—cuento completo de Vladimir Nabokov—
Mi
adorable, mi muy querida y lejana, me imagino que no habrás olvidado nada en
los más de ocho años que dura ya nuestra separación, si es que aún consigues
recordar a aquel guarda canoso con su librea azul que ni se molestaba siquiera
en mirarnos cuando hacíamos novillos para encontrarnos en aquellas mañanas
heladas de San Petersburgo, en el Museo Suvorov, tan polvoriento, tan pequeño,
tan semejante a una suntuosa caja de rapé. ¡Con qué ardor nos besábamos a
espaldas de aquel granadero engominado! Y más tarde, cuando por fin nos
liberábamos de aquellas antigüedades polvorientas y salíamos a la luz, cómo nos
deslumbraba el resplandor de plata del parque Tavricheski, y qué extraño
resultaba oír los gruñidos alegres, ávidos, profundos de los soldados, que se lanzaban
unánimes a las órdenes de su comandante, resbalando por el suelo helado,
embistiendo con su bayoneta a un muñeco de paja con casco alemán en medio de
una calle de San Petersburgo.
Sí, ya sé
que en otra de mis cartas te he jurado que no volvería a mencionar el pasado,
especialmente las naderías de nuestro pasado en común, porque se supone que
nosotros, los escritores exiliados, tenemos una especie de pudor altanero en
nuestra forma de expresarnos y sin embargo aquí estoy, despreciando, desde la
primera línea de mi carta, el derecho a toda sublime imperfección y destrozando
con epítetos vanos el recuerdo, ese recuerdo que tú rozabas con tanta gracia y
ligereza. Pero no es del pasado, mi amor, de lo que quiero hablarte.
Es de
noche. Por la noche se percibe con especial intensidad la inmovilidad de los
objetos: la lámpara, los muebles, las fotografías en sus marcos sobre mi mesa.
De cuando en cuando, el agua borbotea y chasquea en sus tuberías ocultas como
si una serie de lamentos subiera por las paredes de la garganta de la casa. Por
las noches salgo a dar un paseo. Los reflejos de las farolas rezuman brillos
intermitentes sobre el helado asfalto de Berlín cuya superficie parece una
película de grasa negra en cuyas arrugas se hubieran recostado los charcos.
Aquí y allá, una luz granate brilla sobre alguna alarma de incendios. Una
columna de cristal, llena de una líquida luz amarilla, se yergue junto a la
parada del tranvía, y, por alguna extraña razón, experimento una sensación tan
melancólica, tan placentera, cuando, de noche, ya tarde, pasa por delante un
tranvía a toda velocidad, vacío, con un chirrido al tomar la curva. A través de
sus ventanas se ven con toda claridad las filas de asientos marrones iluminadas
entre las cuales se abre camino, a contramarcha, un revisor solitario, con su
negra cartera colgando al costado, tambaleándose ligeramente, como si estuviera
un poco borracho.
Mientras
paseo por alguna calle silenciosa y oscura, me gusta oír cómo algún hombre
regresa a casa. El hombre no resulta visible en la oscuridad, y nunca sabes de
antemano qué puerta se abrirá a la vida y condescenderá a dejarse penetrar por
el chirrido de una llave, para después girar, y detenerse luego, retenida por
el contrapeso, para acabar cerrándose de golpe; la llave chirriará de nuevo
desde dentro, y, en las profundidades al otro lado del cristal de la puerta, un
débil resplandor se rezagará durante un minuto maravilloso.
Pasa un
coche sobre columnas de luz húmeda. Es negro, con una raya amarilla bajo las
ventanillas. Irrumpe ronco con su bocina en los oídos de la noche y su sombra
cruza bajo mis pies. Ahora la calle está totalmente desierta, salvo por un gran
danés cuyas patas rascan la acera mientras pasea con una bella joven distraída
y sin sombrero que lleva un paraguas abierto. Cuando pasa bajo la farola
granate (a su izquierda, sobre la alarma de incendios), sólo una parte, negra y
tensa, de su paraguas se ilumina de húmedo rojo.
Y más allá
de la curva, sobre la acera —¡y de qué forma tan inesperada!—, la fachada de un
cine se arruga con diamantes. Dentro, en su pantalla rectangular y pálida como
la luna, se ve a unos mimos más o menos hábiles: la inmensa cara de una joven,
con trémulos ojos grises y labios negros cruzados verticalmente por grietas
relucientes, se acerca desde la pantalla, y no deja de crecer mientras detiene
sus ojos contemplando la nada de la sala oscura, y una maravillosa lágrima,
brillante y larga se desliza por una de sus mejillas. Y en alguna ocasión
(¡momento celestial!) aparece incluso la vida de verdad, ignorante de que está
siendo filmada: un grupo de gente que asoma por azar, unas aguas que brillan,
un árbol que cruje silenciosa aunque perceptiblemente.
