Monday, February 15, 2016

novela: “Nunca más Lili Marleen” de David Alizo (1940-2008)

—por Alberto Hernández—

“Los dioses
enloquecen a aquellos
que quieren destruir”
—Eurípides—

“En los anales de la locura humana hay un hombre que destaca: Adolf Hitler. Hitler quiso exterminar a una raza por el mero hecho de existir y con ello ofreció un nuevo ejemplo de locura: “el hombre se define por aquello que lo hace inhumano”. Su megalomanía terminó en un funeral vikingo. A las 3:30 de la tarde del 30 de abril de 1945, cuando las tropas rusas estaban a punto de entrar en su último reducto, se metió el cañón de una pistola en la boca y disparó el gatillo. Su cuerpo fue regado con gasolina e incinerado junto con el de su flamante esposa, Eva Braun. Nunca se encontraron sus huesos”.
(Erik Durschmied: “En las entrañas de la revolución”).

“En abril en 1947 una dama de origen judío paseaba por el centro de Caracas cuando de pronto sufrió un desmayo, personas que por allí transitaban acudieron presurosas en su ayuda, al recuperar el conocimiento le preguntaron qué había sucedido y ella muy nerviosa mostró una de sus manos a la que le faltaban varios dedos, explicó que acababa de ver pasar a su lado al funcionarios nazi que le había mutilado en un campo de concentración. Lamentablemente, al volver en sí el sujeto había desaparecido entre la multitud y todo el hecho quedó en curiosa anécdota para compartir en el café de la tarde”.
(cronicasdeltanato.wordpress.com/la-invasión-nazi-a-venezuela).

1.—
La sombra del terror se estira sobre una calle de un pueblo trujillano. La silueta de un nazi se hace centro en el silencio de la Mesa de Esnujaque, mientras el silencio de la noche simboliza la tragedia de quien un día llegó desde Alemania a esconderse de sus crímenes.

La portada de la novela “Nunca más Lili Marleen”, del escritor venezolano David Alizo (1940-2008), publicada por Bruguera, Caracas, agosto 2012, empuja al lector a imaginar lo que contiene el libro de 542 páginas. Y, en efecto, la sola proyección de la sombra del militar —con la svástica en uno de sus brazos— rodeada de las humildes casas andinas, es toda una revelación: Myriam Luque, diseñadora de la mencionada portada, logra su cometido: la tapa del libro inicia al lector, lo interroga, lo preocupa, lo confronta: agitado por el deseo de entrar en la historia, tiene en la densidad de la imagen un referente impulsivo, un indicio que se convierte en una metáfora que avisa de dos tiempos, los que construyen el tejido de la tragedia una vez desplazada esa primera impresión.

La sola presencia de esa sombra, iluminada por el mismo cenital que vigilaba los campos de concentración nazis, da cuenta de un misterio, de la develación de tramas y subtramas ubicadas en dos espacios y en dos tiempos, tan distantes como cercanos.

Las dos historias, que son una sola por su raíz, ofrecen —en los epígrafes usados por el autor— pistas en la lectura. Uno de ellos destaca: “Que el hombre moderno pudiese convertirse en nazi: ésta es la esfinge que desafía a todo moralista y psicólogo de nuestro tiempo” (Harold Rosenberg).

Un hombre antes y un hombre después: dos sujetos en uno: Martin Fuchs y Helmut Braune. El nazi de Dresde y la máscara que apareció en Valera en la apariencia de un ciudadano común alemán. Dos sujetos en uno: dos historias en una. La historia del ser humano. La historia de una cobardía. La de un gran crimen. La de una matanza simbolizada en un sujeto que pasaba como una curiosidad en un pequeño pueblo andino venezolano. Una figura abortada por una hipérbole, por la desmesura del odio racial. Un hombre para una lectura, que fue parte de un genocidio.

Un hombre fichado por el silencio de la sospecha.

Un hombre marcado por la culpa desde el ojo de otro que logró ubicarlo, sacarlo del tiempo de su actualidad y regresarlo al de sus crímenes.

2.—
¿Cómo nos lee “Nunca más Lili Marleen”? ¿Cómo somos luego de pasar por sus páginas, de ser parte de cada una las historias que ocurren en ellas? Páginas que recibieron el temblor de un eco transformado en esta excelente novela del fallecido escritor valerano David Alizo, quien desapareció tres meses después de haber sido editada.

La novela se recorre en ocho “Memorias”, acopio de notas que el mismo narrador confiesa llevar a saltos hasta unir las piezas que le dan cuerpo al volumen.

¿Cómo nos lee David Alizo? Una novela es la lectura que se hace de un lector. Y desde ella, desde esta novela, somos lectura de cada una de las instancias, acciones y silencios que por ella ambulan.

En una conversación entre Milan Kundera y Philip Roh, el primero afirmó: “El totalitarismo no es sólo el infierno, sino también el sueño del paraíso”. Desde esta formulación se puede leer la obra de Alizo. A través del peregrinar de su extensión se elabora una lectura en la que quien la hace se extravía en el dolor de los personajes, ecos y gritos desconocidos; silencios y quejidos con nombres, fechas y lugares; traiciones, delaciones y lealtades. Infierno para quienes se quemaron y se convirtieron en ceniza. Paraíso para los que creyeron en la eternidad de un régimen. Pero luego inmortalidad para esos desaparecidos en los crematorios e infierno para los perseguidos por el brazo de la justicia. Infierno y paraíso. Eso fue el nazismo. Ese fue Martin Fuchs en Alemania. Ese fue Helmut Braune en Valera, en la Mesa de Esnujaque, en la narrativa de Luciano: la voz que narra, la voz que desbroza el misterio.

el escritor venezolano David Alizo
3.—
Martin Fuchs fue oficial, primero de la SA y luego de la SS, muy próximo a la Gestapo. Fue un perseguidor de judíos, pero también un acosador de alemanes que no comulgaban con sus locuras, un asesino serial que se afincó en algunos nombres para borrarlos para siempre del mapa controlado por el Führer con el objetivo de cumplir con la “misión de lucha por la victoria del hombre ario”. Fuchs espió, persiguió, fichó e hizo asesinar a mujeres que estuvieron cerca de él o que no estaban de acuerdo con sus ideas raciales o no conciliaban con su manera violenta de ser: Else Graf, Margarita Blume, Kristina Flohr. Y la rica trujillana, su nueva esposa, Berta Victoria, con quien vivió el silencio, el secreto, hasta que fue descubierto y por esa razón asesinó a Cornelia Bachmeier (una criolla quien había heredado el apellido de la dueña del Hotel Europa, Emilia Bachmeier) informante de Luciano y de su amigo Alejandro, encargados de armar el rompecabezas para atrapar a quien en su país de origen se consideraba un intocable.

