—por Alberto Hernández—
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Dante y Virgilio (1850)
por William-Adolphe Bouguereau |
CANTO PRIMERO
Acabo de entrar en el infierno. En una esquina del averno sombras que se agitan
en medio del fuego. Alaridos, gritos, susurros, diálogos cortados por largos
suspiros. Cubro con celo mi cámara fotográfica para evitar que el calor derrita
sus componentes. Camino en puntillas para evitar que las brasas consuman mis
zapatos. Las piedras queman, hacen arder toda cosa que se les acerque. Algún
artilugio evita mi cremación. Entonces pienso en la hora de mi muerte. En el
momento en que abrí los ojos luego de una larga agonía y desperté con la cara
huesuda y sonriente de un tipo que me tomó de la mano. Venía yo de muchos
propósitos. Había nacido en un país lejano donde imperaba una tiranía.
Consignas, banderas, colas para adquirir alimentos, para cargar las baterías de
los teléfonos, para entrar al cine, para comprar el pan redondo llamado arepa.
Hombres y mujeres, en solo y en número par, cabalgando en las calles sobre
animales mecánicos. Yo venía, como el poeta romántico, de una tierra
apesadumbrada.
Ese día, a la hora del último suspiro, entré en una cueva oscura, en
un mogotal sombrío. Aproveché la ocasión de tomar algunas gráficas que salían
un poco movidas por el temblor que me causaba el miedo, aunque el calor era
insoportable. Me anduve a tientas por algunos rincones donde féminas y machos
copulaban y a la vez gritaban de ardor. Se quemaban. El olor a carne asada
revolvía mis vísceras y me provocaba vómitos continuos. Solo, como el ánima de
algún bandolero venezolano convertido en mito, aspiraba a salir de este
embrollo en el que me habían metido mis pecados, mis tantos pecados, mis
tantísimos yerros contra todos y contra mí mismo. Pecador al fin, en vida no
los veía. Ahora, con las carnes desgarradas, colgantes y casi en los huesos,
veo con claridad los crímenes que cometí en tantos barrios, urbanizaciones,
desde el poder que me dieron mis conciudadanos. Desde el palacio donde muchas
veces evacué mi interior contra la inocencia de mis compatriotas y vecinos.
Estaba en el Infierno. A todo le hacía fotos. Entonces, allá, al
fondo, donde mis asados ojos casi no veían, detecté dos sombras. Venían
arrebujadas en largas túnicas. Dos fantasmas que flotaban sobre el fuego. Mis
ojos no daban crédito a lo que captaban. ¿Acaso todavía sufro de aquella
perturbación quirúrgica causada por un oftalmólogo de mis tiempos, en el
momento de extraer mis cataratas? ¿Será eso?
Me aproximé con cierto temor y allí con la cámara a la altura de los
ojos, hice la foto. Las dos sombras se me acercaron y una increpó con fuerza mi
osadía.
-¿Quién te crees que eres, macilento?, dijo una primera voz.
-¿Es que no respetas a quienes somos personajes de este libro al que
entras con tu muerte y quieres robarnos el alma con ese instrumento infernal?,
dijo una segunda voz.
Me retiré un poco, atemorizado. Me disculpé y presenté:
-Soy un humilde cadáver que anda por estos lares sin rumbo ni
concierto.
-Entonces andas igual que nosotros. Con la diferencia de que este
libro ya ha sido escrito y tú eres un metiche, un extraño que no aparece en las
páginas de este poema italiano. Es más, ni siquiera italiano eres. ¿De dónde
provienes, moreno extranjero?
-Uff, creo haberlo olvidado. Pero en mi país hace mucho calor, tanto
como aquí. Y la extraña herramienta que cargo es una cámara fotográfica que
reproduce cuerpos, cosas, animales, infiernos, paraísos, purgatorios y demás
revelaciones.
-Entonces eres mucho más extraño, porque alguien que ande con un
aparato como ese no puede ser hijo del Dios que Virgilio no conoció en su
tiempo.
