—por Wilson Prada—
I
Cronos no deja de
observar desde los ojos de quien lee y, como Dios, no cede un segundo más de
vida al mortal ni un capítulo más a una
novela. Es él quién otorga la primera y la última luz y nos deja escoger la del
transcurso como para darnos ventaja; llego a pensar que Cronos se alimenta de
la incontinencia y la locura que regalan las décadas. Sí, llego a pensar
que es él quien determina la presencia
de cada personaje en un capítulo de historia; por eso, Alberto Hernández se
parece a Cronos o juega a ser él de vez en cuando. Más encorvado por el peso de
millones de versos que habitan en sus ojos y mucho más delgado porque cada
poemario le ha consumido la musculatura que había conformado con metáforas de
las que se alimenta.
Fue en
Guardatinajas, recuerdo: el asunto viene de una confrontación en la que el griego
barbudo llevó la peor parte. No hubo conteo de protección mientras llovían osos
pintados en botellas ámbar. El veterano hijo de Gea cayó vencido a golpes de “Relatos
Fascistas” y “Puertas de Galina”, entre otras obras que Alberto acuna con la
punta de un lápiz guardado en una servilleta.
II
Esta primera novela
de Alberto Hernández está hecha de retazos de sueños y ciudades. De Caracas a
Wilde, de Londres a los senos de Ingrid, de Paris a la ventana, de Madrid al
espejo, de la cama ruidosa por la cabalgata nocturna a La calle Bermúdez en la
que se acabaron los ocios y las maldiciones. “La única hora” (*) (Junio de 2016) encaja
en este tiempo a través de la imagen reiterada como afianzamiento del signo.
Algunas visiones emergen como un GIF en el que la repetición visual es, más que
una figura retórica, una “estrategia” estética, es la vida fragmentada del mundo hecho
astillas, los instantes detenidos de una memoria que huye de la linealidad
histórica y de la idea de un todo invariable. Desde nuestro punto de vista se
aleja del exceso de historia y se nos antoja como representaciones diacrónicas.
Tal vez por eso, recorre sabiamente la
temporalidad descolocando al lector como si intentara competir al pulso con el
griego barbudo, como si buscara proteger la declaración de discontinuidad de Lyotard
o saltar de una a otra imagen al igual
que en el “Retrato de un hombre invisible” de Auster.
el escritor y periodista venezolano Alberto Hernández |
III
Cada uno de los breves
capítulos semeja una esquirla de un álbum de pareja en la etapa más bella y
desinhibida de sus años de exilio voluntario en el que afirman: “Aquí
al menos el hambre y la nostalgia se pasan sin zancudos, sin cadenas
televisivas idiotas, sin crímenes horrendos, sin arrebatones, sin mariconerías
revolucionarias, sin pistolas en el cuello”; ellos habitan un espacio en el que “creen que el mundo llega hasta donde pisan
sus pies” y en el que su naciente locura es la excusa para vestirse de
literatura. Un espacio de luz, de tiempo detenido, de fotografías hechas a puro
parpadeo. Allí Cada encuentro en la memoria es un lienzo de existencia, un
retazo, un fragmento, una Dublinesca verdad de Vila-Matas quien disfrazado
recorre las calles; un misterio vigilado por la presencia de Buda con una panza
rellena de trapos y noticias cuyos ojos rasgados pretenden obturar mientras
sonríe con los dientes helados por el frío del Támesis.
IV
Alberto ahora prueba
el parto de esta novela que proclama la resignificacion de lo ubicable. Hace
imposible el rastreo. El lector practica la ubicuidad a la vez que comparte una
mesa que Ignacio ve como un damero de tragedias o un estante de conspiraciones.
Al fin nos muestra a Ingrid convertida
en una sola mujer hecha de cien idiomas víctima de una xenoglosis que ni ella
sabe con qué se come. Ingrid es la
libertad rodeada de desnudez como Kiki
de Montparnasse rodeaba a Man Ray. Ahora
que la he conocido, no sé si atajarla antes del vuelo; no sé si —como interrogaba
el cumanés— será Diana en el baño desmayada en Ofelia; no sé del frío de un
seno ante los monumentos ingleses. Pero a través de ella vivo los pezones que
ametrallan transeúntes y, ¿Por qué no decirlo? me he enamorado de la novia de
Ignacio Fuentes y no sé cómo decírselo pues él sólo vive en un libro que brilla
en mi pantalla en un extraño PDF que Hernández puso en mis manos y en el que él
determina el futuro laboral de cada personaje desde su omnipresencia,
obligándolos a admitir que son personajes en préstamo que deben colaborar para
no desaparecer.
Afortunadamente,
este autor peleó con Cronos; lo sé porque he visto algo de arena de reloj en
sus nudillos. “La única hora” llega a mí
aún con la calidez del parto y luego de leerla, decidí escribir sólo en las
mañanas porque, como se pregunta el “Llorador latino”, uno de los escurridizos
exiliados de la novela, “¿Quién llora los muertos en el desayuno?” Nadie.
(*)La única hora/ Alberto
Hernández
Ira edición,
Junio 2016
Depósito legal:
If0432016800894
ISBN:
978-980-12-8676-9
Editor Juan
Martins
Diseño: Ediciones
Estival & asociados
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