Sharaya, el Santón de Jandripur, permanecía desde tiempos muy lejanos
sentado a la orilla de la carretera, a la salida de la aldea. Allí recibía las
escasas limosnas y las cada vez más raras oraciones de los aldeanos. Su cuerpo
se había cubierto de una costra gris y su pelo colgaba en grasientas greñas por
las que caminaban los insectos. Sus huesos, forrados por la piel, formaban
ángulos oscuros e imposibles que daban a la inmóvil figura un aire pétreo y
estatuario que en mucho contribuyera al olvido en que lo tenían las gentes del
lugar. Sólo los viejos recordaban aún, entre la niebla de sus mocedades, la
llegada del esbelto Santón, entonces con cierto aire mundano y dueño de una
locuacidad en materias religiosas que fue perdiendo a medida que ganaba mayores
y más vastos dominios en su tarea de meditación al pie del camino.
A pesar del poco o ningún caso que le hacían ahora los habitantes de la
aldea, y tal vez gracias a ello, Sharaya era un atento observador de la vida
circundante y conocía como pocos las intrincadas y mezquinas historias que se
tejían y borraban en el pueblo al paso de los años.
Sus ojos adquirieron una dulce fijeza de bestia doméstica que las gentes
confundían con la mansedumbre de la imbecilidad y que los prudentes reconocían
como reveladora de la luminosa y total percepción de los más hondos secretos
del ser.
Tal era Sharaya, el Santón de Jandripur en el Distrito de Lahore.
La noche que antecedió a su último día fue una noche de lluvia y el río
bajó de las montañas crecido, bramando como una bestia enferma, pero de
inagotable energía.
Gruesas gotas han resbalado toda
la noche sobre la piel del parasol que instalaron las mujeres cuando la gran
sequía. Golpea la lluvia como un aviso, como una señal preparada en otro mundo.
Nunca había sonado así sobre el tenso pellejo de antílope. Algo me dice y algo
en mí ha entendido el insistente mensaje. Se ha formado un gran charco, con el
agua que escurre por la blanda cúpula que cree protegerme. Muy pronto se secará
porque se acerca una jornada de calor. Comienza el vaho a subir de la tierra y
las serpientes a esconderse en sus nidos anegados. En lo alto una cometa sube
en torpes cabezadas. Amarilla. Un canto de mujer asciende a purificar la mañana
como un lienzo de olvido. Uno sostiene el hilo, el otro me mira largamente y
con sorpresa. Me descubre, entro en su infancia. Soy un hito y nazco a una
nueva vida. En sus ojos miedo, miedo y compasión. No sabe si soy bestia u
hombre. Con un pequeño bambú me busca el dolor y no lo encuentra. Corre hacia
el otro, que lo aleja sin volver a mirarme. El Santón de Jandripur. Hace mucho
tiempo. Ahora otra cosa y muchas cosas: un Santón, entre ellas. La vastedad de
mis dominios se ha extendido hasta el curvo horizonte sin principio ni fin.
Vuelve. Extiende su mano hasta tocarme, sin el bastoncillo que lo protegía.
Lejano como una estrella o tan cerca como algo que sueño. Es igual. Lo llama su
compañero. Cae la cometa, lentamente, buscando su muerte, naciendo. Los árboles
la ocultan. Cae al río donde la espera un largo viaje hasta cuando se deslía el
papel. Entonces, el esqueleto irá hasta el mar y allí bajará a las
profundidades. A su alrededor reconstruirán los corales y las ostras la sólida
sombra de su antigua forma y en ella dejarán los peces sus huevos y los
cangrejos taparán a sus crías con arena. Irán a morir allí las grandes mantas y
sobre sus cadáveres los peces fosforescentes cavarán sus madrigueras de blanda
materia en transformación. Un pequeño desorden se hará al paso de las
corrientes submarinas y muchos siglos después el breve remolino surgirá a la
superficie y luego todo volverá a ser como antes. Un tiempo sin cauce como un
grito sin voz en el blanco vacío de la nada. Le llaman vida, presos en sus
propias fronteras ilusorias. La mañana se anuncia con este camión. Dos más.