4.—
Caído el imperio nazi, Martin Fuchs huyó de Alemania ayudado por la organización ODESSA (Organisation der SS-Angehörigen), una agrupación que se encargó de colocar en diversas partes del globo a los miembros de la SS perseguidos por genocidio. A América Latina llegaron muchos de esos criminales, y en Venezuela se regaron por todo el territorio nacional. Pero Fuchs, quien entró con el nombre de Helmut Braune, arribó a Valera, estado Trujillo, en 1947, donde tiempo después casó con Berta Victoria, quien luego de unos años en la capital de Trujillo se estableció con su marido en una finca en la Mesa de Esnujaque, donde Braune desarrollaba sus aficiones: construir un molino para producir electricidad y reunirse a escondidas de su mujer y de otros posibles metiches con otros nazis en un espacio separado de la casa principal de la hacienda.

El curioso niño Luciano conoció al alemán. Su talante lo llevó a encontrarse con una revista donde aparecía un militar muy parecido a Helmut Fuchs. Con esa publicación ocurrieron muchos relatos que forman parte de uno de los núcleos de la obra, porque la novela, un mosaico de situaciones, tiene carácter de narrativa total: historia, geografía, relatos de vida, viajes…un entramado en el que se hilan todos esos tópicos. Dos tiempos, dos hombres, como decía al comienzo.

Cornelia es la cómplice en este episodio de la revista. Llevada adelante la indagación, tanto Luciano como Alejandro se ponen en contacto con un personaje, un judío que vive en Caracas, y a través de él con el Mossad y con el arquitecto Simon Wiesenthal, también víctima de los campos de concentración, y quien una vez libre creó una fundación con su nombre para dar con el paradero de los genocidas alemanes y de otras nacionalidades que colaboraron con Hitler.

Pero no sólo la revista, las fotografías que se recopilaron para identificarlo. También estaban los testimonios de un personaje bastante singular, Raúl Gilmas, habitante de Valera y amigo de Braune. Aficionado al cine, hizo varias tomas del sujeto y las puso a la orden de quienes estuvieron tras la pista del asesino.

En su huida, luego de asesinar a Cornelia, quien lo espió y supo de su secreto, Braune se dirigió a Caracas. Se hospedó en el Hotel Libertad, pero “(unos delincuentes que habían burlado la seguridad del hotel, le dieron muerte en su propia habitación, después de someterlo a terribles torturas con propósitos que la policía todavía no ha logrado desentrañar)”.

Aquí termina la historia. Un relato con muchas aristas. Una novela que también es parte de la historia de Venezuela.

5.—
Un rato antes: ¿Cómo nos lee “Nunca más Lili Marleen?”. La novela se desencadena en el lector. El lector pasa a ser un engranaje, es engranado. El lector es un eslabón, porque “El relato a partir de entonces se dirige al cuerpo del lector que es puesto en escena por las cosas” (Derrida). En este caso, por los hechos y por los personajes. Es decir, el lector forma parte de una conspiración. Quien cuenta —el narrador, que se niega y luego se afirma parte del relato— se cuenta. Luciano es la voz del autor, toda vez que el narrador da testimonio de que se trata de una autobiografía. Podemos decir, entonces, que esta novela se lee para ella en lugar de desde ella. Es una novela cuya totalidad envuelve a un lector apegado a los asuntos que se debaten en su narrativa. 

“El deseo de compartir la historia de Helmut Braune con unos posibles lectores futuros, es —insisto— el motivo de estas Memorias, en las que de paso se cuentan también ciertos aspectos inevitables de mi vida personal. No se trata de una crónica, aunque se narran acontecimientos exteriores, y tampoco es una autobiografía, a pesar de los sucesos íntimos a los que he hecho y haré referencia en los sucesivos comentarios” (p. 275).

Un poco más adelante, destaca “las referencias sobre sucesos que son hitos históricos del país” (p. 275), y así, de nuevo:

“Crónica y autobiografía al mismo tiempo, la madeja de hilo delgado se va devanando poco a poco…” (276). Es decir, este narrador se mueve con el lector, teoriza con él, camina a su lado, lo lleva, destaca que puede salirse de la historia y relatarse él mismo. Ser él mismo.

Se trata de varias “superficies”. Ésta es una de ellas, el carácter “histórico” personal y nacional de la novela.

Leída desde ella “es” varias novelas porque está elaborada con un relato que se multiplica. Se disemina. Pese a ser una narración cuya densidad no perturbaría a un lector poco avezado, contiene varias lecturas.

6.—
Uno de los tópicos que va más allá del caso Helmut Braune y de los nazis en Venezuela, se refiere a la presencia de los judíos en el territorio nacional.

En la Sexta Memoria, el narrador da a conocer parte de un artículo publicado en La Esfera, el 23 de febrero de 1939, por el escritor Rufino Blanco Fombona:

“Días atrás contemplé en el Palacio de Miraflores un espectáculo a primera vista trivial: comisión de varias personas, hombres, mujeres y niños a quienes daba audiencia y despachaba con frases de cajón uno de los altos empleados de la Secretaría presidencial. Pregunté quiénes eran. Cuando lo supe empezó el cuadro a parecerme interesante hasta cobrar poco a poco, el máximo patetismo. Eran judíos de los echados de Alemania por Hitler. Andaban errantes por el mundo. Venezuela sólo concedía a algunos de ellos hospitalidad breve por treinta días…Venezuela es un pueblo liberal sin prejuicios de raza ni religión; y los judíos, entre nosotros se conducen tan venezolanamente como los mejores venezolanos…¿Por qué vamos a tener nosotros aquí los mismos prejuicios y los mismos odios que las viejas naciones de Europa?”. (p.362)

Eran los días del gobierno de López Contreras, quien se puso difícil ante la petición de asilo de estos seres humanos provenientes de Alemania en el barco Caribia. Los personajes, en su afán por investigarlo todo, dieron con el recorte de prensa e indagaron todo lo relacionado con los judíos castigados terriblemente por el nazismo. Si no conseguían asilo, los devolverían al infierno alemán donde serían incinerados. Finalmente, luego de varios intentos, fueron recibidos y celebrados por los nativos del país. Eran 165 personas que se asentaron en Venezuela y dejaron descendientes. Muchos son los apellidos que aún suenan en los oídos de esta tierra:

“—El Presidente nos concedió la audiencia y en Miraflores nos recibió el secretario. Él entró a hablar con López y cuando salió nos dijo con una gran sonrisa que ya se había dado la orden de asilo”, dijo Moisés Kronh, un judío que ya vivía en estas tierras.

