Friday, September 30, 2016

LA MUJER Juan Bosch



La carretera está muerta. Nadie ni nada la resucitará. Larga, infinitamente larga, ni en la piel gris se le ve vida. El sol la mató; el sol de acero, de tan candente al rojo, un rojo que se hizo blanco. Tornose luego transparente el acero blanco, y sigue ahí, sobre el lomo de la carretera.

Debe hacer muchos siglos de su muerte. La desenterraron hombres con picos y palas. Cantaban y picaban; algunos había, sin embargo, que ni cantaban ni picaban. Fue muy largo todo aquello. Se veía que venían de lejos: sudaban, hedían. De tarde el acero blanco se volvía rojo; entonces en los ojos de los hombres que desenterraban la carretera se agitaba una hoguera pequeñita, detrás de las pupilas.

La muerta atravesaba sabanas y lomas y los vientos traían polvo sobre ella. Después aquel polvo murió también y se posó en la piel gris.

A los lados hay arbustos espinosos. Muchas veces la vista se enferma de tanta amplitud. Pero las planicies están peladas. Pajonales, a distancia. Tal vez aves rapaces coronen cactos. Y los cactos están allá, más lejos, embutidos en el acero blanco.

También hay bohíos, casi todos bajos y hechos con barro. Algunos están pintados de blanco y no se ven bajo el sol. Sólo se destaca el techo grueso, seco, ansioso de quemarse día a día. Las cañas dieron esas techumbres por las que nunca rueda agua.

La carretera muerta, totalmente muerta, está ahí, desenterrada, gris. La mujer se veía, primero, como un punto negro, después, como una piedra que hubieran dejado sobre la momia larga. Estaba allí tirada sin que la brisa le moviera los harapos. No la quemaba el sol; tan sólo sentía dolor por los gritos del niño. El niño era de bronce, pequeñín, con los ojos llenos de luz, y se agarraba a la madre tratando de tirar de ella con sus manecitas. Pronto iba la carretera a quemar el cuerpo, las rodillas por lo menos, de aquella criatura desnuda y gritona.

La casa estaba allí cerca, pero no podía verse.
A medida que se avanzaba crecía aquello que parecía una piedra tirada en medio de la gran carretera muerta. Crecía, y Quico se dijo: “Un becerro, sin duda, estropeado por un auto”.

Tendió la vista: la planicie, la sabana. Una colina lejana, con pajonales, como si fuera esa colina sólo un montoncito de arena apilada por los vientos. El cauce de un río; las fauces secas de la tierra que tuvo agua mil años antes de hoy. Se resquebrajaba la planicie dorada bajo el pesado acero transparente. Y los cactos, los cactos coronados de aves rapaces.

Más cerca ya, Quico vio que era persona. Oyó distintamente los gritos del niño.

El marido le había pegado. Por la única habitación del bohío, caliente como horno, la persiguió, tirándole de los cabellos y machacándole la cabeza a puñetazos.
-¡Hija de mala madre! ¡Hija de mala madre! ¡Te voy a matar como a una perra, desvergonsá!

-Pero si nadie pasó, Chepe: nadie pasó -quería ella explicar.

-¿Que no? ¡Ahora verás!

Y volvía a golpearla.

El niño se agarraba a las piernas de su papá, no sabía hablar aún y pretendía evitarlo. Él veía la mujer sangrando por la nariz. La sangre no le daba miedo, no, solamente deseos de llorar, de gritar mucho. De seguro mamá moriría si seguía sangrando.

Todo fue porque la mujer no vendió la leche de cabra, como él se lo mandara; al volver de las lomas, cuatro días después, no halló el dinero. Ella contó que se había cortado la leche; la verdad es que la bebió el niño. Prefirió no tener unas monedas a que la criatura sufriera hambre tanto tiempo.

Le dijo después que se marchara con su hijo:

-¡Te mataré si vuelves a esta casa!

La mujer estaba tirada en el piso de tierra; sangraba mucho y nada oía. Chepe, frenético, la arrastró hasta la carretera. Y se quedó allí, como muerta, sobre el lomo de la gran momia.

Quico tenía agua para dos días más de camino, pero la gastó en rociar la frente de la mujer. La llevó hasta el bohío, dándole el brazo, y pensó en romper su camisa listada para limpiarla de sangre. Chepe entró por el patio.

-¡Te dije que no quería verte má aquí, condená!

Parece que no había visto al extraño. Aquel acero blanco, transparente, le había vuelto fiera, de seguro. El pelo era estopa y las córneas estaban rojas.