Anoche pasaron varios.
Soldados de las montañas. Cabecean trasnochados, sostenidos en sus fusiles. No pasa. Se atasca en el lodo de la orilla. El motor gira locamente, ruge con furia, se detienen, vuelve a gemir. Cortan ramas. Vienen otros. Tanques; siete. Lo empujan. Pasa. Gritos. Pobres gritos de rabia contra el agua, contra el barro. Ahora cantan. Cantan el desastre, cantan su sangre, sus mujeres, sus hijos, cantan sus vacas esqueléticas. La gran madre paridora. Mueren de muerte de vida de soldado obediente a la tumba. Campesinos, tejedores, herreros, actores, acólitos del templo, estudiantes, letrados, ladrones, hijos de funcionarios, hombres de las máquinas, hombres del arroz, hombres de los caminos. Se llaman igual, sus rostros son iguales, su muerte es la misma. Desde lejos viene el silencio como una gran red de otro mundo. Los insectos comienzan a despertar. Era una serpiente entre las hojas. La misma, tal vez, que pasó anoche por entre mis piernas. Agua y sangre en frías escamas articuladas. La madre de todos recorre sus dominios, y de sus viejos colmillos mana la leche letal de los milenios. Los deudos venían a menudo para preguntarme la razón de su duelo, mientras el humo de la pira alzaba su sucia tienda en el cielo. Pero ya entonces hacía mucho tiempo que la palabra me fuera inútil y nada hubiera podido decirles. De todas maneras ya lo sabían, pero en otra forma, como sabe la sangre su camino, ciegamente, inútilmente. Temen a la muerte y después descansan en ella y se suman a su fecunda tarea y bajan en cenizas por el río, dejando la tufarada agria de nueva vida, alimento y abono de otros mundos. Huyó tras la maleza. Siente los pasos antes que todos. Hombres de la aldea con sus carretas. Todo se lo llevan.
El gran lecho matrimonial
regalo de los misioneros. Falso oro chillón y oxidado de sus copulaciones.
Huyen entonces. El alcalde con su mujer hidrópica. Miente cuando viene a orar.
Los sacerdotes del pequeño templo. Ruedas irregulares que se bambolean y
patinan en la usada caja del eje. Vidas incompletas, trozos apenas de la gran
verdad, como la costra gris que ensucia la piscina después de las abluciones.
Nata de mugre, corazón de la miseria, escala del desperdicio. Y tan seguros en
su afán mismo de huir. Otra destrucción los empuja, más honda, la única y
verdadera catástrofe en la oscuridad agobiadora e inquieta de su instinto.
Vuelven a mirarme. Los más viejos. No sé leer sus ojos. Tampoco puedo ya
decirles cómo es inútil escapar de lo que está en todas partes. Es como los que
rezan para tener fe o los que labran la tierra para dar de comer a los bueyes
que tiran del arado. Y toda la impedimenta de sus astrosas pertenencias. Me
dejan ofrendas. Lo que no quieren llevar, lo que les es ajeno en su huida. La
viuda con sus hijos. Ojosa, flacos pechos muertos. Flores del templo. No se
atreve a tirarlas ni tampoco a dejarlas frente a los ídolos que mañana serán
destruidos con la misma furia que los hizo nacer. No irá muy lejos, está
señalada, apartada, escogida entre todos. Andra, la que bailó desnuda toda una
noche ante el Santón. Sus hijos recordarán un día: «...cuando huimos de
Jandripur ella murió en el camino, la subimos a la copa de un árbol muy alto y
allí descansó, visitada por los vientos y lavada por las aguas del mundo. Vigilándonos
por varios días hasta cuando la perdimos de vista...». Y, sin embargo, tampoco
será como ellos creen. No exactamente. Otras cosas habrá que se les ocultarán
para siempre y que, sin embargo, llevan consigo. Con la muerte de su gran madre
paridora de la muerte, la de los saltos de sangre, la que truena levemente los
huesos, la que lima la linfa en su lomo. Miran hacia atrás al silencio de sus
hogares abandonados donde gritarán por mucho tiempo todavía sus deseos y sus
miedos, sus miserias y sus exaltaciones, tratando de alcanzarlos en su camino.