Otro tema que aparece en la novela es la de los nazis en el país como organización: según el relato, en el año 1962 se fundó “un partido llamado Movimiento Social Nacionalista, dirigido por el médico Alejandro Azpurua. Eran unos jóvenes identificados con Mussolini, llevaban camisas negras y hacían el saludo romano. Decían que tenían vínculos ideológicos con el fascismo, el falangismo de José Antonio, el nazismo y el justicialismo argentino”. (p. 484).

La relación de la Alemania de Hitler con la URSS también forma parte de la preocupación de nuestro autor.

“Al parecer, en Berlín y Moscú se estaban dando pasos para un acercamiento entre la Alemania nazi y la Unión Soviética comunista, para limar la suspicacia que las dos partes se tenían, pero en el fondo era una desconfianza sometida al mismo tiempo a un enorme poder de atracción”.

Narrador y personajes concluyen que tanto Alemania como la URSS eran muy parecidas en sus procederes ideológicos: vigilaban, acosaban, apresaban, fusilaban, desterraban, marcaban racialmente, etc.

7.—
La abundancia de materiales admite curiosidades. La referencia que hace un personaje del poeta venezolano Ramos Sucre, así como de lugares donde se reunían los jóvenes escritores, artistas e intelectuales en la década de los sesenta en sabana Grande:

“—¡Venezuela! —exclamó la señora Conceta.

El nombre de Venezuela le removió un recuerdo (…) Ella tenía entonces treinta y cinco años, trabajaba como enfermera del Sanatorio Stephanie en la sección de psicosis, donde llegó el poeta aquejado de insomnio, melancolía y con ideas suicidas…” (p. 526-527).

Un guiño del autor relacionado con su conocimiento y participación en los grupos literarios de la época como el de la República del Este: un espacio donde se construyó parte de una utopía, la de una “épica” que rozó la locura creativa, pero también una emoción que se convirtió en literatura y arte.

“En alguna parte debo tener una fotografía desteñida, tomada por Garrido en los primeros años de los sesenta. Es la foto elocuente de aquel café-bar, El Viñedo, en la cual se ve, además de nuestro grupo, los poetas del Techo de la Ballena en otra mesa, y de pie, sonriente, el mesonero canario que nos atendía con preferencia. Mirando la fotografía le parece a uno escuchar las voces y el tráfico urbano. Revivo a los amigos por el eco de sus palabras y renacen las conversaciones de entonces: política, literatura, cine, etc.” (p. 205)

Menciona a Rodolfo (¿Izaguirre?), los bares y cafés Tic-Tac, El Gato Pescador, City, BQ y Paprika. El conocido Triángulo de las Bermudas. Igual se pasea por las librerías Suma, Ulises, Cruz del Sur, Politécnica.

“Las invité a cenar y las llevé al restaurante italiano Vecchio Mulino, donde conversamos hasta tarde. Kristina, impaciente, abrió su cartera y me mostró una fotografía de Martin Fuchs”. (p. 478) 

8.—
El riguroso trabajo acometido por David Alizo desemboca también en un estudio de la neo-lengua, tema estudiado en tesis sobre ideología y desarrollados por ensayistas y novelistas como Hannah Arendt, George Orwell, Milosz, Eco, entre otros tantos.

“—La idea es el lenguaje como instrumento de dominación- dijo el profesor Klemperer (…) El lenguaje está lleno de referencias valorativas. Al principio fue un lenguaje del Partido, pero ahora se está convirtiendo en la lengua de todos (…) El nazismo entra hasta la médula de las masas a través de palabras aisladas, de expresiones, de formas sintácticas que se imponen repitiéndolas millones de veces y que son adoptadas de forma mecánica e inconsciente (…) Hay una frase de Talleyrand según la cual el lenguaje sirve para ocultar los pensamientos del diplomático. El lenguaje muestra lo que una persona quiere esconder, incluso lo que lleva inconscientemente. Por el estilo del lenguaje se vislumbra la verdad o la mentira”. (p. 314-315)

Otro tópico que permite visualizar el propósito de la novela de Alizo está relacionada con el arte, tanto el que se hacía en Alemania como el que se hacía en la URSS.

Así:
“Después la conversación se encauzó en tono discreto alrededor de las manifestaciones artísticas en el Tercer Reich.

—Se trata de atacar la creación particular y colectivizar el arte —dijo el profesor Hafmann, un hombre pálido, de con textura maciza, que hablaba con gravedad profesoral (…)

—El arte debe adoptar el gusto medio, el realismo estereotipado, que entiende la masa —dijo el estudiante de filosofía Gustav Kleiss (…)

—¡Cualquier forma liberal es peligrosa! —dijo con énfasis Hafmann. Como todo, el arte también debe tener una utilidad inmediata. No se les olvide que para Hitler, cubistas, futuristas, dadaístas, etc., son los pervertidores del arte, los que, en el plano cultural, completan la destrucción política”. (p. 343).

9.—
Mucho se puede extraer de estas lecturas. Dos aspectos, uno relevante y otro curioso, colocan al lector frente a la palabra “ario” y su definición y al nombre femenino que forma parte del título de la novela: Lili Marleen.

Sobre el primero de estos dos tópicos, la voz interior de Martin Fuchs:

“Tomó un trago y se hizo otra pregunta: ¿Quiénes son los arios? Según lo que ya sabía, la raza aria se originaba en los nobles de un antiguo pueblo de superhombres de Alemania y Escandinavia, que habitaron una isla desaparecida llamada Thule. Sus descendientes eran los grupos germánicos. Los antropólogos alemanes decían que el idioma primitivo indoeuropeo se llamaba “ario”, y los que lo hablaban eran los “arios”. Pero según el Reichführer SS Heinrich Himmler, el origen de la raza aria se podía encontrar en las regiones nórdicas asiáticas, donde habían estado unos seres superiores. Para él, la raza aria tenía un origen y un carácter divino…” (p. 392-393).