Quico le llamó la atención; pero él, medio loco, amenazó de nuevo a su víctima. Iba a pegarle ya. Entonces fue cuando se entabló la lucha entre los dos hombres.

El niño pequeñín comenzó a gritar otra vez; ahora se envolvía en la falda de su mamá.

La lucha era como una canción silenciosa. No decían palabra. Sólo se oían los gritos del muchacho y las pisadas violentas.

La mujer vio cómo Quico ahogaba a Chepe: tenía los dedos engarfiados en el pescuezo de su marido. Éste comenzó por cerrar los ojos; abría la boca y le subía la sangre al rostro.

Ella no supo qué sucedió, pero cerca, junto a la puerta, estaba la piedra; una piedra como lava, rugosa, casi negra, pesada. Sintió que le nacía una fuerza brutal. La alzó. Sonó seco el golpe. Quico soltó el pescuezo del otro, luego dobló las rodillas, después abrió los brazos con amplitud y cayó de espaldas, sin quejarse, sin hacer un esfuerzo.

La tierra del piso absorbía aquella sangre tan roja, tan abundante. Chepe veía la luz brillar en ella.

La mujer tenía las manos crispadas sobre la cara, todo el pelo suelto y los ojos pugnando por saltar. Corrió. Sentía flojedad en las coyunturas. Quería ver si alguien venía. Pero sobre la gran carretera muerta, totalmente muerta, sólo estaba el sol que la mató. Allá, al final de la planicie, la colina de arenas que amontonaron los vientos. Y cactos embutidos en el acero.

FIN





Sunday, September 25, 2016

Erótica poética vs poética erótica en Ropaje de Alberto Hernández


—reseña María Luisa Angarita;
fotografía Alberto H. Cobo—


El erotismo, esa parte de la vida que trasciende entre la ilusión, la seducción y el sentir concreto de la sexualidad, esa parte de la poesía que siempre nos deja una sensación de añoranza. En Ropaje (2012)[1] de Alberto Hernández el erotismo toma la palabra nuevamente para trasladarnos a un mundo de sensaciones, un espacio donde el encuentro y la vida misma se conjugan en el cuerpo del otro.

La poesía de Alberto ya nos ha mostrado con anterioridad cómo se puede conjugar en perfecta armonía la palabra y el acto erótico, no obstante en Ropaje divisamos un sentir nuevo. Más que la palabra reflejando lo erótico encontramos lo erótico en plena acción construyendo el poema. Octavio Paz (1993) lo expresa del siguiente modo:

“La relación entre erotismo y poesía es tal, que puede decirse, sin afectación que el primero es una poética corporal y que la segunda es una erótica verbal.”[2]

En esta poética de Hernández lo vemos condensado, una combinación perfecta de oposiciones. La poética construye la erótica a su vez que la erótica construye y se hace poema. Entre imágenes visuales verdaderamente gráficas por las fotografías de Alberto H. Cobo y la riqueza de imágenes poéticas de Hernández, este poemario se nos hace cuerpo, piel y deseo, mientras el deseo mismo y el sentir construyen cada página.

Desde el primer poema nos encontramos esta mixtura, Piel es el título y entre paréntesis, como para que no olvidemos que es un trabajo escritural nos dice: “(ejercicio para retornar a una mujer)”, como advirtiendo al lector que apenas se inicia un esbozo, un acercamiento a ese viejo arte de amar desde las letras:

“Nos hace en la medida del deseo// Crece con nosotros,/ nos descubre:// Somos piel en el tacto del juicio, en la pérdida de la memoria.// Si hablo de la tuya, //designo con el miedo los poros que te siembran.”

Realmente es un acercamiento al otro, a esa piel que describe las ansias. Encontramos un desdoblarse, un reconocerse primero piel y parte obligatoria del encuentro para luego iniciar el camino hacia ese otro cuerpo que se anhela.

Luego del primer acercamiento, sigue el primer paso hacia el encuentro, Rasgaduras lo presenta:

“Entre las almohadas /la piel estira el significado de una guerra.//La pasión, ese instante, / ese paisaje seco entre los ojos.” (p. 6)

No se trata de un desbocarse sobre el sentir, es más bien un caminar pausado hacia el goce, después de un instante nada queda más que el poema.