Soldados. Escolta huyendo con banderas de señales. Lo veo. Me ve. Letras y
palabras. Me mira. Ir. No sabe. El último. Solo. Tal vez. No sé de qué estoy
solo. Vuelve a mirarme, se va tras los otros. Una espada que inventa la cinta
azul de su hoja con la palabra de los dioses de la guerra labrada torpemente.
Soldados de las montañas. Cabecean trasnochados, sostenidos en sus fusiles. No pasa. Se atasca en el lodo de la orilla. El motor gira locamente, ruge con furia, se detienen, vuelve a gemir. Cortan ramas. Vienen otros. Tanques; siete. Lo empujan. Pasa. Gritos. Pobres gritos de rabia contra el agua, contra el barro. Ahora cantan. Cantan el desastre, cantan su sangre, sus mujeres, sus hijos, cantan sus vacas esqueléticas. La gran madre paridora. Mueren de muerte de vida de soldado obediente a la tumba. Campesinos, tejedores, herreros, actores, acólitos del templo, estudiantes, letrados, ladrones, hijos de funcionarios, hombres de las máquinas, hombres del arroz, hombres de los caminos. Se llaman igual, sus rostros son iguales, su muerte es la misma. Desde lejos viene el silencio como una gran red de otro mundo. Los insectos comienzan a despertar. Era una serpiente entre las hojas. La misma, tal vez, que pasó anoche por entre mis piernas. Agua y sangre en frías escamas articuladas. La madre de todos recorre sus dominios, y de sus viejos colmillos mana la leche letal de los milenios. Los deudos venían a menudo para preguntarme la razón de su duelo, mientras el humo de la pira alzaba su sucia tienda en el cielo. Pero ya entonces hacía mucho tiempo que la palabra me fuera inútil y nada hubiera podido decirles. De todas maneras ya lo sabían, pero en otra forma, como sabe la sangre su camino, ciegamente, inútilmente. Temen a la muerte y después descansan en ella y se suman a su fecunda tarea y bajan en cenizas por el río, dejando la tufarada agria de nueva vida, alimento y abono de otros mundos. Huyó tras la maleza. Siente los pasos antes que todos. Hombres de la aldea con sus carretas. Todo se lo llevan.
Al mediodía, Sharaya alargó la mano y tomó la mitad de una naranja medio
seca y comenzó a masticar un pedazo de la cáscara tenazmente perfumada. El
calor de la siesta expandió el aroma de la fruta entre una danza de insectos
enloquecidos y que chocaban contra la vieja piel del privilegiado. El ruido de
las aguas se fue debilitando y el río tornaba a su antiguo cauce. Cuando
comenzó a caer el sol un leve sopor fue apoderándose de los anquilosados
miembros del Santón e infundiéndole la beatitud inefable del que sueña
descubriendo las pistas secretas de su destino.