***

La lectura de esta novela de David Alizo constituye uno de los registros literarios más importantes de los últimos años en Venezuela. Su lectura nos obliga a revisar y a revisarnos. A vernos en el pasado y en este presente que nos agobia. Hay matices, detalles, grises que pasan frente a nuestros ojos fijados en la Venezuela de hoy, semejantes a algunos eventos que ocurrieron en aquel pasado europeo.

El desarrollo de la realidad tiene también acomodo en la ficción. O la ficción es un registro donde la realidad es tan terrible que quien entra en ella termina siendo un fantasma que escucha la voz de aquella canción: Lili Marleen, interpretada por Lale Andersen (cuyo nombre real era Lieselotte Bunnenberg), escrita por Hans Leip y compuesta por Norbert Schultze, mencionada nueve veces en las páginas de esta monumental novela. Canción que era obligada colocarla en las radios alemanas por órdenes del doctor Goebbels.

***

Ojalá más lectores puedan acercarse a ella y leerla, hacerla suya. Allí estamos, los que nos leemos y los que nos borramos aupados por la temeridad o por la cobardía. Una novela humana, tan humana que perturba.

Lili Marleen sigue sonando en muchos recintos donde la sombra de la muerte construye su propia historia.







Monday, February 8, 2016

Sharaya (cuento completo) de Álvaro Mutis (1923-2013) Colombia


Sharaya, el Santón de Jandripur, permanecía desde tiempos muy lejanos sentado a la orilla de la carretera, a la salida de la aldea. Allí recibía las escasas limosnas y las cada vez más raras oraciones de los aldeanos. Su cuerpo se había cubierto de una costra gris y su pelo colgaba en grasientas greñas por las que caminaban los insectos. Sus huesos, forrados por la piel, formaban ángulos oscuros e imposibles que daban a la inmóvil figura un aire pétreo y estatuario que en mucho contribuyera al olvido en que lo tenían las gentes del lugar. Sólo los viejos recordaban aún, entre la niebla de sus mocedades, la llegada del esbelto Santón, entonces con cierto aire mundano y dueño de una locuacidad en materias religiosas que fue perdiendo a medida que ganaba mayores y más vastos dominios en su tarea de meditación al pie del camino.

A pesar del poco o ningún caso que le hacían ahora los habitantes de la aldea, y tal vez gracias a ello, Sharaya era un atento observador de la vida circundante y conocía como pocos las intrincadas y mezquinas historias que se tejían y borraban en el pueblo al paso de los años.

Sus ojos adquirieron una dulce fijeza de bestia doméstica que las gentes confundían con la mansedumbre de la imbecilidad y que los prudentes reconocían como reveladora de la luminosa y total percepción de los más hondos secretos del ser.

Tal era Sharaya, el Santón de Jandripur en el Distrito de Lahore.

La noche que antecedió a su último día fue una noche de lluvia y el río bajó de las montañas crecido, bramando como una bestia enferma, pero de inagotable energía.