Más lejos,
en la esquina de una plaza, una prostituta corpulenta vestida con pieles negras
pasea despacio, deteniéndose de cuando en cuando delante de un escaparate
ferozmente iluminado, donde una mujer de cera muy pintarrajeada expone a los
paseantes de la noche sus enaguas de papel esmeralda y la seda brillante de sus
medias color de melocotón. Me gusta observar a esta plácida puta de mediana
edad, mientras se le acerca un hombre maduro con bigote que llegó por la mañana
de Papenburg en viaje de negocios (primero pasa por delante y luego se vuelve a
mirarla un par de veces). Ella le llevará sin apresurarse hasta una habitación
del edificio cercano, que, a la luz del día, apenas se distingue de los otros
edificios, igualmente ordinarios. Un viejo portero, educado e impasible, hace
guardia toda la noche en el vestíbulo de entrada apenas iluminado. En lo alto
de una empinada escalera otra mujer igualmente impasible, abrirá con sabia
despreocupación una habitación desocupada y recibirá su pago por ello.
¡Y no sabes
qué maravilloso es el estruendo con el que el tren todo iluminado, y riéndose
por las ventanillas, atraviesa el puente por encima de la calle! Probablemente
no vaya más allá de los suburbios, pero en ese preciso momento la oscuridad
bajo el vano negro del puente se llena con una música tan poderosamente
metálica que no puedo sino imaginarme las tierras soleadas hacia las que
partiré en cuanto me haya procurado esos marcos extras que anhelo con tanta
ligereza y despreocupación.
Me
encuentro tan alegre que a veces me gusta ir a ver a la gente que baila en el
café de mi barrio. Muchos de mis compañeros exiliados denuncian con indignación
(una indignación no exenta de un punto de placer) las abominaciones de la moda,
entre las que incluyen los bailes actuales. Pero la moda es una criatura de la
mediocridad humana, de un cierto nivel de vida, es la vulgaridad de la
igualdad, y denunciarla significaría admitir que la mediocridad puede crear
algo (ya sea una forma de gobierno o un nuevo tipo de peinado) por lo que
merezca la pena preocuparse. Y ni qué decir tiene que estos llamados bailes modernos
nuestros son cualquier cosa menos modernos: la moda y la locura de los mismos
se remonta a los días del Directorio, porque entonces como ahora los vestidos
de las mujeres se llevaban pegados al cuerpo y los músicos eran negros. La moda
respira a través de los siglos: la crinolina en forma de bóveda, de moda a
mediados del XIX, no era sino la máxima inhalación del aliento de la moda,
seguida por una exhalación: faldas estrechas, bailes apretados. Nuestros
bailes, después de todo, son muy naturales y bastante inocentes y, a veces —en
las salas de baile de Londres—, absolutamente elegantes en su monotonía. Todos
recordamos lo que Pushkin escribió acerca del vals: «Monótono y loco». Todo
viene a acabar en lo mismo. En cuanto al deterioro de la moral… Esto es lo que
leí en las memorias de D’Agricourt: «No conozco nada más depravado que el minué
y sin embargo nadie se opone a que se baile en nuestras ciudades».
Y así me
divierto observando, en los cafés damants
de aquí, cómo las parejas «desaparecen veloces ante mis ojos», por volver a
citar a Pushkin. Los ojos maquillados de formas divertidas brillan de pura
satisfacción, con alegría sencillamente humana. Los pantalones negros se tocan
y se enredan con las medias ligeras. Los pies giran hacia un lado y se vuelven
hacia el otro. Y mientras, al otro lado de la puerta, me espera mi fiel noche,
noche solitaria, con sus reflejos húmedos, sus coches ruidosos, y sus
corrientes de viento enfebrecido.
En una
noche de ésas, en el cementerio ortodoxo ruso que está a las afueras de la
ciudad, una anciana de setenta años se suicidó en la tumba de su marido
recientemente fallecido. Fui allí por puro azar a la mañana siguiente, y el
guarda, un veterano mutilado de la campaña de Denikin, que caminaba con muletas
que crujían al mínimo movimiento de su cuerpo, me enseñó la cruz blanca de la
que se había colgado la anciana, y los jirones amarillos que se habían quedado
prendidos en el lugar donde los cabos de la soga («totalmente nueva», dijo
amablemente) se rozaban. Pero lo más misterioso y encantador de todo, sin
embargo, eran las huellas en forma de medialuna de sus tacones, diminutas como
las de un niño, abandonadas en la tierra húmeda junto a la losa. «Pisoteó un
poco el césped, pobrecilla, pero por lo demás no ha estropeado nada», observó
el guarda tranquilamente y, mirando aquellos jirones amarillos y aquellos
lugares en que la tierra estaba un poco hundida, me di cuenta de repente de que
se puede distinguir una sonrisa inocente incluso en la muerte. Probablemente,
mi amor, la razón principal por la que te escribo esta carta es para contarte
este final tan fácil, tan dulce. La noche de Berlín quedó así resuelta.
Escucha:
soy feliz, absoluta o idealmente feliz. Mi felicidad es una especie de desafío.
Mientras deambulo por las calles y plazas y por los caminos junto al canal,
sintiendo distraído los labios de la humedad a través de mis suelas gastadas,
llevo orgulloso sobre los hombros mi inefable felicidad. Los siglos pasarán uno
tras otro, y los escolares bostezarán ante la historia de nuestras revoluciones
y miserias; todo pasará, pero mi felicidad, mi amor, mi felicidad permanecerá,
en el reflejo húmedo de una farola, en la curva precavida de los escalones de
piedra que descienden hasta las aguas negras del canal, en la sonrisa de una
pareja que baila, en todo aquello con lo que Dios tan generosamente circunda la
soledad humana.
FIN