a Eliana.
Un motivo,
una intención conscientes, ¡cuánto
del carácter imprevisible de la existencia traen detrás de sí! Vistos a la
distancia, pasado el tiempo –si es que éste pasa, es decir, si hay en el sujeto
en cuestión efectivamente un carácter—, ¡cuán poca cosa parecen en proporción
con lo que, sin embargo, esos mismos motivos, intenciones personales precipitan –incluyendo lo terrible, la fatalidad.
¿No es una
paradoja?
Ojos
retorcidos asentando en dos los múltiples planos en síntesis cubista no-
figurativa: amarillo, verde, rojo, todo tapizado de estrellas en trazos negros
al estilo español, y otra vez esos ojos como emergiendo a través de todo
aquello –mirando. El cuadro de Picasso, “Retrato de Dora Maar” (1941), falseando
todo el entorno parecía también ejercer su influencia en la mente de aquel que
le hablaba en sus pensamientos, el museo de arte contemporáneo Sofía Ímber en
todo su tono blanco de pisos y paredes era en ese momento Caracas. En un solo hilo, como si proviniera de
algún lugar lejano, oí tu voz y me volví hacia ti, mi mente inundada por el
solapamiento óptico del retrato, y te miré, estabas a mi lado, el retrato en
ese cuadro superponiéndose con sus bastos trazos a tu rostro que se deshacía, a
su vez, en facetas aisladas en sí mismas, el museo diluyéndose a tus espaldas,
“¡Qué bella!”, pensé al notar que los distintos planos de tus facciones tendían
a unirse otra vez en un todo, hasta que le tocó el turno a tus ojos en mi
visión –una punzada de dolor, un “¿y ahora a dónde iremos?, sé que te voy a
perder, te diluirás en la ciudad que en este preciso momento, a medida que tu
cuerpo y tu rostro cobran concreción y su unidad original, se descompone en
múltiples fases y perspectivas, caprichosa, se desintegra allá afuera, tras el
museo”.
Mi turbación
se tradujo en sonrisa de folletín hacia ti, Bubrig, bajo la mirada de espejo
roto del retrato que daba así la prueba de su verdad.
**
En esa
ciudad, si aparte de una vivienda no se “tiene” además un abasto o una panadería
a una o dos calles de distancia y a los que se vaya casi a diario, entonces no
se puede ir a ninguna parte, a ningún lugar –quizás vaya el cuerpo, pero queda
el alma atrás–: este eje vivienda-abasto o panadería, que difiere del caso
vivienda-trabajo u oficina, determina un perímetro que se puede conocer,
transitar en la sosegante y fértil duración. Este hecho es en realidad cierto
para todas las ciudades modernas, al menos será muy pronto su destino; es sólo
que se vivencia mejor, se ve como a través de un lente de aumento en las
ciudades de América. Caracas, sin embargo, es el colmo en este sentido, allí
todas las construcciones, sean cuales sean –un edificio, un hospital, una
librería, un ministerio u oficina pública (a éstas es mejor incluso no poder llegar)–, quizás tengan, en
efecto, una entrada o una puerta, sí, pero no tienen camino alguno que converja
en ellas. La pose alcanza alturas
hilarantes en esa ciudad en que nada parece crecer propiamente de su suelo en
materia urbanística, sino que todo está como puesto allí artificialmente y
desde afuera –esto mismo decía aquel portentoso legislador desde las alturas de
Sils Maria en la Alta Engadina acerca de las ciudades y localidades alemanas,
ya desde la segunda mitad del siglo XIX—, para que tarde o temprano el viento
haga una fiesta con ello y se lo lleve. Como nada es afín, la lógica de
contigüidad suprimida, cada cosa está en su
propio plano, aislada, parcial, tal como ocurría con el cuadro de Picasso,
cada construcción o edificio está desconectado del otro de un modo fatal,
perturbador, casi doloroso –los sentidos y el entendimiento sufren. Pero lo más
curioso es que el efecto de todo ello a
distancia conforma su seducción.