Aguas en desorden, saltando y
salpicando la fría espuma de la corriente. Agua de las montañas que baja
danzando en remolinos y se remansa en el vientre que gira lento, liso y tibio,
protegido por el rotundo cáliz de las caderas. Olor de especies quemadas en la
pequeña plaza y el agudo sonar de los instrumentos que narran los incidentes de
la danza. Risa en la boca sin dientes de la vieja mendiga, risa de la carne
recordando, comparando. Lazo implacable y una gran dulzura en el pecho pesando
y doliendo y largas tardes del ir y venir de la sangre en sorpresivas mareas y
la vecindad de la dicha, la pequeña dicha del hombre, hermana del terror, la
breve dicha de dientes de rata comiendo y mascando. Un vasto palio de ceniza
sobre la memoria de la carne. Viaje a la sede de los amos de entonces. Los
tímidos pastores dueños de una porción
del mundo, convertidos en puntillosos comerciantes,
pacientes, tercos, soñadores, desamparados fuera de su isla. Hélices mordiendo
las turbias aguas de la desembocadura. Una mancha interminable y amarillenta
anticipa la gran ciudad bulliciosa de los funcionarios, donde la sabiduría
asciende por escaleras simétricas maculadas por el húmedo hollín de las
máquinas. Tierras de la razón. Por la plaza hombres y mujeres se apresuran
entre la grasosa niebla del ocaso. Colores saltando, un vaso se llena de luces
que desaparecen para dar lugar al trazo azul y verde, tome, tome, tome, tome.
Salta la espuma del bautismo, salta en el tránsito sombrío de los inconformes y
laboriosos amos. Aguas que chorrean sobre las espaldas bautizadas en la raída
sombra de la selva, entre gritos de aves y chirrido de insectos. La piel del
más sabio, del más viejo, arrugada bajo las tetillas colgantes, mojándose con
el agua de la verdad, la que lava antiguas y nuevas concupiscencias, la que
borra los títulos ganados en vastas construcciones de piedra, madres de sutiles
argumentos. Mi padrino y mi maestro, segundo padre midiendo la superficie de la
tierra, chacal virgen de verdad, un sapo amargo, padre de la verdad. Y, por
fin, la última lucha al lado de ellos, mis hermanos. Las manifestaciones, las
prisiones en las montañas, el partido y sus ramificaciones clandestinas
trabajando como venas de un cuerpo que despierta. Aquí mismo, cuando todo
parecía haber entrado pacíficamente en orden, hubiera podido aún ser el amo,
dictar la ley bajo mi parasol, moverlos hacia lo bueno o hacia lo malo, según
conviniera a su destino, predicar una doctrina y hacerlos un poco mejores. El
comisionado de bigote rojizo y nuca sudorosa, argumentando a la luz de la sucia
lámpara del cuartel. Su antiguo y probado camino de razonamiento por el cual
transitan tan seguros pero tan lejos de sí mismos, ahogando sus mejores y más
ciertos poderes: «Ninguno sabe por qué les hablas. No les interesa, como
tampoco saben por qué estoy aquí, como tampoco lo sé yo. El único que tiene ya
todas las respuestas eres tú, pero de nada han de servirte. Siempre se llega al
mismo sitio. Tú eres el Santón. No todos pueden serlo. Ellos ponen la ira
destructora y el fecundo deseo. Tú miras, indiferente hacia el negro sol de tus
conquistas interiores y eres tan miserable y tan pobre como ellos, porque el
camino que has recorrido es tan pequeño que no cuenta ante la larga jornada que
te propones hacer movido por el engañoso orgullo que te amarra. Ponte a su lado
y guíalos y ayúdame a imponer autoridad y a entregar las cosas en orden.
Después, ya se las arreglarán como puedan; pero tú que has vivido y te has
formado entre nosotros, sabes que nuestra razón es la única a la medida de los
hombres. Lo demás es locura. Tú lo sabes». Una pálida cobra, piel de la verdad.
Sueño mi vuelta al único sueño que está unido por un extremo a la divinidad que
no dice su nombre, al padre y a la madre de los dioses, fugaces fantasmas
esclavos del hombre. Sueño mi sueño soñando el sueño del que levanta el pie en
la posición del elefante, del que te dice “no temas” con el arco de sus dedos,
del portador del fuego, del que viaja en el lomo de la tortuga. La hora viene,
vino hace muchas horas y no termina de llegar.
Sharaya se quedó dormido, y en la pesada siesta de la abandonada
Jandripur comenzaron a entrar las primeras unidades del ejército invasor.