Hay un ritmo entre estos textos, lo iremos viendo a lo largo del libro, el caminar pausado de la pasión que se agita hasta el clímax para luego descender de nuevo pausadamente hasta el inicio del nuevo encuentro. Así lo revela el siguiente poema:

"Ombligo" ©Alberto H. Cobo
Te toco: “Te toco para empezar a vivir: // debajo de tus gritos/ del sudor que ahoga el universo/del juego/ y sus revelaciones alevosas// debajo del tiempo que te ocupa// el envoltorio de la angustia/ el barro/ el tejido de escombros/ el cuerpo en el ocaso: // Te toco para terminar de vivir.” (p.7)

La vida inicia al roce del tacto, no hay mayor certeza de estar vivo que sentirse y sentir al otro. Aquí la pasión se mantiene calma, pero se reconoce necesaria y existente, gritos, sudor, tiempo que ocupa a los que aman, todo lo propio del sentir transita este poema y con él la vida, tocar para vivir y morir, la plenitud de la existencia en el contacto físico, en la entrega de dos cuerpos.

Si bien lo erótico va más allá de la descripción exacta del hecho para centrarse en un juego metafórico y sensorial, la vida y la muerte también forman parte latente de la eroticidad, ese juego entre alcanzar la vida plena por medio de la concreción de ese acto que también, en cierto modo, conduce irrefrenablemente a la muerte. Eros y Tánatos se hacen presentes siempre en el arte erótico, no hay forma de acercarse al ser amado sin ese encuentro, que a la vez que permite reivindicar la existencia, no implique igualmente una colisión con la muerte. No necesariamente la muerte física, pero si el fin de un camino, de una sensación, de un amor, de un goce espiritual que culmina en delirio.  En el poema Pieles encontramos este morir en forma de desgaste:

“Un cuerpo grávido, tendido bajo la noche // El agua lo recorre de tentaciones // Un delta en los pliegues cercanos al deseo // La piel sabe lo que hace, nos desgasta. “ (p.11)

El cansancio, esa extraña forma de morir luego de haber experimentado intensamente el goce. La voz poética nos descubre la rudeza de amar y sus tormentos.

La poesía erótica contiene siempre una dura carga de tormentos, el anhelo marcado por el deseo del que observa, la tentación como forma de lucha y seducción constante, el encuentro, esa cercanía con el cuerpo amado aun cuando quizás sólo sea imaginaria, y el olvido, esa especie de limbo al que se reduce todo una vez concluye la experiencia. El poema Olvido retrata esta sentencia:

“Una vez fuimos piel/ Rotos por el tiempo; arena y olvido // En la memoria, en lo que nos queda de silencio/ El cuerpo levita entre las manos// Escritura, dedos para el revuelo// La piel es la vigencia de la memoria.” (p. 13)

"Oculta" ©Alberto H. Cobo
La piel se vuelve aquí el centro del recuerdo, impresa  en un olvido que sabe a tinta y por lo tanto inolvidable. La piel es la representación de esa vida que somos y que nos contiene, no hay otro modo de existir si no es desde la piel, esa piel que se hace también lienzo y palabra. En este poema vemos también como la voz poética siempre retorna al juego escritural, esa especie de arte poética que nos recuerda que todo en la vida surge y vuelve a la palabra.

La vida va y viene entre los versos, en el cuerpo desnudo de esa mujer que se hace poema. El poema Muelle dibuja esta realidad, el espacio perfecto de resguardo y auxilio, la razón misma de sobrevivencia radica en ese cuerpo:

“Esta semana/ el país atracó entre tus piernas// te toco y te compruebo// aún quedan trincheras donde salvar la vida.” (p. 17)

no hay nada más, no importa nada más, entre esas trincheras se resguarda la vida, no se necesita de otro tiempo ni espacio, ese cuerpo es el lugar perfecto para todo, para contener la existencia.

No puedo evitar encontrar en la poesía de Alberto la constante presencia de lo femenino ligado a la poética, mujer y palabra confluyen siempre entre sus líneas, más que un juego, es una constante de su creación, la mujer musa u objeto del deseo, termina siempre por volverse palabra, se inscribe en el poema para crearlo, lo hace suyo mientras se entrega. De tal modo lo apreciamos en Ardiente:

“Imagino el instante: la mujer que camina / Bajo la luna insomne. // La imagen dormida / Envuelta entre mis sueños. // Pero la siento imposible, alejada. // Sólo cuerpo que miro y anhelo. // Imagino el instante: ella se deshace en mi boca / Y vuelve a ser cuerpo // Y después la muerdo y en la lengua la pierdo. // Ella se abre en las páginas. Vibra en el poema. // La nombro ardiente sin nombre. // La imagino y la regreso al papel / Sorbida por la noche.” (p. 34)

Mujer y palabra se conjugan, se hacen una en el poema que las absorbe, son a la vez lo creado y lo que le crea, en un confluir erótico que las humaniza.