Gruesas gotas han resbalado toda la noche sobre la piel del parasol que instalaron las mujeres cuando la gran sequía. Golpea la lluvia como un aviso, como una señal preparada en otro mundo. Nunca había sonado así sobre el tenso pellejo de antílope. Algo me dice y algo en mí ha entendido el insistente mensaje. Se ha formado un gran charco, con el agua que escurre por la blanda cúpula que cree protegerme. Muy pronto se secará porque se acerca una jornada de calor. Comienza el vaho a subir de la tierra y las serpientes a esconderse en sus nidos anegados. En lo alto una cometa sube en torpes cabezadas. Amarilla. Un canto de mujer asciende a purificar la mañana como un lienzo de olvido. Uno sostiene el hilo, el otro me mira largamente y con sorpresa. Me descubre, entro en su infancia. Soy un hito y nazco a una nueva vida. En sus ojos miedo, miedo y compasión. No sabe si soy bestia u hombre. Con un pequeño bambú me busca el dolor y no lo encuentra. Corre hacia el otro, que lo aleja sin volver a mirarme. El Santón de Jandripur. Hace mucho tiempo. Ahora otra cosa y muchas cosas: un Santón, entre ellas. La vastedad de mis dominios se ha extendido hasta el curvo horizonte sin principio ni fin. Vuelve. Extiende su mano hasta tocarme, sin el bastoncillo que lo protegía. Lejano como una estrella o tan cerca como algo que sueño. Es igual. Lo llama su compañero. Cae la cometa, lentamente, buscando su muerte, naciendo. Los árboles la ocultan. Cae al río donde la espera un largo viaje hasta cuando se deslía el papel. Entonces, el esqueleto irá hasta el mar y allí bajará a las profundidades. A su alrededor reconstruirán los corales y las ostras la sólida sombra de su antigua forma y en ella dejarán los peces sus huevos y los cangrejos taparán a sus crías con arena. Irán a morir allí las grandes mantas y sobre sus cadáveres los peces fosforescentes cavarán sus madrigueras de blanda materia en transformación. Un pequeño desorden se hará al paso de las corrientes submarinas y muchos siglos después el breve remolino surgirá a la superficie y luego todo volverá a ser como antes. Un tiempo sin cauce como un grito sin voz en el blanco vacío de la nada. Le llaman vida, presos en sus propias fronteras ilusorias. La mañana se anuncia con este camión. Dos más. Anoche pasaron varios.
Soldados de las montañas. Cabecean trasnochados, sostenidos en sus fusiles. No pasa. Se atasca en el lodo de la orilla. El motor gira locamente, ruge con furia, se detienen, vuelve a gemir. Cortan ramas. Vienen otros. Tanques; siete. Lo empujan. Pasa. Gritos. Pobres gritos de rabia contra el agua, contra el barro. Ahora cantan. Cantan el desastre, cantan su sangre, sus mujeres, sus hijos, cantan sus vacas esqueléticas. La gran madre paridora. Mueren de muerte de vida de soldado obediente a la tumba. Campesinos, tejedores, herreros, actores, acólitos del templo, estudiantes, letrados, ladrones, hijos de funcionarios, hombres de las máquinas, hombres del arroz, hombres de los caminos. Se llaman igual, sus rostros son iguales, su muerte es la misma. Desde lejos viene el silencio como una gran red de otro mundo. Los insectos comienzan a despertar. Era una serpiente entre las hojas. La misma, tal vez, que pasó anoche por entre mis piernas. Agua y sangre en frías escamas articuladas. La madre de todos recorre sus dominios, y de sus viejos colmillos mana la leche letal de los milenios. Los deudos venían a menudo para preguntarme la razón de su duelo, mientras el humo de la pira alzaba su sucia tienda en el cielo. Pero ya entonces hacía mucho tiempo que la palabra me fuera inútil y nada hubiera podido decirles. De todas maneras ya lo sabían, pero en otra forma, como sabe la sangre su camino, ciegamente, inútilmente. Temen a la muerte y después descansan en ella y se suman a su fecunda tarea y bajan en cenizas por el río, dejando la tufarada agria de nueva vida, alimento y abono de otros mundos. Huyó tras la maleza. Siente los pasos antes que todos. Hombres de la aldea con sus carretas. Todo se lo llevan.
El gran lecho matrimonial regalo de los misioneros. Falso oro chillón y oxidado de sus copulaciones. Huyen entonces. El alcalde con su mujer hidrópica. Miente cuando viene a orar. Los sacerdotes del pequeño templo. Ruedas irregulares que se bambolean y patinan en la usada caja del eje. Vidas incompletas, trozos apenas de la gran verdad, como la costra gris que ensucia la piscina después de las abluciones. Nata de mugre, corazón de la miseria, escala del desperdicio. Y tan seguros en su afán mismo de huir. Otra destrucción los empuja, más honda, la única y verdadera catástrofe en la oscuridad agobiadora e inquieta de su instinto. Vuelven a mirarme. Los más viejos. No sé leer sus ojos. Tampoco puedo ya decirles cómo es inútil escapar de lo que está en todas partes. Es como los que rezan para tener fe o los que labran la tierra para dar de comer a los bueyes que tiran del arado. Y toda la impedimenta de sus astrosas pertenencias. Me dejan ofrendas. Lo que no quieren llevar, lo que les es ajeno en su huida. La viuda con sus hijos. Ojosa, flacos pechos muertos. Flores del templo. No se atreve a tirarlas ni tampoco a dejarlas frente a los ídolos que mañana serán destruidos con la misma furia que los hizo nacer. No irá muy lejos, está señalada, apartada, escogida entre todos. Andra, la que bailó desnuda toda una noche ante el Santón. Sus hijos recordarán un día: «...cuando huimos de Jandripur ella murió en el camino, la subimos a la copa de un árbol muy alto y allí descansó, visitada por los vientos y lavada por las aguas del mundo. Vigilándonos por varios días hasta cuando la perdimos de vista...». Y, sin embargo, tampoco será como ellos creen. No exactamente. Otras cosas habrá que se les ocultarán para siempre y que, sin embargo, llevan consigo. Con la muerte de su gran madre paridora de la muerte, la de los saltos de sangre, la que truena levemente los huesos, la que lima la linfa en su lomo. Miran hacia atrás al silencio de sus hogares abandonados donde gritarán por mucho tiempo todavía sus deseos y sus miedos, sus miserias y sus exaltaciones, tratando de alcanzarlos en su camino. Soldados. Escolta huyendo con banderas de señales. Lo veo. Me ve. Letras y palabras. Me mira. Ir. No sabe. El último. Solo. Tal vez. No sé de qué estoy solo. Vuelve a mirarme, se va tras los otros. Una espada que inventa la cinta azul de su hoja con la palabra de los dioses de la guerra labrada torpemente.

Al mediodía, Sharaya alargó la mano y tomó la mitad de una naranja medio seca y comenzó a masticar un pedazo de la cáscara tenazmente perfumada. El calor de la siesta expandió el aroma de la fruta entre una danza de insectos enloquecidos y que chocaban contra la vieja piel del privilegiado. El ruido de las aguas se fue debilitando y el río tornaba a su antiguo cauce. Cuando comenzó a caer el sol un leve sopor fue apoderándose de los anquilosados miembros del Santón e infundiéndole la beatitud inefable del que sueña descubriendo las pistas secretas de su destino.

