—por Alberto Hernández—
Ninguna obra es
perfecta. La misma palabra indica que se sigue construyendo en la plenitud de
sus vacíos, de sus blancos y grises. En literatura el género más abierto, más
libre, es la novela, de allí que sea el artificio menos allegado a la perfección,
aunque ningún artificio lo es. Y mucho menos la realidad. Nada es perfecto.
Suele decirse lo contrario del tiempo, sin embargo, los relojes se atrasan y la
Tierra a veces gira más lento.
Los matemáticos
han insistido en la precisión de su oficio. Un número es un número, que sumado
a otro crea otro número mayor. De modo que la suma es creativa, como las tres
restantes operaciones aritméticas: maneras de hacerse de los números y
convertirlos en un juego de abalorios. Pero la matemática —esa pureza que
reniega muchas veces de nuestra comprensible irrealidad— no es un verbo, no es
una descripción, no es una anécdota, no es ilusión, aunque con ella se pueda
fabricar la más intrincada de las novelas de ciencia-ficción. Sabemos de
novelas científicas. De historias que cuentan desde la precisión de la física,
la química y los números. De historias simbólicas adosadas a teorías y
comprobaciones, tesis y antítesis, abstracciones sólo comprendidas por quienes
se han preparado para entenderlas y desarrollarlas.
Pero la obra no
es perfecta, porque se trata de literatura. La geometría puede explicar la
perfección del círculo. O la presencia de diversas formas en un átomo. ¿Qué
podríamos decir de un triángulo abastecido por la ensoñación? Picasso, en la plástica,
diseñó geométricamente los sueños.
Un hombre de 27
años escribe una novela. Paolo Giordano desarrolla una historia basada en su
experiencia como físico teórico. Un tipo que sólo trabaja con cálculos, trazos
geométricos y fórmulas ha escrito La
soledad de los números primos (Editorial Salamandra, Barcelona, España,
2011) para revelarnos la vida de una pareja que no logra acoplarse, de una suma
que se resta. De un par de seres que no logra anudarse y se mantiene mientras
crece en medio de la incertidumbre, de la ingrimitud producto de sus personales
tragedias.
Alice y Mattia,
rodeados de sus fantasmas, se fragmentan mientras el tiempo los acorrala. Se
pasean por la infancia, crecen y finalmente entienden que la soledad es su don
protagónico. Dos seres, un par, el número dos que no alcanza a desarrollarse
como número primo. Mattia es una suerte de alter ego del autor: matemático,
profesor en una universidad británica, italiano que ha dejado atrás, en medio
de sus tribulaciones, a Alice, quien vive un corto matrimonio.
La narración es
impecable. Giordano cuenta con soltura y claridad. El lector, ese yo que
intenta soltarse de la realidad, no se despega de las páginas hasta el último
capítulo, hasta la última página.
El referente temático
de esta novela está concentrado en “almas tímidas, pero gemelas” (p. 252) y “dos
soledades que se reconocían” (p. 253). Mientras Alice quedaba coja mientras
esquiaba, Mattia perdía a su hermana gemela en un parque invernal. Se trataba
de una niña, Michela, una discapacitada mental que se extravió y convirtió al
personaje (hermano) en un retraído cuya vida se concentró en las matemáticas,
en la demostración de ecuaciones y el descubrimiento de nuevas fórmulas que lo
alejaron del mundo real.
La concentración
de Mattia se mueve en función del teorema fundamental de la aritmética, a través
del cual todo número “se expresa de forma única como producto de números primos”.
Es decir, el número primo “es aquel número natural mayor que 1 que admite únicamente
dos divisores distintos: el mismo número y el 1”. Alice y Mattia son un número
primo que nunca logró enlazarse. La soledad lo deshizo.
La única manera
de ir más allá de la perfección es la soledad, lo que traduce que la perfección
es un asunto matemático que navega en una novela: trasunto imperfecto como la vida.