—por Alberto Hernández—
En medio del
Caribe, como pidiendo atención, una isla navega. La turbulencia de su interior,
entre palmeras, arena y algunos ojos preparados para la tormenta, remueve los
huesos de los muertos. Las tumbas se levantan y aparecen los exiliados del
tiempo.
Los que agitan
las manos y las camisas rotas desde cuevas y ventanas saben que el mundo
regresa con toda la fuerza. Que ya el mar no será protector de la costa ni de
los hemisferios de la pequeña ciudad.
No hay tal
tormenta. No hay ensueño capaz de desatar tanto ruido. Un muchacho negro, de
ojos verdes o azules mira desde la orilla el resto del mundo. Se le agita un
poema en la lengua. Lo saborea y lo deja caer sobre la concha de un cangrejo.
Así lo imagina. Así lo dice:
The fishermen rowing homeward in the dusk
Do not consider the stillness through which they
move,
So, I since feeling drown, should no more ask
For the safe twilight which your calm hand gave…
Entonces oye la
voz áspera de la madre y deja de organizar desde el borde de su pequeña Santa
Lucía lo que habría sido después su destino. Recorre la distancia entre la
playa y la casa. O el borde del horizonte y la raspadura de lo que podría
decirse es su espacio para continuar imaginando el salitroso espectro de un mar
que lo separa del resto de la humanidad.
Camina
arrastrando los pies. Siente la arena tibia en sus talones. De pronto,
anochece.
Ya no será el sol
ni los hombres sobre la arena, sobre el polvo marino quienes se mueven o
sienten la calma o la desesperanza. En todo caso, el mar sigue allí, nunca
duerme. Con su gran ojo abierto, dispuesto a tragarse cualquier impertinencia,
barco, goleta o astro que caiga desde el misterio.
Era 1930. El año
de su nacimiento en aquella isla que casi nadie nombra. Era un año difícil,
duro en este lado del continente. Tranquilo, sin sobresaltos, mientras Europa
se enfrentaba a Europa. Los ojos claros del muchacho caribeño se sometían a las
mareas. Desde ellas imaginaba el sopor de la lejanía. Imaginaba, pensaba. En St.
Mary´s College y luego en University of the West Indies reveló su carácter, el
filo de sus palabras, el arrastre que traía desde su adentro más claro,
enfrentado a las cadenas de su pasado, a los gritos de aquellos negros
arrastrados por la codicia de los mercaderes. Y así llegó sobre las olas de su
pequeño mar a Columbia, Yale y Harvard, donde pulió su intelecto. Y le dio más
sentido a su método para insertarse en el mundo de las letras, en el mundo de
una sensibilidad rocosa pero posible de romper con las voces más portentosas de
la memoria.
Su idioma, el
adquirido, le sirvió para enseñarlo en Boston, mientras la poesía se le
enredaba en las venas. Y el mar seguía allí, pendiente, orillándose a diario en
la puerta de su casa. Pero también habló de mucha poesía, de teatro, de drama.
De lo que poca gente enseñaba en las aulas mientras bajo el sol de su isla era
diario devenir.
Por eso escribió,
para no morirse, como muchos: Dream on
Monkey Island, Pantomime, The Last Carnival. Luego, en 1987 dejó The Arkansas Testament y cerró su ciclo
en 1990 con Omeros.
Su vida estuvo
entre Boston y el amado Caribe, donde entregó su espíritu hace algunas horas,
aunque su cuerpo anduviera viajando por indeterminados puntos del orbe.
Una voz casi
infantil se deja oír en este momento. Un poema, un aliento casi dilatado por el
olvido:
Anna, my daughter,
you have a black dog
that noses your heel,
selfless as a shadow;
here is a fable
about a black dog:
On the last sunrise the shadow dreesed with Him…”
Y entonces la
sombra lo arropó, lo condujo sobre las olas del mar hasta la última costa,
hasta los tobillos de su inmenso mundo marino, hasta el caribe donde abundan
las afables brisas que vienen de otros lares.
Un golfo, una
ensenada, un muelle, una isleta soñada, el reino de una manzana celestial, la
mitad del verano, la noche verde, los epitafios de su pasado…todas las
imágenes, todos los instantes sagrados, todas las quejas y protestas. Dereck
Walcott acaba de morir.
Y allí sigue,
delirando con la poesía. Cantando a la orilla del mar mientras oye la voz de la
hermana que corre tras su perro.
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