Aguas en desorden, saltando y salpicando la fría espuma de la corriente. Agua de las montañas que baja danzando en remolinos y se remansa en el vientre que gira lento, liso y tibio, protegido por el rotundo cáliz de las caderas. Olor de especies quemadas en la pequeña plaza y el agudo sonar de los instrumentos que narran los incidentes de la danza. Risa en la boca sin dientes de la vieja mendiga, risa de la carne recordando, comparando. Lazo implacable y una gran dulzura en el pecho pesando y doliendo y largas tardes del ir y venir de la sangre en sorpresivas mareas y la vecindad de la dicha, la pequeña dicha del hombre, hermana del terror, la breve dicha de dientes de rata comiendo y mascando. Un vasto palio de ceniza sobre la memoria de la carne. Viaje a la sede de los amos de entonces. Los tímidos pastores dueños de una porción
del mundo, convertidos en puntillosos comerciantes, pacientes, tercos, soñadores, desamparados fuera de su isla. Hélices mordiendo las turbias aguas de la desembocadura. Una mancha interminable y amarillenta anticipa la gran ciudad bulliciosa de los funcionarios, donde la sabiduría asciende por escaleras simétricas maculadas por el húmedo hollín de las máquinas. Tierras de la razón. Por la plaza hombres y mujeres se apresuran entre la grasosa niebla del ocaso. Colores saltando, un vaso se llena de luces que desaparecen para dar lugar al trazo azul y verde, tome, tome, tome, tome. Salta la espuma del bautismo, salta en el tránsito sombrío de los inconformes y laboriosos amos. Aguas que chorrean sobre las espaldas bautizadas en la raída sombra de la selva, entre gritos de aves y chirrido de insectos. La piel del más sabio, del más viejo, arrugada bajo las tetillas colgantes, mojándose con el agua de la verdad, la que lava antiguas y nuevas concupiscencias, la que borra los títulos ganados en vastas construcciones de piedra, madres de sutiles argumentos. Mi padrino y mi maestro, segundo padre midiendo la superficie de la tierra, chacal virgen de verdad, un sapo amargo, padre de la verdad. Y, por fin, la última lucha al lado de ellos, mis hermanos. Las manifestaciones, las prisiones en las montañas, el partido y sus ramificaciones clandestinas trabajando como venas de un cuerpo que despierta. Aquí mismo, cuando todo parecía haber entrado pacíficamente en orden, hubiera podido aún ser el amo, dictar la ley bajo mi parasol, moverlos hacia lo bueno o hacia lo malo, según conviniera a su destino, predicar una doctrina y hacerlos un poco mejores. El comisionado de bigote rojizo y nuca sudorosa, argumentando a la luz de la sucia lámpara del cuartel. Su antiguo y probado camino de razonamiento por el cual transitan tan seguros pero tan lejos de sí mismos, ahogando sus mejores y más ciertos poderes: «Ninguno sabe por qué les hablas. No les interesa, como tampoco saben por qué estoy aquí, como tampoco lo sé yo. El único que tiene ya todas las respuestas eres tú, pero de nada han de servirte. Siempre se llega al mismo sitio. Tú eres el Santón. No todos pueden serlo. Ellos ponen la ira destructora y el fecundo deseo. Tú miras, indiferente hacia el negro sol de tus conquistas interiores y eres tan miserable y tan pobre como ellos, porque el camino que has recorrido es tan pequeño que no cuenta ante la larga jornada que te propones hacer movido por el engañoso orgullo que te amarra. Ponte a su lado y guíalos y ayúdame a imponer autoridad y a entregar las cosas en orden. Después, ya se las arreglarán como puedan; pero tú que has vivido y te has formado entre nosotros, sabes que nuestra razón es la única a la medida de los hombres. Lo demás es locura. Tú lo sabes». Una pálida cobra, piel de la verdad. Sueño mi vuelta al único sueño que está unido por un extremo a la divinidad que no dice su nombre, al padre y a la madre de los dioses, fugaces fantasmas esclavos del hombre. Sueño mi sueño soñando el sueño del que levanta el pie en la posición del elefante, del que te dice “no temas” con el arco de sus dedos, del portador del fuego, del que viaja en el lomo de la tortuga. La hora viene, vino hace muchas horas y no termina de llegar.

Sharaya se quedó dormido, y en la pesada siesta de la abandonada Jandripur comenzaron a entrar las primeras unidades del ejército invasor. Instalaron sus tiendas y ordenaron sus vehículos. Cuando el Santón despertó, la aldea comenzaba a arder y las húmedas maderas de las casas estallaban en el aire tierno del ocaso nublando el cielo con las altas columnas de humo. Eran muchos, y el roncar de los camiones y de los tanques que seguían llegando indicaba que no se trataba ya de una pequeña avanzada sino del grueso del ejército. Un altoparlante comenzó a dar instrucciones en el agudo y destemplado idioma de las montañas, sobre cómo debían conducirse los soldados en la comarca y sobre las precauciones que debían tomar para cuidarse de los que quedaban escondidos para organizar la resistencia. El ajetreo duró hasta muy entrada la noche, cuando un gran silencio se hizo en la aldea y sus alrededores.

Duermen agotados después de la carrera. Piensan seriamente en la redención de los pueblos, en la igualdad, en el fin de la injusticia, en la fraternidad entre los hombres. Ellos mismos traen un nuevo caos que también mata y una nueva injusticia que también convoca la miseria. Es como el que se lava las manos en un arroyo de aguas emponzoñadas. Ahí vienen dos. Alumbran el camino con una linterna de mano. Campesinos también, jóvenes, casi niños. Una mujer con ellos. Prisionera tal vez o ramera que los sigue para comer y guardar algún dinero. La están desnudando. El viejo rito repetido sin fe y sin amor. Les tiemblan las manos y las rodillas. Vieja vergüenza sobre el mundo. Ella ríe y su piel responde y sus miembros responden a la ola que crece en el cuerpo que la oprime contra la tierra. Madre necesaria. Renacen unidos en la sede de todos los orígenes. Gimen y ríen al mismo tiempo. Un solo cuerpo de dos cabezas ebrias y acosadas en el vértigo de su propio renacer, de su larga agonía. El otro sonríe con timidez. Sonríe de su propia vergüenza y espera. Sembrar hijos en la tierra liberada. Terminaron. Ella se viste. El otro me alumbra con la linterna.

Los soldados y la mujer se quedaron absortos ante el extraño amasijo de trapos mugrientos, alimentos descompuestos y las carnes momificadas del Santón. Evitaron la mirada ardiente y fija de Sharaya, testigo del breve placer que le robaran a sus oscuras vidas perecederas. Bien poco quedaba al Santón de forma humana. La mujer fue la primera en apartar su vista de la hierática figura y comenzó de nuevo a envolverse en sus ropas. Los dos soldados seguían intrigados y se acercaron un poco más. Por fin, el que había esperado, reaccionó bruscamente. «Parece un Santón -dijo-, pero no podemos dejarlo observando el paso de nuestras fuerzas. Ya nos ha visto y ha contado sin duda nuestros camiones y nuestros tanques. Además, nadie vendrá ya a consultarle y a venerarlo. Ha terminado su dominio». El otro se alzó de hombros y, sin volver a mirar, tomó a la mujer por el brazo y se alejó por la blanquecina huella del camino. Antes de alcanzarlos, el que había hablado alzó su ametralladora y apuntó indiferente hacia la ausente figura apergaminada, hacia los ausentes ojos fijos en el perpetuo desastre del tiempo y soltó el seguro del arma.

En cada hoja que se mueve estaba previsto mi tránsito. La escena misma, de tan familiar, me es ajena por entero. Cuando el mochuelo termine su círculo en el alto cielo nocturno, ya se habrá cumplido el deseo de las pobres potencias que nos unen, a él que me mata y a mí que nazco de nuevo en el dintel del mundo que perece brevemente como la flor que se desprende o la marea salina que se escapa incontenible dejando el sabor ferruginoso de la vida en la boca que muere y corre por el piso indiferente del pobre astro muerto viajero en la nada circular del vacío que arde impasible para siempre, para siempre, para siempre.