Instalaron sus tiendas y ordenaron sus vehículos. Cuando el Santón despertó, la
aldea comenzaba a arder y las húmedas maderas de las casas estallaban en el
aire tierno del ocaso nublando el cielo con las altas columnas de humo. Eran
muchos, y el roncar de los camiones y de los tanques que seguían llegando
indicaba que no se trataba ya de una pequeña avanzada sino del grueso del
ejército. Un altoparlante comenzó a dar instrucciones en el agudo y destemplado
idioma de las montañas, sobre cómo debían conducirse los soldados en la comarca
y sobre las precauciones que debían tomar para cuidarse de los que quedaban
escondidos para organizar la resistencia. El ajetreo duró hasta muy entrada la
noche, cuando un gran silencio se hizo en la aldea y sus alrededores.
Duermen agotados después de la
carrera. Piensan seriamente en la redención de los pueblos, en la igualdad, en
el fin de la injusticia, en la fraternidad entre los hombres. Ellos mismos
traen un nuevo caos que también mata y una nueva injusticia que también convoca
la miseria. Es como el que se lava las manos en un arroyo de aguas
emponzoñadas. Ahí vienen dos. Alumbran el camino con una linterna de mano.
Campesinos también, jóvenes, casi niños. Una mujer con ellos. Prisionera tal
vez o ramera que los sigue para comer y guardar algún dinero. La están
desnudando. El viejo rito repetido sin fe y sin amor. Les tiemblan las manos y
las rodillas. Vieja vergüenza sobre el mundo. Ella ríe y su piel responde y sus
miembros responden a la ola que crece en el cuerpo que la oprime contra la
tierra. Madre necesaria. Renacen unidos en la sede de todos los orígenes. Gimen
y ríen al mismo tiempo. Un solo cuerpo de dos cabezas ebrias y acosadas en el
vértigo de su propio renacer, de su larga agonía. El otro sonríe con timidez.
Sonríe de su propia vergüenza y espera. Sembrar hijos en la tierra liberada.
Terminaron. Ella se viste. El otro me alumbra con la linterna.
Los soldados y la mujer se quedaron absortos ante el extraño amasijo de
trapos mugrientos, alimentos descompuestos y las carnes momificadas del Santón.
Evitaron la mirada ardiente y fija de Sharaya, testigo del breve placer que le
robaran a sus oscuras vidas perecederas. Bien poco quedaba al Santón de forma humana.
La mujer fue la primera en apartar su vista de la hierática figura y comenzó de
nuevo a envolverse en sus ropas. Los dos soldados seguían intrigados y se
acercaron un poco más. Por fin, el que había esperado, reaccionó bruscamente.
«Parece un Santón -dijo-, pero no podemos dejarlo observando el paso de
nuestras fuerzas. Ya nos ha visto y ha contado sin duda nuestros camiones y
nuestros tanques. Además, nadie vendrá ya a consultarle y a venerarlo. Ha
terminado su dominio». El otro se alzó de hombros y, sin volver a mirar, tomó a
la mujer por el brazo y se alejó por la blanquecina huella del camino. Antes de
alcanzarlos, el que había hablado alzó su ametralladora y apuntó indiferente
hacia la ausente figura apergaminada, hacia los ausentes ojos fijos en el
perpetuo desastre del tiempo y soltó el seguro del arma.
En cada hoja que se mueve estaba
previsto mi tránsito. La escena misma, de tan familiar, me es ajena por entero.
Cuando el mochuelo termine su círculo en el alto cielo nocturno, ya se habrá
cumplido el deseo de las pobres potencias que nos unen, a él que me mata y a mí
que nazco de nuevo en el dintel del mundo que perece brevemente como la flor
que se desprende o la marea salina que se escapa incontenible dejando el sabor
ferruginoso de la vida en la boca que muere y corre por el piso indiferente del
pobre astro muerto viajero en la nada circular del vacío que arde impasible
para siempre, para siempre, para siempre.
FIN
No comments:
Post a Comment