-Pues, yo sí lo conozco, porque vengo del futuro. Pero no tengo la
culpa de estar aquí. A mí me trajeron.
CANTO SEGUNDO
Entonces, con la mirada puesta en la mía, uno de ellos, que se presentó como
Durante Alighieri, y quien afirmó haber nacido en Florencia, dijo con su boca,
porque no había manera de que lo dijera con la mía porque no hablo italiano
antiguo:
-“A la mitad del viaje de nuestra vida, me encontré en una selva
oscura, por haberme apartado del camino recto…”.
Entonces, con la humildad del temor a lo desconocido, dije:
-Igual me pasó, maestro. Por algo estoy aquí. También me dirá usted
más tarde que se ha encontrado con imágenes horribles, cuerpos desnudos, una
solitaria playa, una pantera ágil, la sombra de un hombre verdadero. Dios, no
sé, pero creo haber memorizado parte del canto uno del libro donde ustedes dos
se pasean por estos parajes.
-Sí, tú lo has dicho extranjero.
Sin esperar que salieran nuevas palabras de mi boca, habló el otro:
-“No soy ya hombre, pero lo he sido; mis padres fueron lombardos y
ambos tuvieron a Mantua por patria. Nací sub julio, aunque algo tarde, y vi
Roma bajo el mando del buen Augusto en tiempo de los dioses falsos y engañosos.
Poeta fui, y canté a aquel justo hijo de Anquises, que volvió de Troya después
del incendio de la soberbia Ilión. Pero, ¿por qué te entregas de nuevo a tu
aflicción? ¿Por qué no asciendes al delicioso monte, que es causa y principio
de todo goce?”.
Traté de decir algo, pero el trueno de la voz del primero que habló al
comienzo, me detuvo con un gesto muy latino:
-¡Oh! ¿Eres tú aquel Virgilio, aquella fuente que derrama tan ancho
raudal de elocuencia? (…) ¡Ah! ¡Honor y antorcha de los demás poetas!
-¿Virgilio, el autor de la Eneida, de las Bucólicas, de las
Geórgicas?, pregunté asombrado.
-El mismo que viste y calza sandalias de cuero, respondió el que
siempre hablaba primero y ostentaba una gran nariz.
-Creo interpretar, entonces, estimado señor Alighieri, que el poeta
Virgilio lo acompaña por petición suya, porque él ya había muerto mucho tiempo
atrás.
-En efecto, extranjero y metiche. Por supuesto. ¿Acaso no ha leído
usted la Comedia?
-¿La Comedia Humana?, pregunté una vez más.
-No, allocco, bobbaccio, mentecatto, y disculpa los adjetivos, que en
el fondo y en la superficie significan lo mismo en italiano moderno, que ya lo
sé porque los muertos conocemos el futuro. No, vuelvo a decirte, tonto, la
Comedia, aquella de la Italia florentina, la de la vieja Roma extendida y
eterna.
-¿Será la misma a la que Bocaccio agregó el adjetivo Divina?, pregunté
temeroso.
-Sí, la misma, me respondió Alighieri con la cara amargada, según el
carácter perfilado que los psicólogos de muchas épocas le han trazado.
-Ah, está bien. De modo que estoy metido en una gran obra, extraviado
como ustedes en el Inferno. Y ando con el autor de la pieza. Eso es un honor. Y
hasta caché me arrima, como decimos en mi lejana y empobrecida patria, aporreada
por mentecatos y mercenarios.
-No sé, no conozco tu tierra, rasguñó el poeta con su áspera voz.
-Obra extraña ésta, señor Dante. Hasta miedo dar meterse en ella, dije
con voz temblorosa.
-Sí, fue escrita para revelar las tres instancias de quien tiene que
atravesar la muerte, el río sucio del misterio. El río pesado del averno.
CANTO TERCERO
“Será la salvación de esta humilde Italia, por quien murieron de sus heridas la
virgen Camila, Euríalo y Turno y Niso. Perseguirá a la loba de ciudad en ciudad
hasta que la haya arrojado en el Infierno, de donde en otro tiempo la hizo
salir la envidia”, recitó Virgilio.