FIN





Thursday, February 4, 2016

EL PODER CAMBIA DE MANOS (Czeslaw Milosz) Polonia

—por Alberto Hernández—

1.—
La resistencia polaca disparaba sus últimos tiros. Varsovia estaba en ruinas. Mientras los alemanes remataban a los pocos rebeldes, el Ejército Rojo esperaba como una bestia hambrienta para entrar en el país. Este resumen —sumergido en el polvo de los muertos, en la fetidez de los cadáveres, en las miradas de los sobrevivientes— aborda el contenido de la novela “El poder cambia de manos”, (Ediciones Destino Colección destinolibro 124, Barcelona, España, 1980), de Czeslaw Milosz, con la que ganara el “Prix Littéraire Européen” en 1953. Libro que fue reconocido por un jurado compuesto por Gabriel Marcel, Gottfried Benn, Salvador de Madariaga, Hagmund Hansen, Hans Oprecht, Denis de Rougoment e Ignazio Silone.

Es una novela coral, polifónica. Cada capítulo destaca el episodio de distintos personajes que se desplazan en medio de una guerra contra los nazis y luego contra los soviéticos, quienes al final se adueñan de Polonia y la convierten en parte del dínamo de Moscú. Personajes a veces desconectados unos de otros. Personajes simbólicos, invisibles. Siluetas que hablan.

El autor relata desde la perspectiva de quien es arañado por las ráfagas de las armas, pero también por las garras de la miseria, el paisaje en el que predominan los escombros de la que fuera una hermosa ciudad. Los personajes se pasean como fantasmas, pero no dejan de luchar.

Si los alemanes diezmaron la capital de Polonia y otras ciudades, los soviéticos las sometieron a través de sus patrones ideológicos. De manera que los polacos vivieron entre dos tragedias, entre dos pesadillas, entre dos agonías.

2.—
El mundo judío. El espectro del odio contra esa cultura. Los personajes que representan la diáspora bíblica sazonan la crueldad de los alemanes, quienes mataron, torturaron, persiguieron, ahogaron, robaron y trataron de acabar con una comunidad que emergió de las cenizas para continuar su vida en otros lugares.

Los judíos eran trasladados desde las ciudades a los diferentes crematorios instalados tanto en Polonia como en Alemania. El paso de la narración nos hace saber de sus sufrimientos. Distintas voces recorren las páginas entre diferentes perfiles criminales: los enviados del Führer y los comunistas. Dos monstruos que destruyeron familias, apellidos, afectos, calles, callejones, ciudades, propiedades. Idos los alemanes se instalaron los soviéticos con la misma carga de odio contra los hijos de Israel. Y así, los polacos asolados por quienes arrasaron y desaparecieron patrimonios y vidas.

Dos partes dividen esta historia revelada por el autor nacido en Vilna en 1911, quien formó parte de una distinguida familia lituana. El escritor se marchó de Polonia en 1951 y se exilió en Francia, luego de una pasantía como funcionario de la embajada de su país en Estados Unidos, entre 1946 y 1950. Trabajó como agregado cultural. Posteriormente fue primer secretario de la Embajada de Polonia en París. En 1980 obtuvo el Premio Nobel de Literatura.

La primera de esas partes, titulada “Verano de 1944”, es un paneo por el mundo polaco aún bajo la bota alemana. La segunda, “Hasta el Elba”, narra el establecimiento definitivo de los soviéticos en tierra polaca. Pero es Varsovia el escenario que nos pinta el autor. Una ciudad brumosa por la ceniza y el polvo. Una ciudad dominada por el miedo. Por los peligros, por los disparos, por las emboscadas, por la muerte.

Esta segunda parte concentra el título de la novela, “El poder cambia de manos”. Los alemanes, los nazis, se marchan, derrotados. Los sóviets se apropian de las ruinas y de los seres humanos que dejaron los primeros. Imponen su terror como lo impusieron los germanos. Interrogatorios, ejecuciones, ideologización, consignas, koljoses, asaltos, robos, uniformes militares: Moscú y su garra criminal.

Czeslaw Milosz
3.—
Uno de los personajes, el profesor Gil, reflexiona acerca de la férrea presencia de los rusos:

“¿Acaso Marx (ese barbudo iconoclasta destructor de verdades absolutas y admirador de Esquilo) habría podido suponer que unas generaciones, en su nombre y llamándose marxistas, iban a marchar en cohortes disciplinadas, convencidas por los que se habían apoderado de la fuerza de que el género humano ha logrado ya la eterna sabiduría? Creían poseer una sabiduría absoluta, solamente por el hecho de apoyarse en la fuerza y porque, en un círculo vicioso, este saber considera a la fuerza como la confirmación suprema de toda sabiduría; o sea, el círculo vicioso del genial Hegel”.

La tensión de estas voces revela la tragedia del pueblo polaco, pisoteado por alemanes y rusos. Cada uno hizo su trabajo forense. Cada uno creó su morgue para ensamblar los cadáveres y construir dos regímenes que en muchas ocasiones lograron acuerdos: eran parecidos en sus procedimientos y contenidos ideológicos. Es decir, los dos poderes se vanagloriaron de haber elaborado una “decoración de escombros”, pero no sólo materiales sino también espirituales.

Otra de esas voces, la de Piotr Kwinto, usa una expresión descriptiva que conmueve al lector: “Aunque vivan, parecen esqueletos humanos. Es la calma de la devastación”, para referirse al paisaje humano y a las ruinas donde sobreviven los fantasmas de Varsovia.
En dos oportunidades el narrador menciona a Venezuela. El mayor Baruga, un comunista, había pensado una vez dejarlo todo y marcharse en búsqueda de otra realidad:

“¡Y decir que antes de la guerra, en un momento de duda, le había parecido que el fascismo podía vencer, y que había estado a punto de emigrar a Venezuela”.
“Está claro que este muchacho padece, como todo el mundo, de occidentalismo. Y lo más curioso: carece de importancia que tenga o no intención de fugarse. Él mismo ignora lo difícil que es decidirse por una Venezuela cualquiera”.

4.—
Como vivimos tiempos en los que el discurso político es un reflejo del que formó parte de la gran tragedia de más de media Europa, no quiero obviar algunos pasajes en los que esa Venezuela, la que menciona el narrador y el mismo Baruga, es hoy un episodio de esas voces que pasaron por tantos sobresaltos y dolores.