Esta
constitución urbana que aplica en general para toda la república es perfecta
para publicistas, políticos, agentes de viaje y para cualquier índole de
tenderos (el político y el hombre de Estado actual son tan solo un tipo
particular de aquellos), a quienes podemos señalar cabalmente de “kafkianos”
por su falta de escrúpulos en guiar y dar direcciones hacia la nada, y que
tengan su intención puesta en explotar para su lucro el territorio, la
naturaleza o las curiosidades culturales que haya en él, a través de
fotografías para afiches publicitarios o revistas, películas, videos para cine
o TV, o mediante la sola palabra: los lugares son extraídos y puestos ante el
espectador bajo los supuestos de contigüidad, realidad y existencia, tan
variados, disímiles, imposibles, tal
que juntos conforman de entrada un mosaico para el exotismo y lo extremadamente
pintoresco –pero esto no es todo: la síntesis cubista se produce finalmente en
la mente del espectador: se puede decir sin reparos que esos lugares no
existen; existe en cambio Comala.
Si usted
decide ir a un banco para ejecutar alguna transacción acabará en una librería,
por ejemplo, si es que llega a alguna parte; el motivo inicial lo habrá llevado
a través de caminos torcidos y un sinnúmero de vueltas a un destino
insospechado y aleatorio, en este caso prácticamente absurdo, dada la intención
inicial. A usted le agradan los libros –aunque cada vez menos, eso sí–, y si
llegaran a permitírselo su frustración y el poco dinero que le quedara a causa
del inesperado periplo incluso comprará uno, para bien o para mal; el problema
radicaría en que, en lugar de una librería, llegase a parar en una tienda de
tornillos. “¿Y qué era eso tan indispensable que iba yo a hacer al banco?”,
pensará, este último apareciendo como una entelequia lejana en el pensamiento.
Al arribar a casa releerá el título del libro que compró: El castillo de Franz Kafka.
Cierta
persona me contaba que hay períodos largos, asimismo, de 3 a 4 meses, en que
una extraña fusión toma lugar –el hospital, la librería, el banco, la variedad
de destinos arbitrarios, daimónicos, antagónicos en relación con la plana y
útil intención consciente, troca por una insidiosa recurrencia: sin importar el
destino previamente escogido, en ese período se llega sólo a iglesias. Lo siguiente fue lo que le
sucedió la última vez que, por no dejar, penetró en una de esas imposiciones.
“Bajo la
inconcebible bóveda, la nave de la estructura alargándose a mi izquierda en
inquietante paridad de medida que a mi derecha; doble, una voz en ambas
direcciones se prolongaba:
“—Y tú,
¿quién eres?
“Lateral, de
la nada aparecía el confesionario cuya puerta se abría en ese instante y
expulsaba a un sacerdote; a la distancia, yo lograba leer sus labios en el
lento, claro y silente esbozo –Y tú, ¿…? Del otro lado del sombrío cubículo
escapaba el confeso en un estado de conciencia que el sentimiento traducía a la
imagen de una bandada de murciélagos en vuelo.”
**
Años después
de aquella escena ante el “Retrato de Dora Maar”, volví al museo de arte
contemporáneo –no recuerdo qué camino seguí para llegar a él—, y frente a la
puerta me encontré conque estaba cerrado. Aquel cartelito colgado en la puerta
–“Cerrado”–, oblicuo, cambiaba de manera insidiosa en mi mente su inscripción:
“Imposibilidad”. El lugar lucía asolado, mucha gente, en cambio, yendo y
viniendo en los alrededores; al darme la vuelta tropecé levemente. Noté hacia
el lado derecho otra puerta, pintada de negro; quizás depósito de las obras
pictóricas y de las esculturas en tránsito. Una viga de madera atravesada dos
metros por encima de mí, diagonal, posaba su extremo inferior entre el suelo y
la puerta de negro. Todo ello tenía el aspecto de la trastienda de un teatro,
un teatro de máscaras. Más tarde supe que un Matisse, “Odalisca con pantalón
rojo” –cuadro en que el artista capta el momento justo en que la mujer
retratada parece llevar veladamente a cabo el movimiento propio de quitarse un
pantalón, sentada con las piernas recogidas, el pecho ya desnudo y la mirada
fija en el espectador–, había sido robado.