Lo erótico es constructo de la imaginación, aunque remite directamente al amor de pareja, se enlaza con la forma como los amantes imaginan y ejecutan su encuentro, Octavio Paz nos lo recuerda:

“El erotismo es la dimensión humana de la sexualidad, aquello que la imaginación añade a la naturaleza.”[3]

y de ese modo lo encontramos en la poesía de Alberto, mujer y poema, erotismo e imaginación, en un arte poética que transciende a la palabra y a la sexualidad para volverse meramente imagen, creación literaria, esencia de aquello que se condensa en los versos. En este construir de lo erótico desde la palabra encontramos el poema Pecado, de por sí ya su título nos prefigura su sentido:

“Será una herejía no tocarte. / No desearte. / No tenerte en la mira. / No calumniarte. / No ofender tu silencio. / No naufragar en medio de ti. / No andar de puntillas sobre tus pezones. // Sería un pecado dejar de mojarme en tus pliegues. / No comerte.” (p. 58)

Lo erótico se hace presente aquí desde lo prohibido, o desde lo que sería un absurdo dejar de hacer, la voz poética no vislumbra otro modo de existencia que el encuentro con el ser objeto de sus afanes. La imagina y construye en su realidad, en el mismo espacio donde le palpa y le aprisiona.

Poesía y erotismo se bifurcan en este poemario de Alberto Hernández, una depende de la otra en una relación dicotómica y armónica, la palabra poética construye y erotiza al encuentro y la imagen que se transfunden en el poema. En el poema Poética vislumbramos una vez más este converger de realidades:

"Espera" ©Alberto H. Cobo
“Desde cualquier ángulo / Desatas el deseo. // Las palabras se ahogan en la almohada / Y el perfil de tu rostro define / La frase que nos une: / Alguien nos observa y se retira. / El espejo cierra los ojos y nos oscurece.” (p. 71)

Los amantes y su encuentro recrean la realidad del poema ¿o es el poema quien los recrea?, igualmente el que observa y se retira pareciera ser el lector, que de tanto andar por estos versos, cierra el libro y se aleja con la reminiscencia de las imágenes grabadas en su alma.

Así transcurre Ropaje de Alberto Hernández, cargado de una eroticidad única, lleno de imágenes que se construyen a sí mismas en la intimidad de los versos, en la imaginación de aquél que escribe en complicidad con quien lee. La constante de lo femenino y lo erótico amatorio, junto al arte poética como objeto de recreación de lo imaginario, confluyen en este poemario sin temor alguno a descubrir lo que hay más allá de lo amoroso.



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1 Alberto Hernández (2012) Ropaje. Ediciones Presagios. Cancún. México.
2 Octavio Paz (1993) La llama doble. Amor y Erotismo. Seix Barral. Biblioteca Breve. Colombia. (p. 10)
3 Octavio Paz (1993) La llama doble. Amor y Erotismo. Seix Barral. Biblioteca Breve. Colombia. (p. 117)





Tuesday, September 6, 2016

ANA ISABEL, UNA NIÑA DECENTE QUE ROMPE FRONTERAS


—por Gregory Zambrano—

Acaba de aparecer la traducción al inglés de Ana Isabel, una niña decente, la emblemática novela de Antonia Palacios (1904-2001), publicada en Buenos Aires por la Editorial Losada, en 1949. Ahora, con traducción de RoseAnn Mueller, profesora emérita del Columbia College de Chicago, alcanzará otros horizontes y nuevos lectores.

En la Caracas de los años veinte, que todavía no comenzaba a transformarse —gracias al petróleo— en la urbe moderna que un día fue, una niña soñaba con hadas y un príncipe que la desposara. La ciudad entrañable, vista desde el espacio enmarcado de La Candelaria, se ha quedado como un recuerdo, como una tarjeta postal, que revive en los gráciles trazos que Palacios imprimió en su breve e intensa novela.

En aquel rincón caraqueño la economía casera se basaba en la elaboración de dulces tradicionales, los niños combinaban su educación, prácticamente doméstica, con los juegos infantiles, las rondas y canciones, no había mayor distracción. En ese contexto crecía la pequeña Ana Isabel, entre los rigores de la familia y, hasta cierto punto, sometida a las limitaciones que le imponía su condición femenina. Entonces tenía ocho años y comenzaba un viaje interior que acaba en su pubertad. El marco de la novela es aún la Venezuela rural sometida al silencio y a una espera postergada bajo la mirada de una dictadura que se hacía eterna, la de Juan Vicente Gómez.