Hubo un gran silencio. Entonces el eneido dijo:
-Debes seguirme.
Dante, con el gorro ladeado y la nariz más aguda, también recitó:
-“Poeta, te requiero por ese Dios a quien no has conocido, que me
hagas huir de este mal y de otro peor, condúceme adonde has dicho, para que yo
vea la puerta de San Pedro y a los que, según dices, están tan desolados”.
El libro, el poeta narrador:
“Entonces se puso en marcha y yo seguí tras él”.
Dante, un poco antes de seguir a Virgilio, me miró con ojos de pocos amigos.
Sin embargo, sonrió.
Y ambos se fueron camino del profundo Inferno, para luego seguir al
Purgatorio.
Me quedé con los nombres que Alighieri me dijera había visto un tanto
en ese antro horrible que ya Platón había descrito siglos atrás.
Y así, me suenan aún en mis chamuscados oídos los apelativos Homero,
Ovidio, Lucano, Electra, Héctor, Eneas, César, Camila, Pentesilea, el Rey
Latino, Lavinia, Bruto, Lucrecia, Julia, Marcia, Comedia, Saladino, Sócrates,
Diógenes, el ya mencionado Platón, Anaxágoras, Tales, Empédocles, Heráclito,
Zenón, Dioscórides, Orfeo, Tulio, Lino, Séneca, Euclides, Tolomeo, Hipócrates,
Avicena, Galeno, Averroes, Helena, París, Tristán y los más que abundan y aquí
no se nombran por pereza y porque el tiempo de nuestro tiempo es menos largo
que el tiempo de la Divina Comedia.
Y mientras todo aquello acontecía hacía fotos y más fotos, de las
cuales se valió mi tocayo Alberto Durero para hacer sus bellos grabados. Digo
todo esto sin soberbia, sin pedantería alguna, pero la historia tiene que
conocer el protagonismo de mi camarita, que no llega ni siquiera a Samsung.
CANTO CUARTO
Llego agotado al final.
Lejos, en medio del humo, Dante y Virgilio han quedado congelados en
los papeles que ahora proceso en mi laboratorio.
Salgo de la oscuridad del salón de trabajo y me encuentro con ustedes,
queridos espectadores, quienes esperaban seguramente un sesudo trabajo sobre la
Divina Comedia del florentino Dante Alighieri, Beatriz y otros personajes que
ambulan por sus páginas, perdidos, extraviados, ansiosos de salir de ellas y
vivir la muerte que los sostiene en la eternidad.
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Lucifer (1757-58) por Antonio Zatta |
Y en el entretanto de esta presentación, mientras despierto de las
garras de la inoficiosa muerte, ésta de ficción que ustedes oyen, leo esta
parte para cerrar con inseguro paso:
“questa mirabile donna apparve a me vestita di colore bianchissimo, in mezzo…”.
Bueno, mejor se los leo en mi idioma materno antes de concebir restitutamente
un acento que sería cuestionado con ácida mirada por mis amigos profesores de
la lengua del Dante, este Alighieri que hoy celebramos con regusto.
Entonces leo:
“esta maravillosa mujer me apareció vestida de color blanquísimo, en
medio de dos gentiles damas de mayor edad; y pasando por una calle volvió los
ojos hacia la parte donde yo muy medroso me encontraba; y por su inefable
cortesía, que hoy le es recompensada en el cielo, me saludó tan recatadamente
que entonces me pareció ver todos los límites de la felicidad”.
Y así cierra esta puerta, estimados oyentes, con la certeza de que esa
felicidad sea la que encontremos en el Paradiso, que podría ser un Cinema
Paradiso pleno de buena lectura y elevación de copas por la eternidad de Dante
Alighieri, su Divina Comedia y los estudios que ustedes realizan sobre toda su
obra. Y que lo hagan en todos los idiomas, como yo lo hago en mi legendaria y
castellana lengua quijotesca.
Un día de estos verán las fotos de Dante y Virgilio, acompañados de la
inalcanzable Beatriz.