Aquella vez la habíamos visto antes de ver el cuadro de Picasso. Pero la cosa
no paraba allí, la mistificación se prolongaba más al fondo como una reacción
química que, una vez disparada, tenía que terminar: me enteré de que muchas de
las obras pertenecientes a la colección del museo, probablemente también el
Picasso que constituía el motivo por el que yo había querido volver a
visitarlo, habían estado hacía tiempo en “restauración”, fuera de exposición.
Pero tampoco paraba allí el asunto –la reacción progresaba invariablemente.
Supe también que parte de la
colección había sido mudada arbitrariamente a otro museo; no podía saber, por
tanto, qué parte permanecía en él. Yo había visto ese otro museo una vez desde
la calle, sin que hubiera despertado en mí ningún deseo de acercarme ni de
conocerlo en su interior: era un coloso de edificio, una mezcla de estilos
arquitectónicos que, junto con el contexto, es decir, el lugar donde estaba emplazado –un enorme terraplén que remataba en
un abismo que se extendía por uno de sus flancos y doblaba por la parte
trasera; en la otra orilla de esta hondonada de tierra baldía se extendía nada
menos que un mercado de las pulgas–. Aunado a todo ello, una fachada demasiado
pequeña en relación con las proporciones de la edificación en su conjunto daba
por resultado que fuera prácticamente inaccesible por invisible.
—¡Cómo!
Sí, a pesar
de su tamaño; daba la impresión de estar escondido, resultaba absurdo, extraviado –de hecho surgía la pregunta,
susurrada en el pensamiento: ¿en verdad existe? o ¿existe en la realidad? Todo ello producía un “no-efecto” inicial de
dispersión nihilista que la persona ante quien se erguía experimentaba casi
físicamente a nivel motriz; una especie de síncope respiratorio me prohibió
seguir el curso de mis pensamientos que amenazaban con representar el
intrincado desvarío de galerías en su interior, probablemente distribuidas en
cuántos pisos, aéreos o subterráneos, sótanos como catacumbas, corredores,
puntos y estancias muertos… Es apenas ahora, mientras escribo, que puedo
hacerlo. Luego el vértigo, una sensación de desorientación inquietante. El efecto, no obstante, apareció
finalmente: vi emerger ante mis ojos, justo detrás de aquella edificación la
síntesis “cubista”, la imagen totalizadora de toda aquella dispersividad que se
erguía aún más grande y fantasmal: era el
castillo.
Aquella vez,
media hora antes de la experiencia con el cuadro de Picasso, había hecho notar,
bajo la mirada de la “Odalisca con pantalón rojo”, su gesto de despojarse de la
prenda, muy sutilmente sugerido en el retrato; y al descubrirlo, gracias a mí,
mi amiga había quedado fascinada. Esa noche reprodujo la citada secuencia del
cuadro en la alcoba –la odalisca cobró vida para mí. Ahora puedo revelar que mi
segunda intención, inconsciente sólo
por inconfesable e ilógica, al querer volver años después al museo de arte
contemporáneo había sido el “encontrarla” a ella. Pero tal como profetizara el
“Retrato de Dora Maar” a su manera de retorcidos signos y gestos, mi amiga, al
igual que la “Odalisca con pantalón rojo”, habría sido robada. ¡Era la ciudad
que la tenía!, a ella, hecha pedazos,
cuyos rasgos diseminados en sus propios planos, ángulos y perspectivas aislados solían aparecérseme
desperdigados, de pronto, al doblar una esquina, en una tienda de sombreros,
aquí y allá, en un café, en un banco de piedra en la plaza o a bordo de un auto
en movimiento, desintegrada para jamás unirse de nuevo en la síntesis que ella
era y que yo había podido ver en
símbolo esa vez ante el cuadro de Picasso.
“¡Qué bella!”
el escritor venezolano Kevork Topalian |
—¿No?
Bien, aunque
en este último caso resulte un poco más problemático el asunto –yo sabía que
era imposible encontrarla a ella. ¿Y
cómo iba a ser suficiente el querer ir por el solo hecho de recordarla, cosa
que resultaría pobre, opresiva? Así pues, tomando en cuenta lo relatado, la
experiencia global, todo lo constatado,
aquello que yo había ido a buscar en mi retorno, ¿no era acaso –la vida?
Fin.
Quisiera saber quien pintó el cuadro que aparece al inicio de la publicación, por favor.
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