El padre
Larsen bajó de la mula cuando esta se negó a trepar por la calle empinada del
villorrio. Vestía una sotana que había sido negra y ahora se inclinaba decidida
a un verde botella, hijo de los años y de la indiferencia. Continuó a pie,
deteniéndose cada media cuadra para respirar con la boca entreabierta y diciéndose
que debía dejar de fumar. Con la pequeña maleta negra que contenía lo necesario
para salvar las almas que estaban a punto de apartarse del cuerpo y huir del
sufrimiento y la inmediata podredumbre. No lo precedía un monaguillo con una
campanilla, nadie agitaba una vinagrera, nadie rezaba, salvo él durante cada
descanso.
La pequeña
casa pintada de un sucio blanco estaba emparedada por otras dos, casi iguales,
y las tres se abrían al camino de tierra dura por puertas hostiles y estrechas.
Le abrió un
hombre de años indiscernibles, con alpargatas y bombachones blancos. Se persignó
y dijo:
—Por aquí,
padre.
Larsen sintió
la frescura de la pieza encalada y casi olvidó el sol agresivo de las calles
mal hechas.
Ahora estaba
en una habitación pobre de muebles, en una cama matrimonial una mujer se retorcía
y variaba del llanto a la risa desafiante. Después llegaron palabras, frases
incomprensibles que atravesaban el silencio, la momentánea quietud del sol,
buscando llegar a las sombras que se habían aproximado.
Un silencio,
un mal olor persistente, y de pronto la mujer agonizante trató de levantar la
cabeza; lloraba y reía. Se aquietó y dijo:
—Quiero
saber si usted es cura.
Larsen paseó
las manos por la sotana, para mostrarla, para saber él mismo que seguía
enfundado en ella, Mostró al aire —porque ella tenía muy abiertos los ojos y
solo miraba la pared blanca opuesta a su muerte— mostró estampas de bruscos
colores desleídos, medallas pequeñas de plomo, achatadas por los años, serenas
algunas, trágicas otras con desnudos corazones asomando exagerados en pechos
abiertos.
Y de pronto
la mujer gritó el principio de la confesión salvadora. El padre Larsen la
recuerda así:
—Con mi
hermano desde mis trece años, él era mayor, jodíamos toda la tarde de primavera
y verano al lado de la acequia debajo de la araucaria y solo Dios sabe quién
empezó o si nos vino la inspiración en conjunto. Y jodíamos y jodíamos porque,
aunque tenga cara de santo, termina y vuelve y no se cansa nunca, y dígame qué
más quería yo.
El hermano
se apartó de la pared, dijo no con la cabeza y adelantó una mano hacia la boca
de su hermana, pero el cura lo detuvo y susurró:
—Déjala
mentir, deja que se alivie. Dios escucha y juzga.
Aquellas
palabras habían agregado muy poco a su colección. Tenía ya varios incestos,
inevitables en el poblacho despojado de hombres que se llevó la guerra o la
miseria; pero tal vez ninguno tan tenaz y reiterado, casi matrimonial. Quería
saber más y murmuró convincente: “es la vida, el mundo, la carne, hija mía”.
Ahora ella
volvía a dilatar los ojos perdiéndose en la pausa protectora de la pared
encalada. Volvió a reír y a llorar sin lágrimas como si llanto y risa fueran
sonidos de palabras y graves confidencias. Larsen supo que no estaba moribunda
ni se burlaba. Estaba loca y el hermano, si era el hermano, vigilaba su locura
con una rígida cara de madera.
Equivocándose,
ordenó padrenuestros y avemarías y, como en el pasado, vaciló con el viejo asco
mientras se inclinaba para bendecir la cabeza de pelo húmedo y entreverado; no
pudo ni quiso besarle la frente.
Oyó mientras
salía guiado por el impasible hermano:
—Cuando otra
vez me vaya a morir, lo llamo y le cuento lo del caballo y la sillita de ordeñar.
Él me ayudó, pero nada.
En la calle,
bajo la blancura empecinada del sol, la mula restregaba el hocico en las
piedras buscando, en vano, mordiscar.
Al regreso,
de retorno al corral, la bestia trotó dócil y apresurada mientras el padre
Larsen, sin abrir el quitasol rojo, hacía balance de lo obtenido y aguardaba,
esperanzado, a que llegara la segunda agonía de la mujer.
El padre
Larsen buscó sin encontrar ninguna araucaria.
FIN
Originalmente
publicado en Cuentos completos (Alfaguara), 1994.
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