—por Alberto Hernández—
Ayer
salió de casa Leonard Cohen. Ayer se detuvo bajo un árbol. Cohen, el de “Aleluya”,
el del sombrero, el de la nariz picuda, el de rodillas mientras susurraba su
alma sobre el público.
Ayer
salió con su paraguas y se detuvo bajo una sombra mientras esperaba el autobús.
No
se enteró si alguna lluvia sería el próximo poema.
O
la próxima canción hecha poema. O el poema que siempre fue canción.
Y
lo oí cantar por última vez en la voz de un sacerdote, en las voces de Elvis,
Il Divo. En las de unos ángeles que dormían en ese árbol desde donde Leonard
sentía que su muerte estaba cerca.
Y
así dijo para no olvidarse:
“Fui
el último pasajero del día.
Estaba
solo en el autobús.
Me
sentía contento de que se estuvieran gastando tanto dinero
sólo
para llevarme por la Octava Avenida arriba”.
Y
se hizo a un lado cuando pasó la sombra de otro bus a toda velocidad y pujando
su peso.
Alguien
lo saludó desde la calle. Creo haberlo adivinado una vez en Montreal, ciudad a
la que nunca he ido, pero digo que estuve en el sollozo de una mujer que amé y
nunca me amó. En una calle sin nieve, en una calle de sol frío con el señor
Cohen a la vista, mientras del cielo caía un relámpago helado.
Y
él sacó la mano y sonrió, porque no le costaba mucho hacerlo. Reía y sonreía.
Cantaba mientras hablaba. Mostraba su perfil con gran desempeño. Y en el
descuido de un acorde, en un salto de llantas en esa rúa solitaria, se dirigió
a un sujeto que llevaba el volante del armatoste metropolitano:
“¡Conductor! Grité, estamos usted y yo esta noche.
huyamos de esta gran ciudad
a una ciudad más pequeña más propia para el corazón,
conduzcamos más allá de las piscinas de Miami Beach,
usted en el asiento del conductor, yo varios asientos más
atrás,
pero en las ciudades racistas cambiaremos de lugar
para mostrar lo bien que le ha ido arriba en el norte”,
Hizo
una pausa para respirar el aire monótono de la ciudad. Y retomó el aliento con
estos versos:
“y busquemos para nosotros alguna diminuta villa pesquera
americana
en la Florida desconocida
y aparquemos justamente al borde de la arena,
un enorme autobús como una señal,
metálico, pintado, solitario,
con matrícula de Nueva York”.
Y
terminó el poema de un tirón. De nada valió mirarlo de frente. Yo estaba a su
lado, en silencio. Él hablaba, recitaba, cantaba el poema. Lo dejaba en la
portezuela del bus estacionado en una playa de Los Ángeles, un poco antes de
enrumbar a otro mundo, donde era menos pesado respirar como humano.
Y
ese mismo día, un domingo, murió Allen Ginsberg.
Yo
andaba por esos lados, sumido en un sueño interminable, con un periódico bajo
el brazo.
Al
abrigo de su mirada detenida en un nido de ruiseñores, el señor Cohen sacó de
un bolsillo un lápiz y un trozo de papel.
Describió
la calle, describió el universo. Y sonrió.
Me
extendió la mano. Y yo exagerado la sacudí como una rama. Sin embargo, no se
molestó. Volvió a sonreír. Se alejó lo más que pudo, hasta que sólo vi su
gabardina azotada por un viento inmediato.
Unos
tipos grandes y forzudos empujaron el bus hacia un recodo de la avenida.
Leonard
Cohen silbó una canción y se fue. Se alejó y se detuvo bajo otra sombra.
Yo
me quedé con la felicidad de su Aleluya bajo el mismo árbol de su poesía.
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