La madre de Kwinto: “—Piotr, hijo mío, dime en qué va a terminar todo esto. El pueblo los odia a muerte. Hemos rezado mucho por la Liberación y por fin la conseguimos. Pero resulta que la Liberación no es más que una nueva ocupación. Van a convertirnos en otra de sus repúblicas”.

“—Créeme, hijo mío —le decía a Piotr su madre—, lo presiento: todo esto no puede acabar bien. Ahora ponen por todas partes banderas nacionales. Pero es un engaño para que nos callemos mientras se apoderan de todo lo nuestro. El abismo será cada día mayor (…) Huye, porque después será demasiado tarde”.

El casi susurro del escritor judío Bruno se deja oír pasmosamente. El narrador deja que deslice su pensamiento hasta convertirlo en parte de un diálogo con Kwinto:

“—Mi pueblo ya no existe: me refiero al pueblo de los judíos polacos. Tres millones. Todo lo que era promesa incumplida, la cadena de las generaciones que habían de nacer, los grandes sabios, artistas, escritores, todos los que hubieran podido ser y jamás serán. Todos los mejores. ¿Y quiénes se han salvo? Algunos de los que tenían dinero; otros que, como yo, se habían asimilado y éramos ya casi arios. Como te decía lo que se ha salvado ha sido a costa de nuestra solidaridad (…)
—Sí, como Flavio Josefo después de la destrucción de Jerusalén. Muy bien, pero, ¿quién se atrevería a abordar esta tragedia partiendo de aquí? Comprenderás que estoy demasiado cerca; aquí me sería imposible pensar. No me dejarán salir. Además, no quiero exilarme. La lengua polaca es mi patria. Nunca podría escribir en otro idioma”.

5.—
La presencia absorbente del comunismo desnudaba y maltrataba toda sensibilidad. Los soviéticos llegaron para apropiarse de todo. Se adueñaron del alma y del cuerpo de Polonia. Por eso “Se ordenaba a los campesinos que repartieran entre ellos, a toda prisa, las tierras de los grandes dominios. Fue un reparto realizado sin orden ni ley (…) Las viejas se persignaban horrorizadas ante aquellos diablos peores que la Gestapo (…) Los que se sometieron como corderos a los rusos fueron recibidos con todos los honores, pero inmediatamente los encerraron en campos de concentración para enviarlos poco después hacia el Este. Así trataron los rusos a sus aliados en la lucha contra Hitler”.

La teoría de la neolengua. La acumulación de vocablos, el amontonamiento y la definición de nuevas inclinaciones lingüísticas encuentran imagen en ésta que el narrador expone ante el lector: “Por debajo de cada discurso se ocultaba otro discurso”.

El saqueo por parte de los militares, por las fuerzas de la NKVD, que “se lleva los pollos y se harta de vino. Son unos bandidos, unos antisemitas y malhechores”, en la voz del tío Isaak.

Los enchufados de la época, palabra que también aparece en la novela, forman parte de una ironía que sale de la boca de Friedman: “Entonces le pregunté qué tal le iba con la nueva vida socialista. Me respondió: “No está mal. El dos por ciento vive bien (…) Sólo permanecerán aquí los enchufados, los que se pongan al servicio de la NKVD y se coloquen en buenos puestos del Partido”.

6.—
La diversidad de asuntos tratados en esta pieza narrativa, nos conduce a ser cuerpo de ella misma. El país que hoy habitamos, el gobernado por una élite que sofistica la crueldad a través de la tortura psicológica o corporal, se dibuja en este espejo:

“El interrogatorio se hacía, pues, mediante un intérprete. Miguel había decidido jugárselo todo. Se fiaba de su sentido de la situación y éste le inspiraba la idea de que su única posibilidad de salvación estaba en sorprender. ¿Qué si era un fascista? Sí, un fascista. ¿Qué si publicaba un semanario? Sí, lo publicaba. Prefería exagerar su papel, pintando a brochazos un cuadro lo más demoníaco posible”.

El “sapeo”, el espionaje, la creación de batallones de chismosos y esbirros se traducen en esta clara perversión que a diario observamos en Venezuela, no sólo en las amenazas de los colectivos sino en las de diputados y funcionaros, sin dejar de mencionar las del Presidente de la República:

“Sabemos todo lo referente a usted”.

Consolidada la invasión, fabricada toda la parafernalia verbal, una voz: “El poder está ya en manos de estos hombres”. Y es tanto ese poder que la “inteligencia” del país, los artistas, fascinados, también se aliaron con los invasores comunistas: “Los cazadores de quimeras, que antes eran inofensivos, los poetas malditos, tenían ahora la mano en un guante de hierro. La Polonia del porvenir se extendía ante ellos el sol. Por encima de los verdugos, en las claras estancias de los aéreos castillos, un grupito de intelectuales emprendía la tarea de realizar el sueño de Fausto”.

Y así como vendieron su alma al diablo, abrieron sus brazos a la lisonja para colocarse, enchufarse y ser parte de la tragedia: “—Estas con nosotros, y el que está con nosotros tendrá cuanto quiera: dinero…que, como sabes, no puede interesarnos a gente como nosotros…, libros, viajes…Ya lo estás viendo, puedes viajar; nadie te lo impide…”

Como el tiempo es redondo, la novela de Milosz termina con el profesor Gil, quien no deja de reflexionar, de pensar y decir acerca de todo lo que sus ojos han visto, acerca de sus miedos, pero también acerca de la seguridad de que ha sido testigo de un proceso que se decía interminable.

El periódico del gobierno recoge un titular, nada alejado de lo que acontece en este lado del mundo. Uno de los importantes funcionarios del régimen logró escabullirse de Polonia mientras otros eran juzgados:

“La primera página estaba ocupada por un gran proceso de “traidores a la Patria e innobles lacayos del imperialismo”. Gil admiraba siempre la minucia con que eran preparados estos procesos. Creía que las fechas, los incidentes, los encuentros de unas personas con otras, eran por lo general exactos. El arte soviético consistía en elaborar de tal forma estos datos, que, una vez relacionados, los hechos más inocentes y casuales acabaran formando la imagen de un crimen”.

Coda:
Una novela escrita en la década de los 50 del siglo pasado nos hace viajar por la Venezuela en la que algunos creen todavía que el socialismo es la panacea para acabar con la injusticia, cuando en verdad la injusticia reposa en el fondo cenizoso de esa fe fracasada.