminado por despedazar a Gan. Él gruñía sordamente como una hiena acorralada. En aquel momento alguien llamó a la puerta. Gan corriendo siempre en cuatro pies, se ocultó detrás de mi escritorio; yo despaché al soldado que había traído al muchacho. La verdad es que en aquellos momentos sólo me animaba un propósito. Después que el soldado se hubo alejado, le dije a Gan:

"—Esta noche iremos al bosque.

"Gan movió la cabeza asintiendo.

"Entonces dejé al niño encerrado, me eché la llave al bolsillo y salí. Estaba afiebrado de impaciencia. Marché hacia el malecón, paseé por las orillas del lago; esperaba que la vista del agua y de las embarcaciones me calmarían, pero el cuadro de civilización del puerto me causó repulsión. Ansiaba vehementemente volver a la selva, convertirme en una bestia. Cuando la última luz de Krutown se hubo apagado, entré en el escritorio, tomé a Gan de una mano y lo hice subir a mi automóvil. Rápidamente dejamos atrás el cementerio de los krus, los cauchales. Finalmente llegué a un claro del bosque, oculté el automóvil bajo una cortina de lianas y dije a Gan:

"—Haz la hiena.

"Una luna llena iluminaba el camino; Gan apoyó las manos en el suelo, y yo lo imité. A poco de iniciado este juego comenzamos a gruñir, luego nos afilamos las uñas en el tronco de los árboles, hasta que, cansados, nos echamos en el polvo del camino. Juro, padre, que en aquel momento sentí que tenía cola. No hablábamos. "Sabíamos" que esperábamos a alguien. Nada más. Pero ese alguien no llegaba. La noche estaba muy avanzada, la selva se había poblado de mil ruidos, y no llegaba nadie, cuando de pronto escuchamos el silbido de un hombre, una sombra se movió en el camino, y cuando el hombre estuvo cerca de nosotros, Gan saltó sobre él, le tiró al suelo y le desgarró la garganta de un mordisco. Fue una escena vertiginosa, casi incomprensible... Dispénseme, padre, de narrarle lo que hicimos después. Yo me sentía tigre; al amanecer me sorprendí con mi conciencia de hombre vuelta a un cuerpo completamente manchado de sangre. Gan con la cara aplastada en la hojarasca, dormía su hartazgo espantoso.

"Desperté a Gan, nos lavamos en un arroyo y volvimos a Monrovia. Devolví el caníbal a la cárcel: yo estaba horrorizado de la experiencia, creía que sería la última; pero pocos días después la tentación se presentó tan enorme y dominante, que hice traer a Gan de la cárcel, aguardé la noche, y en su compañía nuevamente volví al bosque.

"Desde entonces mi vida ha sido un infierno. Remordimientos y crímenes. Finalmente me resolví. Ayer, en compañía de Gan, fui al bosque, y allí lo maté de un tiro. Y ahora estoy aquí, padre, para pedirle la absolución de mis pecados y el perdón, porque me mataré. Es necesario que aproveche este intervalo de lucidez para exterminarme, antes que vuelva la horrible tentación a lanzarme al bosque en busca de víctimas..."

El sacerdote negro calló, y Denis se quedó mirándolo.

Luego murmuró:

—¿Qué hizo usted, padre?

—Comprendí que el juez Traitering tenía razón de querer matarse. Él no quería destruir el hombre que llevaba en sí, sino a la fiera despierta en él. Lo confesé, le di la absolución y le dejé marcharse.
Algunas horas después, un muchacho del puerto trajo la noticia de que el juez Traitering se había ahogado.
Los dos hombres callaron. Los niños de míster Marshall habían dejado de jugar en torno de las patas del elefante. El sacerdote negro bebió su quinta copa de aguardiente de palma, y le dijo al flamante juez:

—Yo no le aconsejo que haga ejecutar al pequeño caníbal que usted tiene que juzgar, pero que esta historia le sirva para ponerse en guardia, que jamás bebió vino ni mordió carne.