Ana Isabel, una niña pobre pero decente, sueña mientras vive su tránsito de la infancia a la adolescencia. La niña que jugaba ya no es la misma después de una enfermedad que le descubre su cuerpo y su sensibilidad. Es éste el momento en que se define su conocimiento del yo y se afirma en ella la subjetividad femenina. En el camino descubre las injusticias, la sombra del poder, el miedo al pecado y a la muerte.

La novela reconstruye poéticamente el viaje a los alrededores de Caracas, la excursión al campo, las faenas del campesino, los juegos infantiles y las riñas entre niños, todo esto marcado por una fuerte tensión social.

Antonia Palacios, escritora venezolana
En su introducción la traductora establece relaciones de correspondencia entre la obra de Antonia Palacios y la de Teresa de la Parra. Memorias de Blanca y en parte Ifigenia, en su carácter semiautobiográfico, muestran de manera irónica el crecimiento de las niñas en una Venezuela que se prepara para afrontar cambios sustanciales al devenir la explotación petrolera.

En las condiciones en que crecían las mujeres, todavía estaba muy fuertemente marcado el carácter conservador de la sociedad patriarcal. En la analogía de filiación histórico-literaria entre Palacios y Teresa de la Parra, la traductora advierte cómo se produce una transformación en el enfoque crítico de Ana Isabel… y también cómo en el aspecto formal, se evidencia la tensión poética del lenguaje consustanciado con la expresión narrativa, condición dada por ser Antonia Palacios una autora que habría de ofrecer importantes frutos poéticos en libros como Viaje al frailejón y Textos del desalojo. Esta condición, según Mueller, transfiere a su novela un lenguaje espontáneo y lírico.

El mundo de Ana Isabel está marcado por las diferencias raciales, y su consecuente praxis de discriminación. Ella vive este mundo con una mirada perpleja, pero poco a poco va reconociendo las injusticias y desmontándolas con un razonamiento crítico que desdice de su inocencia.

En medio del dolor y las carencias familiares se cuela su mirada cuestionadora de la injusticia social, su proceso de crecimiento y maduración le va permitiendo, de manera muy consciente, asimilar los cambios de su cuerpo y también los factores que rodean su vida.

La traductora hace notar que en todo este proceso aparece una fuerte carga de melancolía en la protagonista. Esta melancolía viene dada por la asunción irremediable de las carencias que circunscriben sus condiciones de vida. También por el hecho de que ella está perfectamente consciente de la realidad que vive, gracias a su inteligencia y su sensibilidad, que la muestran como un ser crítico, mientras que la mayoría de los personajes que le rodean parecían ajustarse a las fatalidades del presente.

Para la traducción, comenta Mueller, fue necesario consultar con personas familiarizadas con el entorno de la novela, o acudir a asesores filológicos quienes le permitieron esclarecer el sentido de algunos venezolanismos, muchos de ellos prácticamente en desuso. Como solía hacerse en publicaciones de aquella época, se consideraba a un potencial lector fuera de las fronteras nacionales, que necesitaban algunas orientaciones para comprender mejor los giros del lenguaje o las particularidades del léxico, a veces marginal por su condición de ruralidad, o a veces citadino pero circunscrito a ciertas regiones del país. Esto sin duda aportaba un valor agregado a la edición, y hacía más comprensible la obra. En ese sentido, para la traducción de esta novela aprovecha la edición que hiciera en 1969 Monte Ávila Editores, la cual incorpora un glosario de venezolanismos, donde se explica el nombre de plantas, animales y alimentos. Esta traducción igualmente la incluye, acompañada de una bibliografía y una cronología de Antonia Palacios. Oportuno homenaje a la escritora venezolana, quien presidió el Primer Congreso Venezolano de Mujeres en 1940 y fue la primera mujer en recibir el Premio Nacional de Literatura en 1976. Por supuesto, la traducción de Ana Isabel, una niña decente al inglés es el reconocimiento a su autora y a esta novela inolvidable, una de las más sutiles y entrañables de la literatura venezolana del siglo XX.

RoseAnna Mueller enseña sobre arte y literatura latinoamericana. En 2002 vivió en Venezuela como investigadora y profesora, adscrita a la Universidad de Los Andes, en Mérida. En 2012 publicó en inglés Teresa de la Parra: A Literary Life. Aquí los datos de su traducción: Antonia Palacios. Ana Isabel a respectable girl. Translated by RoseAnna Mueller, Montreal, Universitas Press, 2016.



©Gregory Zambrano, 16 de julio de 2016